No hay que estar ciego desde ningún punto de
vista.
—Stanislav Reyi Letz
—Stanislav Reyi Letz
Pórtico
A) La señora en el mercado a su hija:
—Cómprale a la niña una pulsera de plástico. Que se vaya acostumbrando a las joyas desde chiquita.
A) La señora en el mercado a su hija:
—Cómprale a la niña una pulsera de plástico. Que se vaya acostumbrando a las joyas desde chiquita.
B) El cantante de
fisonomía reciamente nacional en el escenario del teatro de revista:
—Les saluda su amigo el guapo… No es que esté feo sino que estoy mal envuelto… Mucha gente me confunde con extranjero. Dicen que soy alemán.
—Les saluda su amigo el guapo… No es que esté feo sino que estoy mal envuelto… Mucha gente me confunde con extranjero. Dicen que soy alemán.
Los pelados, los léperos
Primero fueron
los léperos (“la leperuza”) y los pelados (“el peladaje”, quienes derivaron su
nombre de status y ontología: “estar pelado”, sin ropa concebible, en esa
perpetua radicación en el futuro que es la carencia de pasado y presente). Los
nombres no describían situaciones económicas o políticas: eran estrictamente
sociales. Fuera de las horas de trabajo y explotación, la clase dominante no
distinguía ni quería distinguir las variedades de la vida popular. Era pedirle
demasiado habiendo voces peyorativas que ubicaban y perpetuaban un anonimato
histórico y le procuraban un rostro único a tantas presencias extrañas y
(ocasionalmente) amenazadoras. Léperos y pelados le aportaron su elocuencia
informe a los saqueos (“Entonces —refiere Payno en Los bandidos de Río Frío— ya
no tuvo límites el furor popular. Los pelados se echaron sobre un tendajón y en
instantes lo dejaron vacío”) y se esparcieron como la turbamulta que se deja
conquistar sin oponer más resistencia que el acecho adulón a los vencedores o
se deslizaron en las páginas de las novelas, de Lizardi a Juan A. Mateos, de
Mariano Azuela a Carlos Fuentes, para otorgarle paisajes rumorosos y festivos
héroes y hazañas. A esta plebe la “gente decente” (la Sociedad Mexicana) la vio
siempre nebulosa y afantasmada y la castigó por añadidura bautizando en su
deshonor las “zonas prohibidas” del lenguaje: las “leperadas”, las “peladeces”.
Expulsados del paraíso, los desplazados quedaron a disposición de las
escenografías costumbristas para negárseles en cambio esa incapacidad de
concreción que es la falta de “urbanidad” y “buenas maneras”. Sin sociedad no
hay personalización. ¿Alguien recuerda, fuera de las prontamente
comercializadas leyendas de bandoleros sociales, Chucho el Roto o el Tigre de
Santa Julia, a un lépero o a un pelado que en nuestra literatura se represente
a sí mismo y no a la tipicidad, que sea algo más que una abstracción tediosa o
ridiculizable?
A lo largo de la
novela de la Revolución, persistió el deseo de identificar al Pueblo con la
barbarie. En la “bola”, los escritores vieron a los campesinos armados
desplegarse ingenuos, crédulos, zafios, rudos, vulgares, crueles,
insaciablemente criminales. Sus equivalentes citadinos, por lo contrario, no
fueron vistos con temor sino con risas. En la urbanización de la violencia
popular, en la transposición del mundo de la Naturaleza al mundo de la
Sociedad, se van demostrando las singularidades del control largamente ejercido
y de un mayor juego de asimilaciones. El teatro frívolo introduce a la relajienta
gritería de su auditorio la primera tipología de los pobres urbanos y de sus
lenguajes: los peladitos y las peladitas, los borrachitos que dicen la verdad
para atenuar la lástima, las indias ladinas y pueriles que en su idólatra
asombro se dejan engullir por la ciudad, las prostitutas y los albures como las
únicas referencias públicas a la vida sexual. El peladito es bienvenido: por
vía de la caricatura inevitable, a los marginados de la ciudad de México se les
reconoce el derecho a rostros, gestos, entonaciones, vocabulario. La burguesía
celebra al peladito: la risa como técnica de volver inofensivo al enemigo
latente. El pelado ríe del peladito: la risa como gratitud al verse tomado en
cuenta así sea de modo grotesco.
En la carpa, en
el teatro frívolo, la eclosión a mediados de los treinta es Mario Moreno
Cantinflas, el peladito que, con vigor dual vuelve presencia y ocultamiento a
la fuerza popular que encarna. Los marginados festejan lo que hay en él de
popular. Los incluidos (sabiéndolo o no) se entusiasman con lo que hay en él de
inofensivo. Cantinflas agrada, complace, qué divertido con su indumentaria
popular que sin más trámite se torna disfraz, la gabardina y el pantalón por
debajo de la rodilla y la angustia dislálica por hacerse de un idioma: “Cada
quien por su lado / ya ve / pues vamos a ver / se acabó…”. Engarróteseme ahí.
Por la intercesión de Cantinflas el peladito queda inmóvil pese a su cabeceo y
su manejo dancístico del cuerpo que se combina con la emisión laberíntica de
frases que nada significan ni nada pueden significar. El habla-por-aproximación
se petrifica: cómo serás gacho, soy bien chicho, de atiro me cae suavena y
Zacuanpan le dijo a Botas, si ya no te gustan éstas mi compañero trae otras. El
albur, mi hermano, y a lo mejor el peladito no fue así o no quiso ser así o le
daba igual o era completamente distinto, pero como no disponía de voz ni de
canales expresivos así se le registró y así —a través de los medios masivos— la
clase en el poder se ha ido imaginando a las clases populares y, al no haber de
otra, las clases populares se han dejado colgar ese santito. Rondas infantiles
bajo la autocracia: lo que dice la mano que es la tras, eso es la tras.
La
correspondencia entre los designios de la mentalidad clasista y la obediencia
de la realidad se da fundamentalmente a través del cine. ¿Con qué autoridad
pueden los pelados y léperos de las butacas discrepar de la imagen (tono de
voz, visión del melodrama, sentido del humor, decoración hogareña y vestuario)
que se entroniza en la pantalla? El vulgo le bebe los vientos a sus arquetipos:
David Silva en Campeón sin corona o Esquina bajan, Víctor Parra en El
Suavecito, Pedro Infante en Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, Adalberto
Martínez Resortes en Los Fernández de Peralvillo, Fernando Soto Mantequilla en
cualquiera de sus películas. El peladito no agrede, no inquieta, no interrumpe.
Es ya uno más de los sueños regocijados del desarrollismo.
La aparición del
naco
A finales de los
cincuenta y a principios de los sesenta, se desentierra en la ciudad de México
una ofensa quintaesenciada, “naco”, voz aplicada con insolencia creciente. Los
nacos, aféresis de totonacos, la sangre y la apariencia indígena sin
posibilidades de ocultamiento. El término se pretende más allá de la ubicación
socioeconómica (como antes se dijo: “tendrá mucho dinero pero en el fondo sigue
siendo un pelado”, ahora se declara: “Ni cien millones más le quitan lo naco”)
pero la naquiza, ese género implacable, es noción que forzosamente alude a un
mundo sumergido, lejos incluso de la óptica de la filantropía, y es noción que
extiende y actualiza todo el desprecio cultural reservado a los indígenas. Lo
que testimonios antropológicos como Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis van
descubriendo, de inmediato se vuelve folclore urbano. ¿Quién se preocupa por la
vida de relación de la naquiza, por los vínculos y las contradicciones entre su
fisonomía y sus posibilidades de éxito, por su aprehensión del mundo
circundante? La izquierda misma niega la existencia de problemas sociales y en
todo caso remite su solución al advenimiento del socialismo. Lo que carece de
poder, carece de rasgos nítidos: los artistas mejor intencionados terminan
viendo en los labios abultados y los bigotes ralos la clave de su comprensión
política del asunto. No hay relato de los orígenes ni hay mitificación: el
pelado no es mítico sino típico, le corresponde no lo ritual sino lo pintoresco
y un novelista como Carlos Fuentes puede todavía derivar, en La región más
transparente, a personajes como Gladys, Beto y el Tuno, de la galería circense
de las películas mexicanas.
Sin embargo, como
sus antecesores, la naquiza tiene historia, tiene sociedad y dispone de su
estética, nos guste o no, lo sepamos o no. Su historia: el desprecio imperante
ante el perfil de un indio zapoteca que no puede decir apotegmas, el desdén
ante el brillo (no verbal) de la vaselina y ante el esplendor (no tradicional)
de la chamarra amarillo congo y ante la ilustración que a veces concede el
certificado (no inafectable) de sexto de primaria, que respalda y encomia la
voraz lectura de cómics, fotonovelas y diarios deportivos. Su historia: la
opresión y la desconfianza, el recelo ante cualquier forma de autoridad, los
asentamientos urbanos como hacinamientos en un solo cuarto, el arribo a la ciudad
entre expropiaciones de cerros y enfermedades endémicas y quemadores de
petróleo en construcciones de cartón o de adobe o de material de desecho con
piso de tierra o de cemento. Su historia: el ir ascendiendo a duras penas o
irse quedando entre la malicia de su espíritu crédulo y su muy reciente pasado
agrario y su aprendizaje de la corrupción como defensa ante la Corrupción. Su
sociedad: la conversación como gracia de la única pileta de agua, el tendajón
como el ágora, la cerveza y la mezclilla como estructuras culturales, el ámbito
del vecindario y del compadrazgo como la identidad gregaria que se exhibe en la
vasta cadena de bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, matrimonios,
defunciones, quince años, graduaciones de primaria o de academias comerciales,
compadrazgos de escapularios, de coronación, del cuadro de la Virgen, de
alumbraciones y consagraciones. Su sociedad: el lenguaje extraído de
comentaristas deportivos, de cómicos de televisión, de películas, de
radionovelas, telenovelas y fotonovelas, la “grosería” permanente como único y
último recurso ante un idioma que los rechaza condenatoriamente, la diversión
como un desciframiento de las ofertas contiguas del sexo y de la muerte.
Su sociedad como
visión de los vencidos: el naco quiere aprender karate, le apuesta su alma al
Cruz Azul, ahorra con sus amigos para jugar squash una vez al mes, le tupe al
futbol llanero, sigue iniciándose con prostitutas, le entra ilusionado a los
cursos de inglés de donde nunca saldrá a conversación alguna. Seré sintético:
enajenada, manipulada, devastada económicamente, la naquiza enloquece con lo
que no comprende y comprende lo que no la enloquece. Y para qué más que la
verdad: la naquiza hereda lo que la clase media abandona.
La presentación
de los aludidos
Mira manito, la
apariencia de la naquiza que hoy conocemos no tiene un origen tan distante.
Quizás se implantó por vez primera en Los Ángeles, California, a principios de
los cuarenta. Allí, en los ghettos de los mexicano-americanos, los pachucos
magnificaron y extendieron pantalones y sombreros con plumas y solapas y
tirantes y valencianas y zapatos y, como no sabían de la existencia del mal
gusto, creyeron en sus propias vibraciones de alegría y le dieron a la ropa una
truculencia y una extensión inusitadas, advirtieron en la exageración del
vestido el comportamiento disidente a mano. En México, la ropa del pachuco se
volvió —a través del cómico Germán Valdés Tin Tan y los galanes “cinturitas”
del cine nacional como Rodolfo Acosta—, la elegancia del arrabal sublimada por
la exageración, un envaselinamiento que le ahorraba al seductor todos los
preámbulos, una ropa como gana manifiesta de verse admirado y clasificado como
objeto erótico. El pachuco, que en los barrios de Los Ángeles fue una confusa
rebeldía social, floreció en México como confusa pero electrizada pretensión
sexual. Y, entre llamaradas de petate, brotó la primera estética definida de
los pobres urbanos que hallaron en el salón de baile su espacio social por
definición y en el danzón primero y en el mambo después, el ritual energético
que desplegaba y encumbraba la estética personal.
Los sesenta son
el segundo gran momento de tal estética de los marginados, hecho posible por
las modas masivas, el prêt-à-porter. En el multitudinario festival de rock de
Avándaro en 1971 (300 mil personas), se desborda, en plena catarsis, la
naquiza, asida —por medio de una profunda e instantánea aculturación— a la
sensación vertiginosa, instintiva y jubilosa de desentenderse de un país y
elegir a otro. Primer paso para desistir de ese México: la adopción religiosa
de la moda. Miembros de “clases-en-transición” (de la extrema miseria a la
miseria extrema con aparato de televisión), estos nacos clarifican su anhelo
simbólico: fundirse en el seno del consumo ostentoso y el desperdicio. En
Avándaro, la naquiza se apropia vicaria y desclasadamente de actividades de las
clases medias, y hace suyos el modo de oír música y el estilo del show,
agregándoles la autodeprecación de su lenguaje y el desarraigo de su conducta
(la falta de metas como el darle la espalda a las Tradiciones Seculares). Algo
más: en Avándaro, la naquiza se sorprende integrada al espectáculo, siendo por
vez primera y a escala nacional, espectacular. Lo que se paga de inmediato: el
logro social del festival (¡¡La Nación de Avándaro!!) se diluyó acto seguido y
las características estructurales que finalmente sí han presidido el encuentro
y el entreveramiento de las clases, rindieron homenaje a un rasgo permanente de
nuestras instituciones: la eliminación del conflicto directo en favor de la
fluidez del proceso de asimilación. Al estallar y revelarse nacionalmente como
una fuerza social distinta, una parte importante de la naquiza en Avándaro y a
partir de Avándaro logra fijar su propio contenido utópico: no se identifican
con los ídolos pop nacionales (no los hay) pero sí lo hacen con el estilo de
vida a que acceden en este patético y triunfal y desmedido apiñamiento,
renuncian a esa suerte de conciencia de clase que son las ordenanzas visuales
de su rencor social y aceptan una hegemonía consumerista que tan sólo les ha
servido para racionalizar una represión más directa. Su expresión clandestina
se hace pública sin que la revelación (exposición) de su lenguaje se insinúe
siquiera como acto liberador, sino como una variante —injuriar es confirmar,
“vete a la chingada” como aplauso con una sola mano— del metalenguaje de la
asimilación. Después de Avándaro, la naquiza descubre —no con palabras, sino
con la serie inacabada de represiones— que esa sensación de pertenecer al otro,
recién inaugurado México, de adherirse a una colectividad, que, entre el barro
y la lluvia y el pasón generacional, no los puede rechazar, correspondía al
género de las sensaciones utópicas, irrepetibles y que la continuidad de tal
inmersión comunitario/nacional no está en su mano. La alternativa inexistente:
la autonomía social e individual que daría una vida política y genuina. Sin
salidas, ese sector de la naquiza se decide por la extenuación de las drogas a
su alcance (inhalar tíner o cemento no es tanto avidez de sensaciones distintas
como resignación ante la crisis financiera que impide hacerse de mariguana),
por la sumisión siempre anacrónica a las modas de la clase media, por la
actitud colonizada de tercera mano.
Estética de la
naquiza I.
La nota roja
La nota roja
¿Qué es, qué
puede ser en nuestra democrática repartición de la cultura lo que he denominado
impresionistamente “estética de la naquiza”, la visión de lo bello de los
jóvenes de las clases desposeídas? No hay una sola respuesta, y uno va de las
sesiones con ritmos tropicales a las estampitas religiosas, de la lucha libre a
la absorta contemplación de melodramas. Estética aquí es también ética y
acumulación de satisfactores sociales: se extrae belleza en este caso de
cualquier situación regular, lo bello es lo frecuente. Véase, por ejemplo, la
“nota roja”, la divulgación amarillista de los hechos criminales, el cultivo de
la delectación ante lo sangriento al que se consagran revistas como Alarma y
Alerta, parte importante de los diarios más populares y lo que ya aparece como
cauda de fotonovelas. En la incitación de la “nota roja” no hay engaños. Sirve
de inmediato de escape o descarga, de catarsis rápida y accesible y también
—sin reticencias— le da al morbo una calidad delirante, de pesadilla que la
lectura convierte en sueño tranquilizador. Se aprovecha y se estimula la
emoción popular ante la sangre (mezcla de honor inducido y gusto apaciguado),
se insiste en los relatos pavorosos, en la prosa de la “decencia ultrajada”
que, sin escatimar detalle, inventa giros sensacionales. Se extienden las fotos
de los cadáveres en estado de putrefacción, de las prostitutas abandonadas en
la salida del Ministerio Público, de los homosexuales que ríen desde su
travestismo, de los niños monstruos con un ojo o dos dedos de más, de los
sátiros con niñas señalándolos. En la nota roja, ese momento de lo increíble
cotidiano (es tan fuera de lo común que nunca deja de producir una suerte de
satisfacción) adviene a una especie de voluptuosidad muy “bonita”.
Estética de la
naquiza II.
Juárez no debió de morir
Juárez no debió de morir
En el salón
Maxims el mago baila. Cien pesos la entrada, pero aguanta. Lléguenle a la
Sonora Matancera en la celebración de su aniversario, y también, para amenizar,
lléguenle a la orquesta de Miguel Ángel Serralde con su repertorio a lo Glenn
Miller, el boogie-woogie (bugui-bugui) de los años de la Segunda Guerra, con su
exaltada y tiránica coronación de una pareja a la que van rodeando los demás.
Con ustedes, Bienvenido, el Bigote que Canta. “Sólo cenizas hallarás…”. La voz
de un cantante popular como Bienvenido Granda (como la voz de Daniel Santos o
la de Celio González o la de Julio Jaramillo o la de Olimpo Cárdenas o la de
Carlos Argentino, o la de Rigo Tovar o la de los cantantes del conjunto
Acapulco Tropical) es un instante climático de la estética de la naquiza. Allí
se cumple, de modo distinto y complementario al ardor de los tríos de boleros
románticos, un gozoso acercamiento al tótem de la sociedad mexicana, “lo
poético”, que en uno y otro caso se transmite primero por la voz y luego por
las letras, y en último término por la melodía.
La seducción
amorosa como emancipación de la poesía de la vida. El ligue como la lírica del
acoso. El faje como desfogue físico y creación individual. El culto a las
apariencias como elaboración artística, lo que en un tiempo fue la argucia
conspirativa de los lentes de sol a medianoche y la argumentación seductora del
diente de oro (“brilla por toda nuestra oscuridad”) y ahora es la impostación
de los modelitos de ropa pródigos en muestras (“El que no enseña no vende”) y
el fulgor del maquillaje barato. “¿Te gusta, mi vida? Es una orquesta muy
padre”. Y la compañera se sonríe y ojalá se hubiese teñido bien el pelo. No que
así a medias…
La voz levemente
chillona, completamente opuesta a cualquier propósito operático, el ritmo de la
Santanera que presagia o describe centenares de parejas en la pista,
apretándose o separándose con fervor monomaniaco, deseándose o fingiendo
socialmente el deseo, la melodía que suele ser tan recordable que uno la
memorizó antes de que apareciese en numen alguno, la letra que narra invariablemente
un amor suplicante o irritado o vehemente o autodestructivo pero nunca logrado,
nunca sedentario: “Cada noche un amor…”. Y la trompeta apunta velozmente un
comentario burlón y sagaz que solemnizan las maracas y afirma o desmiente el
piano. La voz de estos próceres incita a hacerles segunda, no aleja, no
deslumbra, no apantalla. Eso no quiere decir que sean voces sin estilo.
Pero su estilo es
el de las barriadas tumultosas y las horas anhelando y entreviendo ese Santo
Grial que es el empleo, la refinadísima desfachatez de la “última noche que
pasé contigo”, la cachonda serenata en donde Daniel Santos requiebra a una sola
consonante y la arrastra y la lleva al altar y le da a “Virrrrrrrgen de
medianoche…” el acento de evocación muralista de la llegada del provinciano a
la capital. Allí, el estilo se ha forjado gracias a la admiración solidaria de
los vecinos en las primeras fiestas y se ha depurado y acendrado en miles de
sesiones parecidas con los jovenazos que descubren el beso en la nuca y la sensación
brumosa que incita a la pendencia y convoca a la autocompasión y al elogio
continuo de la prostitución y de la baja idea de uno mismo y del olvido fácil y
falso de la pena. La voz se extiende como otro golpe instrumental, una cadencia
sabrosona, con la carga cultural de lo “sabrosón”: complicidad, reclame sexual,
desafío a las primeras de cambio, convenciones de barrio y de salón de baile,
recorrido trabajoso y suplicante de la pista, a raspar suela, prohibido tirar
colillas para que las damas no se quemen los pies, el antiguo humor grueso y el
apogeo apretado (acurrucadito así) de la vulgaridad. Y la monotonía vocal de
Rigo Tovar vuelve prescindible el formalismo de la invitación a un hotel.
Los antecedentes
históricos
Sin método, al azaroso abrigo del nacionalismo cultural, se ha intentado entre nosotros una estética reivindicatoria de lo mexicano que no parta del rechazo mitificador y “ennoblecedor” de una realidad, sino de su aceptación crítica. La tendencia quizá fue inaugurada por Solís, el personaje idealista de Los de abajo de Azuela: “¡Qué hermosa es la Revolución aun en su misma barbarie!”. Apagado el impulso consagratorio del movimiento armado y la voluntad de congelar en el retrato a trenes y soldaderas y juanes hoscos y ceñudos y tiernos, la estética nacionalista se fue confinando a la admiración de naturalezas muertas (paisajes, episodios históricos, símbolos de la Nación o de la Humanidad, etc.) o arribó a la suprema transfiguración mitográfica y épica de la obra de Siqueiros y Diego Rivera. La salvedad: en una parte importante de su obra, José Clemente Orozco creyó en recuperar fragmentos esenciales de la vida nacional sin la antesala del salón de belleza, y su serie de horrendas y descarnadas prostitutas o plañideras, se constituyeron en sus proposiciones: aprendamos a mirar la decadencia del primitivismo. El cine y la fotografía recogieron, sin aceptarlo, su mensaje. En los cincuenta, Emilio el Indio Fernández intentó entre aciertos geniales (de Flor Silvestre a Víctimas del pecado) tal énfasis en la belleza de lo mexicano —magueyes y fogones, peones y soldados, serranías y chozas, cabarets y rumberas— pero su fotógrafo Gabriel Figueroa plasmó todo con ánimo clásico que volvía pretextos a los sujetos de su atención y los insertaba en una composición admirable para perfilar penumbras del Salón México o cocinas rurales con habilidad deslumbrante, museificada. Así engalanado, “lo mexicano” devino tarjeta postal y los hermosos rostros de Dolores del Río y Pedro Armendáriz se irguieron como cánones helénicos en medio de chinampas y haciendas desiertas. Embellecidos, seres y objetos se mistificaron diluyéndose en el prejuicio de la imagen perfecta cualquier otra intención.
Sin método, al azaroso abrigo del nacionalismo cultural, se ha intentado entre nosotros una estética reivindicatoria de lo mexicano que no parta del rechazo mitificador y “ennoblecedor” de una realidad, sino de su aceptación crítica. La tendencia quizá fue inaugurada por Solís, el personaje idealista de Los de abajo de Azuela: “¡Qué hermosa es la Revolución aun en su misma barbarie!”. Apagado el impulso consagratorio del movimiento armado y la voluntad de congelar en el retrato a trenes y soldaderas y juanes hoscos y ceñudos y tiernos, la estética nacionalista se fue confinando a la admiración de naturalezas muertas (paisajes, episodios históricos, símbolos de la Nación o de la Humanidad, etc.) o arribó a la suprema transfiguración mitográfica y épica de la obra de Siqueiros y Diego Rivera. La salvedad: en una parte importante de su obra, José Clemente Orozco creyó en recuperar fragmentos esenciales de la vida nacional sin la antesala del salón de belleza, y su serie de horrendas y descarnadas prostitutas o plañideras, se constituyeron en sus proposiciones: aprendamos a mirar la decadencia del primitivismo. El cine y la fotografía recogieron, sin aceptarlo, su mensaje. En los cincuenta, Emilio el Indio Fernández intentó entre aciertos geniales (de Flor Silvestre a Víctimas del pecado) tal énfasis en la belleza de lo mexicano —magueyes y fogones, peones y soldados, serranías y chozas, cabarets y rumberas— pero su fotógrafo Gabriel Figueroa plasmó todo con ánimo clásico que volvía pretextos a los sujetos de su atención y los insertaba en una composición admirable para perfilar penumbras del Salón México o cocinas rurales con habilidad deslumbrante, museificada. Así engalanado, “lo mexicano” devino tarjeta postal y los hermosos rostros de Dolores del Río y Pedro Armendáriz se irguieron como cánones helénicos en medio de chinampas y haciendas desiertas. Embellecidos, seres y objetos se mistificaron diluyéndose en el prejuicio de la imagen perfecta cualquier otra intención.
¿Qué indican dos
fotos, ambas del extraordinario Manuel Álvarez Bravo? En una, celebérrima, “La
buena reputación duerme”, una joven indígena se tiende con los senos al aire,
ceñida a una estética por así decirlo clásica: la fertilidad de las formas
sensuales, la composición límpida. En la otra, el presidente municipal de
Sierra de Michoacán aguarda en su oficina y el conjunto sorprende por su mezcla
de elementos inermes, desprotegidos. Allí está el hombre a quien la fotografía
despoja de su alma (su autoridad mínima pero concreta). De fondo, una pared
descascarada, los afamados y gastados retratos de Hidalgo, suponemos que de
Juárez y Morelos, el calendario de una fábrica de camiones y el proyecto de una
escuela primaria. Papeles, un tintero, una silla, la adhesión respetuosa a la
solemnidad del instante. Los elementos son míseros, escuetos, drásticamente
tristes. Pero son todo lo que se tiene, todo lo que hay.
Pocos han
intentado proseguir esta vía. No es muy atractiva la perspectiva de ofrecer
nuestra pobreza sin elementos de glamour y, digamos, el cine naturalista de
Ismael Rodríguez tomó del tremendismo no los elementos del shock sino el
azucaramiento del melodrama para mayor felicidad populista de Pedro Infante. Y
desde hace tiempo el desmedro, el entierro de cualquier pretensión
reivindicadora y armonizadora. ¿Quién, luego de la espléndida labor narrativa y
lingüística de Juan Rulfo, ha querido reconciliarnos con lo que vivimos, no en
actitud conformista sino para hallar críticamente los elementos salvables en el
desastre? El fatalismo es nuestro humanismo: vivimos el inmenso, renovado
horror del subdesarrollo. Vivimos de asechanzas: el hambre, el smog, el mal
gusto como todo gusto, el deterioro, la falta de tradiciones, no hay museos, la
arquitectura es la sucesión de improvisaciones catastróficas, en la pobreza no
hay descansos ni alegrías visuales. Y se transcurre de la solidez de la
dependencia a su encumbramiento estético. Hace poco, en una mesa redonda,
alguien afirmó: “Está comprobado estadísticamente que el Distrito Federal es
una de las ciudades más feas del mundo”.
Lo que nadie
niega y nadie duda. Para la burguesía, México es la afrenta. Para las masas,
México es la perplejidad. ¿Adónde está el orgullo, adónde está el coraje de la
ciudad en la que habitan? Los pobres son aún más pobres en la búsqueda sin
prestigios de los valores poéticos y culturales a que puedan tener acceso, en
su anticromática adopción de “La Última Cena” y los minipósters de actores,
toreros, futbolistas y cantantes y el calendario del Flechador del Cielo y las
estampas de santos. Kitsch seguramente o cursilería, atrocidades lustrosas y
regocijantes. Pero, de nuevo, es lo único que tienen, esa estética que tanto
hace sonreír a los sectores ilustrados de clase media, el mundo tricolor donde
las estatuillas de barro de El Santo o Blue Demon y las correspondientes de San
Martín de Porres y la Guadalupana al amparo de una concha se delatan como
cúspides de una voluntad de acceder, como sea, al goce de la hermosura.
Estética de la naquiza III.
Las ofertas de la calle
La calle es la
contingencia y la fatalidad. Y el escenario. Una prueba de los alcances
provincianos del Distrito Federal: en la calle sigue viviendo mucha gente. La
calle se conserva como guarida, foso, hotel, espejo, laberinto, cacería y
representación. Para muchos, la calle aún no es lo exterior, lo ajeno; todo lo
contrario: la calle es más íntima y más cordial y más posible que la casa, la
calle es la raíz y la razón, el yo y la circunstancia unidos orgánica,
indisolublemente. Para una enorme cantidad de mexicanos, la calle es el lugar
sedentario y solitario que se opone al nomadismo y al despliegue multitudinario
de la habitación.
En la calle, la
fijación y la obsesión de los aparadores. Los chavos se detienen y se fijan y
se comparan y adquieren los trajes consagratorios y los smokings verdes de las
fiestas de-cembrinas y las chamarras más demoledoras y los cinturones y los
zapatos de tacón alto (¡Alturízate!) y las camisas de la ostentación. Los
aparadores son otra versión dictatorial de nuestra morosidad sociopolítica;
desde allí, los maniquíes dorados de papel aluminio se estrenan como
premonición a precios populares del futuro homogeneizado y rígido. Los
aparadoristas lo saben: lo exótico es la supervivencia de lo atávico y lo
llamativo rodea a una taza de excusado forrada de papel estaño o a un maniquí
vestido-como-se-debe y uncido a una peluca anaranjada o roja. En esas
iluminadas peregrinaciones inquisitivas por los corredores del metro de Pino
Suárez o por la Avenida San Juan de Letrán, los aparadores se levantan como el
nudo y el desenlace estéticos que deben inundar al viandante con la certidumbre
última: esto me queda, esto se ve padrísimo, esto es retebonito.
A la naquiza la
detiene una confesión desde la ropa: si moda es status y uso de la moda es
autobiografía, estos chavos anhelan llamar la atención como solicitud de
status: esto viste, esto me pongo y aquí, en este peldaño de la escala del
éxito, me hallo sin remedio. Las confidencias de los atavíos son
demoledoramente ingenuas. ¿Cuál es la meta de la sofisticación, cuál es la índole
de las pretensiones? La primera: el gozo estético de triunfar sobre la vida, de
salir del hoyo, del arrabal. Mientras, la naquiza se sabe chafa, se descubre
vestida en serie como hecha en serie, se sabe irremediablemente fuera de las
ópticas consagratorias y opone a la ceguera del Poder sus colores naranja o
verde o amarillo o rojo frenesí que se atenúan y se borran en la multitud.
Estética de la naquiza IV.
Sombras nada más
Una escena cumbre
de la estética de la naquiza. En un festival de la Alameda, con motivo de un
homenaje al desaparecido cantante de bolero ranchero Javier Solís. Los
dolientes: el Mariachi Vargas de Tecalitlán. Escenografía: reclinada sobre una
silla, la foto de Solís, con sombrero de charro, en fondo azul. Al fin y al
cabo a Javier le hubiera gustado que así fuera, él, cuyo primer nombre fue
Gabriel Siria y que pasó de ayudante de carnicero a mariachi de la plaza
Garibaldi.
Allí están los ex
compañeros de Solís para declamar, cantándole, su historia: hijo del pueblo,
entraña nativa, te nos fuiste en plena gloria. Rockefeller empezó colectando
clips. Onassis fue dependiente en la Argentina. Javier Solís salió de las
instituciones folclórico-recreativas del mundo de Santa María la Redonda, se
emancipó de asediar automóviles y desafinar en serenatas y mostrar la fatiga
del cantante con lagunas en su repertorio. Yo sólo sé que no me las sé todas.
Para el mariachi, Javier Solís es lo que Pedro Infante para los carpinteros y,
lo que en alguna época, fue Lupe Vélez para las vicetiples: la seguridad de que
chance y ahí viene la buena, chance y salimos de ésta, mi cuate. En la Alameda,
los mariachis se fugan y abandonan en el escenario el retrato y a la silla y a
la voz de Solís cantando “Sombras”. Y entre lágrimas viviendo el pasaje más
horrendo de este drama sin final. ¡Qué importa! La lección estética se ha dado:
de un mariachi puede extraerse un Javier Solís. Y la medida de lo que fue y lo
que significa un Javier Solís la dan las aspiraciones de sus admiradores.
Sombras nada más entre tu vida y mi vida…
Estética de la naquiza V.
Lo bonito
“Lo bonito” es a
lo que se tiene derecho, los residuos de la explotación convertidos en avalúos
estéticos. El pastelero crea un pastel en forma de guitarra excepcional para el
músico, a manera de ombligo para el cumpleaños del cirujano o, más comúnmente,
elabora parejas elaboradas y rosáceas. La familia demanda esa representación de
“lo bonito”. Sin “lo bonito” tampoco es posible seguir, existir. Hay que enviar
una carta “bonita” y de allí el emporio de los libros de cartas de amor. Hay
que conseguir que la chaquira hable por nuestros afanes de perfección y brillo
y por ello, en ese inmenso mundo del Primer Cuadro, del Centro, de las calles
de Corregidora o Isabel la Católica por donde pasan los cientos de miles de
personas, en ese universo de los pequeños negocios y las explotaciones soeces
de los trabajadores, la chaquira se abroga el privilegio de representar a la
Guadalupana o al Flechador del Cielo o a Snoopy o a Charlie Brown. La chaquira
brilla y refulge como lo más ostensible de un afán de darle a las mayorías
desposeídas (sin riesgo ni costo) los objetos luminosos que las acerquen, en
pleno arrobo, a lo bonito.
Las
“complacencias musicales”: ella le dedica la canción a él y explica por qué y
su voz no tiembla: es victoriosa, satisfecha, se está logrando, y junto a ella,
se ríe orgulloso él, acude la canción y las manos se unen levemente temblorosas
y ella —esperanza inútil, flor de desconsuelo ha voceado su amor ante el
universo, se ha quedado sin secretos: la pasión tiene un nombre y es un joven
de la colonia Pantitlán. La estética de la naquiza es relación personal,
inmediatez, las canciones se componen para ahorrarnos el esfuerzo declaratorio,
para darle al autoabatimiento palabras lindas con qué gritar a los cuatro
vientos que no soy nada y que nada valgo, para darle (insospechadas)
proporciones estéticas a la gratitud al bendito Dios porque al tenerte yo en vida
no necesito ir al cielo tisú. Y el “tisú” es lo que le conviene al cielo, si él
y ella están enamorados el cielo debe ser tisú, no hay tiempo de ir al
diccionario, instintivamente se conoce que allá arriba todo es tisú.
Crónica de un
reventón.
Dicen que no se siente el subdesarrollo
compáralo si puedes, Cielito, con este hoyo
Dicen que no se siente el subdesarrollo
compáralo si puedes, Cielito, con este hoyo
Genaro no se
confunde. Él no ha leído a Lobsang Rampa ni ha oído hablar de la sociología de
movimientos juveniles como la Onda y le vale todo lo relacionado con proyectos
de “alternativa existencial” y no sabe nada del Sistema y de la Enajenación y
la Manipulación. Él radica en la colonia Moctezuma, quiere agarrar empleo,
tiene 17 años y trae una camiseta bien cotorra que a la letra dice “Let’s Fuck”
y que lleva a todas partes. Hoy le va a caer al hoyo fonqui.
Y son las seis de
la tarde, el momento justo de entrar y Armando no está friqueado ni aburrido. Y
de acuerdo a su punto de vista no tiene por qué estarlo. El friqueo y el
aburrimiento se dan en otra onda, implican otra noción del tiempo y de la
velocidad y del haber llegado.
Un joven
escritor, Parméndides García Saldaña, inventó un nombre que cundió con fortuna:
“Hoyos fonquis”. Lo “fonqui” (de funky, voz anglosajona que podría traducirse
como “grueso”, vulgar, rudo, intenso, espeso) se adecuaba con la descripción
física de un lugar como una madriguera, como una encerrona. Los hoyos surgieron
en 1968 o 1969 y se popularizaron al cabo del festival de Avándaro. Por lo
común, son galerones de regular tamaño donde los grupos rocanroleros lanzan sus
ondas y los chavos se prenden y bailan y corean pretensiones. Los hoyos
aparecen y desaparecen, falta el permiso y se fijan los sellos, o continúan
durante meses desempeñando su encomienda de Centros Alivianadores (nótese la
ironía de las mayúsculas).
—Claro —dice
nostálgico un rocanrolero de la buena primera época, la de grupos como los
Locos del Ritmo y los Rebeldes del Rock y los Teen Tops y la sensación de la
juventud como divino tesoro—, ha cambiado todo. Antes las tocadas eran en
Narvarte o Las Lomas o El Pedregal y había garden parties cerca de la alberca y
tocábamos “Sobre las olas” a ritmo de twist y los padres de la chava de 15 años
se acercaban al final para intercambiar rollos y apoyábamos con una diana el
discurso del padrino. Luego llegaron los de la frontera con la greña hasta el
hombro y no se bañaban y decían que esa era la onda y allí empezó el desastre y
ahora ya ves, los hoyos fonquis quedan por la Industrial Vallejo o por la
Avenida Ocho cerca de Zaragoza o por Nezahualcóyotl. ¡Qué bajón social!
El Personal /
Impresión
Genaro invitó a
su cuate Armando a que lo acompañe. No se trata de ir a ligar, nel, sino a lo
que más aguanta de los hoyos, meterse a rolar en compañía, con la música que no
deja oír ni la música. A la entrada (mientras ubicuos e inexplicables
adolescentes descargan amplificadores, mueven guitarras, se internan en
camionetas), alineaditos contra la pared, los chavos de siempre, inmóviles y
con aspecto de recién horneados o aparentando familiaridad con algo que allí no
se encuentra, pidiendo dinero para entrar.
—Coopera con una
luz.
Armando reconoce a una que fue su “torta”, una chava que es demasiado de todo. Se detiene a saludarla y a intercambiar ese antiguo sustituto de las vibraciones llamado “vaga información de índole personal” y Genaro atisba el cartel creyendo conocer muy bien a cualquier grupo que aguante en México (salvo que no se hayan disuelto la semana pasada, la inestabilidad es la norma), así toquen ahora en discoteques de la burguesía. Genaro no discrimina: también sabe de los grupos que nadie pela pero con nombres espectaculares y de eficacia concentrada como el Perro de las Dos Tortas o La Época de Oro de María Conesa o La Decena Trágica.
En el hoyo, muy en onda, los letreros anuncian:
Armando reconoce a una que fue su “torta”, una chava que es demasiado de todo. Se detiene a saludarla y a intercambiar ese antiguo sustituto de las vibraciones llamado “vaga información de índole personal” y Genaro atisba el cartel creyendo conocer muy bien a cualquier grupo que aguante en México (salvo que no se hayan disuelto la semana pasada, la inestabilidad es la norma), así toquen ahora en discoteques de la burguesía. Genaro no discrimina: también sabe de los grupos que nadie pela pero con nombres espectaculares y de eficacia concentrada como el Perro de las Dos Tortas o La Época de Oro de María Conesa o La Decena Trágica.
En el hoyo, muy en onda, los letreros anuncian:
Hermano,
Aliviánate con tu chambra o cobija
en el guardarropa. Así Danzas mejor (you know)
en el guardarropa. Así Danzas mejor (you know)
Bienvenidos al
guardarropa.
Un peso por pañal o garra.
Un peso por pañal o garra.
Armando ya pagó
su boleto y no se molesta en calcular cuánto ganará el empresario cada domingo.
En los rincones, se improvisan grupos y se consolidan con paciencia admirable,
allí prolongan sus ambiciones de eternidad, intercambian frases como cortesía
no hacia los demás sino hacia la mínima práctica del idioma, apenas alteran la
expresión al ver a un conocido, se ríen por etapas, nunca de golpe, jamás la
efusión de la cantina, nunca la risa junta en un solo lugar, más bien
espaciada, por tramos, para que vaya relacionándose con una idea segmentada de
la realidad o de lo que sustituye a la realidad en caso de duda.
En las escaleras, estos chavos —amigos de amigos de los de la tocada, groupies sin saberlo, conocidos de sí mismos— aguardan cualquier acontecimiento que los libere del hechizo de la espera, de ésta o de la que emprenderán dentro de un rato.
En las escaleras, estos chavos —amigos de amigos de los de la tocada, groupies sin saberlo, conocidos de sí mismos— aguardan cualquier acontecimiento que los libere del hechizo de la espera, de ésta o de la que emprenderán dentro de un rato.
Significados / Presiones
¿Qué lugar ocupan
los hoyos fonquis dentro de la subcultura juvenil? Vaya uno a saberlo, mejor la
dejo de ese tamaño y verifico, en medio del denso y golpeante sudor (un sudor
como marejada o clima artificial, trastorno ecológico, sudor de precipitaciones
y descensos, sudor que es una rendición prolongada por una resistencia, el
sudor como visión del mundo), las razones para identificar rock y sexualidad,
las simpatías del instinto están con el diablo.
Los chavos bailan
con acometividad tribal, se elevan y rugen o empeñan sus condiciones naturales
y el vértigo de su desplazamiento en la realización del baile. El baile es un
instrumento político del cuerpo, una prolongación que exige formas adecuadas,
formas que no deben contradecir el temperamento de su creador. La coreografía
es culpa y expiación, ponte teológico Eulogio, o crimen y castigo o sentido y
sensibilidad. Lo febril es lo tranquilizador, y una carga de sexo retenido (o
frustrado o mal avenido con la furia de la explosión demográfica como
recompensa de la pobreza) se va desinhibiendo y esparciendo, entre turbanadas y
aglomeraciones de sudor.
Sí, a lo mejor es
cierto, estos chavos encuentran más tedioso y sofocante el aire de afuera, el
aire de la represión en todos los órdenes que preside el paseo de Chapultepec o
el más desenfrenado de los actos sexuales, la represión que deprime o aniquila
las energías, la virginidad femenina es una afrenta expropiable y se es macho
para que nadie dude de la hombría, somos un país muy moral. Con las limitaciones
previsibles y lo espontáneo de los descubrimientos masivos, cada domingo en los
hoyos fonquis, los dos o tres que regula con avaricia la ciudad, los chavos y
las chavas reencuentran que la relación profunda entre el rock y la sexualidad
(no lo dicen si es que lo saben) es siempre de otra manera y con otras palabras
y ellos gritan y gesticulan y se arremolinan y se agolpan y se liberan —de las
ceremonias colectivas líbranos Autoridad— del paso muerto de todas las
exaltaciones y relajamientos que ese día, esa semana, ese año, no pudieron
tener.
Intimidad / Proximidad
Y la chava baila
sola, va sola, accede al giro y a la simulación del ballet. Nadie le falta al
respeto entre otras cosas porque aquí nadie cree en lo que las buenas familias
entenderían por respeto, ésa no es la onda, se viene a oír las grandes rolas,
aunque todavía no haya bronca contra la moral sexual dominante, aún se le pide
a la nena que sea buena y a la niña otro besito y la atención está puesta en
agotar el sonido grueso, y la chava sigue bailando, abstraída, inmersa, muy
acá, y entonces uno sabe lo que significa “muy acá”. “Muy acá” es muy acá, nada
de distanciarse un milímtero, se trata de quedarme inmovilizado, no
desplegarse, ni huir del reventón, la tocada es aquí justamente, la chava es
muy acá, la chava mueve su cuerpo sin meterle demasiado ritmo para no
precipitarse en la rumba, solo muy acá. Genaro y Armando bailan solos, entre
sí, con todos los demás. Este domingo, entre organizaciones y estrategias de un
sudor dividido en estalactitas y estalagmitas, al compás del rock macizo, el
hoyo fonqui está muy acá.
El norte de la ciudad
Todo lo nuevo
sucede primero en el norte de la ciudad, en medio de la concentración de
loncherías, tlapalerías, autoservicios, vulcanizadoras, estudios de fotografía,
refaccionarias, billares, baños de vapor, estanquillos, misceláneas,
camioneras, ricas carnitas, mecánica automotriz, cementerios de automóviles,
perros callejeros. Se venden flechas y diferenciales. Al norte de la ciudad lo
ha vuelto compacto la ausencia de “zonas residenciales” y su carácter de orbe
cerrado a la comprensión de una estética tradicional y de una estética
vanguardista. Es la opresión visual, la sucesión de fachadas lúgubres y
ruinosas, prematura o logradamente ruinosas; es el agobio y los
embotellamientos, el ruido incesante, la muerte de los espacios verdes, la ira,
la indefensión, el odio, la impotencia.
En el norte de la
ciudad perdura el más antiguo de los hoyos fonquis, o salones rocanroleros, el
Salón Chicago (sito en la calle Felipe Villanueva), con su apariencia de casa
de familia modelo obsesionada por el amplio espacio y los azulejos y
domesticada por el rumbo de Peralvillo y las bajas posibilidades adquisitivas.
Sitio que amparó a una casa de huéspedes o a un fallido salón de quinceañeras,
el Chicago es un emplazamiento estratégico y una vocación adquirida de sus
habituales, a quienes antes se conocía como “muchachada” y ahora designan como
el Personal.
El Personal. ¡El
Personal!!! Los asistentes están uniformados en su inmensa mayoría por signos
culturales y raciales. A su cultura la han nutrido las horas-TV y la
indiferencia filosofal de los pósters y el anudamiento con sus radios de
transistores y esa hambre de internarse en los vericuetos de la “modernidad”:
un ruido/una música/una experiencia; a su cultura la guían los gustos
reaparecidos a la hora de elegir camisas y chamarras y sombreros de western y
pantalones acampanados o de pata de elefante, los gustos dictaminados por una
publicidad babilónica. Por otro lado, y para decirlo de una vez con palabras
fatales, son nacos y se les nota. Como nacos, deslizarse orgullosamente en un
agujero es aventura de todos los días. Como nacos, se sienten y son desplazados
de un centro que conserva señales de identidad excluyentes y exclusivas. ¡El
naco en México! Aquel que no niega desde su apariencia su adhesión a la Raza de
Bronce clang! clang!, que es prietito de los meros buenos, que ha recibido de
una fracturada clase media y una ensoberbecida burguesía el calificativo que
aísla y degrada: naco, que a la letra dice sin educación y sin maneras, feo e
insolente, sin gracia ni atractivo, irredimible, imagen inferiorizada de un
país menor, lleno de complejos, resentido, vulgar, grueso, con bigotes de
aguamielero, le va al Santo, masca chicle y en su casa no lo saben.
El naco se sabe y
se contempla jodido, ahuyentado, siempre de aquel lado de la barrera. Pero
saberse naco no es aceptarse como tal y de modo combativo, y así el susodicho
actúa en la desesperanza, sin palabras, sin conceptos organizativos, sin acceso
a una conciencia reivindicatoria. El largo abrazo de la Unidad Nacional lo ha
proscrito, lo ha dejado de lado, lo ha incluido ocasionalmente en acarreos, lo
ha acorralado en el júbilo de los festivales “cívicos” donde los intérpretes y
favoritos desgranan las canciones de moda. Y luego de las elaboraciones
sexenales sobre el destino de la Patria, la Unidad Nacional —lucha de clases,
¡absténte!— lo ha dejado en la golpeada fascinación del desempleo, en el taller
del maestro López, en la búsqueda de camisetas con inscripciones apantallantes.
Desde el proletariado o desde el lumpenproletariado, desde las aglomeraciones
familiares, desde esa búsqueda de agua, drenaje y electricidad del nuevo
encuentro de las tribus de Aztlán, el naco se deja venir, cada vez más numeroso
y avasallante, como la presencia masiva que ya define al Distrito Federal.
Clama la decencia
azorada. El arquitecto Mauricio Gómez Mayorga en belicoso artículo declara:
“Están convirtiendo a México en la Gran Changotitlán”. ¡Los changos, los
simios, los nacos! Con su rostro declaradamente torvo, con sus facciones que
tanto contrarían al ideal de perfección publicitario. ¿Dónde la rabia superior?
¿Dónde las expresiones arrobadas de quien se abisma en la pausa que refresca?
¡La Gran Changotitlán! Cada estación del metro vomita nacos en oleadas, con sus
chamarras grasosas y sus pantalones vaqueros y sus camisas floreadas y su risa
desdeñosa para los cuates. ¡Qué ganas de molestar! ¿Cómo vamos a ser una nación
contemporánea si esos tipos arruinan, fastidian, mellan, vulneran el paisaje?
Por lo demás, ¿quién redime a México de la carencia de una estética que
justifique y exalte el país? Grecia tiene el Partenón y Roma la Capilla Sixtina
y Francia dispone de París entero y los museos atestiguan los ideales de
perfección clásica de Occidente, pero México cuenta con grupos de señoras de
Las Lomas y el Pedregal visitando ruinas y capillas pozas en medio de difusas
explicaciones de la pintura virreinal.
Soltar vapor
En el Salón
Chicago cada semana se congregan de mil a mil quinientos chavos, ávidos de
emociones a todísima. A lo que estos chavos vienen es a soltar vapor. Durante
la semana los regaña y los friega el agente de tránsito, los regaña el maestro
del taller, o el gerente del almacén, los regañan en su casa porque no
consiguen chamba. Llega el domingo y de lo único que tienen ganas es de soltar
vapor.
“Soltar vapor”,
el desgaste funcional, desahogarse, consumarse en catarsis diminutas o máximas,
extenuaciones y cumplimientos de la voluntad, instantes y horas de la descarga,
el desfogue, la intensidad como grito y palmoteo y alarido y respiración
agitada. En el escenario del Chicago, sobre ese templete con su pasarela, un
grupo no muy interesante con su cantante invitado a quien le llaman “el Grueso”,
el personaje obviamente felliniano que se ostenta como freak. El Grueso alienta
y alerta al público, entiende su papel como incitador y concentrador del vigor
de las masas, amenaza con un striptease, se quita la camisa, le arrebatan la
bufanda, lucha por ella, acuden en su auxilio, alguien desciende al centro de
la masa hirviente y da golpes, se rescata trozada la bufanda, el Grueso explica
que era un regalo muy querido de un músico inglés pero que no importa está
ahora el pedazo en mejores manos, el público al que ama y que lo sigue en su
show no muy estremecedor.
El Grueso culmina
renunciando a su camisa y arroja el resto de su bufanda y amenaza con dejarse
caer sobre la densa y compacta masa y repite un chiste y cuenta que la última
vez que se lanzó así le cayó a un cuate de 18 años que le cobraron como si
fuese nuevo. Irrumpe el intermedio y los músicos del siguiente grupo acomodan
sus instrumentos y el Personal se impacienta y chifla, el aplauso no es ya aquí
la medida de todas las cosas, pueden aplaudir o rugir o emitir lo que los
antiguos conocían como “palabrotas”, el estallido de las ovaciones puede ser
menos significativo que un chiflido penetrante como una devastación.
El manejo del
público. A un grupo le ha estado fallando el sonido y el Personal se ha
encrespado y para que haya la paz, el pianista/maestro de ceremonias grita
“¡Viva México!” y la raza esencializa su respuesta en un rugido, y el chavo en
el micrófono vuelve a gritar “¡Viva México!” y halla idéntica rugiente
respuesta y entonces como contraataque exclama a todos sus decibeles “¡Viva
Estados Unidos!” y la rechifla prosigue no sabemos si aumentada, pero es
suficiente para que el chavo pianista diga “Ya ven ah, verdad?”. Entonces
“¡Viva México!”, y en todo ese juego elemental de controles y persuasiones el
Personal se aliviana, arrecia su densidad o se hace a un lado como cuando el
Grueso prometió lanzarse y se engendró un espacio de respeto o miedo o como
cuando el Grueso lanzó el último pedazo de su bufanda y los chavos revivieron
el momento de la piñata o del botín en la residencia solitaria y se arrojaron a
la ansiada rapiña empujándose y aventándose y echando un relajo bien efectivo.
Adviene el nuevo
grupo, llegado de Guadalajara, que responde al ornamentado nombre de Toncho Pilatos
y —para uno, observador entusiasta— el espectáculo sufre un vuelco cualitativo.
Porque su cantante y líder, el propio Toncho Pilatos, es un naco definitivo,
pómulos acentuados, tez cobriza, mata (cabellera) pródiga que acentúa el
aspecto de comanche o de sioux. A la segunda canción, Toncho Pilatos ha
definido su estilo y pretensión: crear el rock huehuenche, utilizar elementos
indígenas y fundirlos con el rock muy heavy. Pretensión y estilo se centran y
se desbordan en la figura de Toncho, que puede recurrir a ocho o diez maracas
para agrandar su vocación de Mick Jagger convertido en danzante de la Villa de
Guadalupe, la violencia orgásmica de la tradición del rock que adquiere la
monotonía pausada, la repetición estremecedora del danzante indígena. “No hizo
igual con ningún otro conjunto”.
El mensaje, si
uno puede desprenderlo aunque nadie lo dicte o elabore conscientemente, es muy
claro: Naco is beautiful, como antes black ha sido beautiful y, en ciertos
sectores chicanos, brown ha demostrado ser beautiful. A los sectores marginados
les corresponde allegarse nociones de prestigio, les corresponde desbaratar la
marginalidad y los prejuicios de, por ejemplo, una sociedad que sólo acepta la
belleza criolla como consuelo por no poseer la belleza nórdica. El feroz
racismo mexicano ha confinado a la enorme mayoría de un país y le ha señalado
su ausencia de atributos verdaderos, ha ponderado la excelsitud incompartible
del físico de las minorías, ha extirpado con brutalidad cualquier sueño de los
jóvenes nacos ante el espejo. ¿Quién los defiende, si en los mass-media
incluso, para representar a una sirvienta llamada María Isabel se usó a una
rubia llamada Silvia Pinal?
Por eso Toncho
quizás a pesar suyo, pero no necesariamente, es una reivindicación. Naco is beautiful
proclaman su arrogancia y el paso reiterativo de quien le ofrece a la Morenita
la seriedad de su obsesión y monomanía coreográficas. Y esa representación de
aspiraciones raciales y culturales consigue la atención absorta del público, la
transformación del baile en concierto, el Chicago es Bellas Artes, el rock
huehuenche es la música clásica de este sector de la generación de nacos que se
contempla y se refleja en pasos y gritos y ademanes de rechazo y desprecio.
Vaga, oscura, confusamente, Toncho está afirmando que Naco is beautiful y está
siendo aprobado entusiastamente por una audiencia vivamente concernida por las
consecuencias estéticas y psicológicas del aserto (aunque no se atreva a
verbalizarlo).
Los hijos de Calles y la Coca-Cola
Sin duda, el naco
es el descendiente legítimo del pelado y del lépero, esos fantasmas del
latifundismo urbano, la gleba hirviente en los numerosos motines del XIX, los
saqueadores del Parián, los incapaces de ilustración y gracia y refinamiento y
distinción, los del pelambre hirsuto sobre los labios, los caricaturizados
alegremente —junto a una “changuita” (sirvienta) de moños colorados— por
Audifred y cruelmente (espantándose las moscas) por Abel Quezada. Nacos somos
todos pero la naquiza, ese plural inferiorizador, sólo designa a una turba
despojada y crédula y finalmente dócil, envilecida por los mass-media, entre el
desempleo y el subempleo, azotada entre pésimas rolas, alivianada entre los
cuates, educada en lo que a política sexual se refiere por las conversaciones
en la esquina o del atento estudio de fotonovelas como Casos de Alarma o Valle
de lágrimas. Son los empleaditos y los aprendices y los vagos y aquellos que a
la familia ni por aquí se le pasó que estudiaran, los seres cuyo entusiasmo se
condiciona para que no lo opaque la sordera y que, símbolos del caos emergente,
se van extendiendo y centuplicando, impregnando de nuevo de turbas amagadoras
los edenes oníricos de la burguesía, convirtiendo en ghettos a las antaño
insolentes “colonias residenciales”. Brutal y triunfalmente, la naquiza es y
será de modo creciente, en su falta de politización y de salidas organizativas,
el panorama ominoso de las ciudades, el paisaje vencido y enérgico que rodea al
cada vez más dudoso ascenso de las clases medias y a las ruinas invictas de ese
enorme aparato de triunfo y humillaciones, la difunta y voluntariosa Revolución
Mexicana.
Los seres humanos piensan muy despacio.
Apenas entienden en las generaciones venideras.
—Stanislav Reyi Letz
Apenas entienden en las generaciones venideras.
—Stanislav Reyi Letz
Carlos Monsiváis.
Escritor. Entre sus libros: Escenas de pudor y liviandad, Los
rituales del caos y Amor perdido, entre otros.
Texto tomado de La cultura en México, suplemento
de Siempre!, 20 de enero de 1976, número 728.
Texto tomado de La cultura en México, suplemento
de Siempre!, 20 de enero de 1976, número 728.
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De Revista NEXOS
(México), 01/10/2010
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