La visita del
amante es lo más delicioso que hay en el mundo”, escribió Sei Shonagon
(968-1025 d.C.), asistente de la emperatriz Sadako, en su diario. Pero ese
visitante podría llegar a avergonzarla, como aquella vez en que el Capitán
Medio de la División de los Guardias de la Izquierda se quedó a dormir en casa
de la escritora sobre una estera de paja en la cual ella había dejado olvidado
su cuaderno personal. Al levantarse por la mañana, el oficial lo sustrajo y así
habría comenzado a circular lo que pronto sería conocido como El libro de la
almohada, según relata la última anécdota de este clásico de la literatura
japonesa, tal vez como guiño de autoficción para dar a entender que la autora
no quería difundir sus confesiones.
“Sei Shonagon” fue el apodo de una mujer de no más de 30 años que trabajó como dama de compañía de una casi adolescente emperatriz en la década del 990, y “Shonagon” era el término que designaba su cargo en la corte como ayudante de menor rango, según la traductora Amalia Sato. La descripción de su rival literaria Murasaki Shikibu, autora del otro clásico en la misma época, El romance de Menji, coincide con la imagen que uno puede hacerse al leer este diario: culta, frívola, altiva o engreída, Sei Shonagon fue la creadora de un género híbrido que incluye ensayos digresivos, microrrelatos, catálogos, impresiones, argumentos y pautas de conducta que oscilan entre el pudor y el disparate.
Por ejemplo: detestable será quien se desee salud a sí mismo después de estornudar y grato será todo lo que llora de noche, excepto los bebés. Los niños y todos los hombres exitosos deberán ser regordetes, pues si son delgados se sospechará que tienen mal carácter. Raro es que un sirviente no hable mal de su amo. Vergonzoso es el corazón del hombre que cuando está con una mujer con quien se aburre no le demuestra su disgusto, sino que le hace creer que puede contar con él. Encantadora será “cualquier cosa, si es diminuta” y odiosa esa situación en la que “he cometido la locura de invitar a un hombre a pasar la noche en un lugar poco conveniente, y comienza a roncar”. Además, se sabe que “extrañas son las emociones de los hombres y extravagantes sus conductas: a veces un hombre abandona a una mujer bonita para casarse con una fea”.
Las listas de cosas inapropiadas, deprimentes, raras, sórdidas, encantadoras, desagradables, etc., son marcas de una originalidad y una capacidad de opinar que parecen atípicas en una japonesa del siglo X. Irónica, ociosa dentro de esa corte en la cual las mujeres debían tener muchas horas libres, Sei Shonagon muestra un notable grado de emancipación no a pesar de las reglas del palacio ni por disidencia o desobediencia, sino a través de una absoluta aceptación de esas estructuras inamovibles. En principio, se planta ante los varones como pares e incluso como subalternos intelectuales. Odia el espectáculo de los borrachos que gritan, a quien sin ningún encanto especial discurre sobre distintos temas como si lo supiera todo, al que la interrumpe cuando ella está contando una historia para agregar un detalle casual. Critica a aquellos que consideran frívolas a las cortesanas. Defiende la soltura con la que éstas miran a los ojos sin diferencia de rango y su derecho a no quedarse escondidas detrás de biombos y abanicos. También confiesa sentir desprecio por las amas de casa que sirven fielmente a sus maridos toda la vida, e imagina que si pudieran vivir un tiempo como damas de servicio en la corte conocerían otras delicias.
En El libro de la almohada también hay tormentas de nieve, cielos de luna llena, escenas de amor y llanto entre pájaros, pero destacan las anécdotas de infidelidad y seducción en la corte. El decoro indica que un buen amante deberá comportarse con elegancia tanto en la oscuridad como a la luz. Tendrá que demorar su partida, vistiéndose con lentitud, como si no quisiera que la noche acabase nunca. Luego emprenderá su regreso en la madrugada para escribir el poema de despedida que exige la etiqueta y enviárselo a ella antes de que el rocío se desvanezca sobre las enredaderas. Aunque esté somnoliento, escribirá sin prisa, evitando dar pinceladas desprolijas en esa caligrafía japonesa de líneas suaves. Ella esperará hasta el amanecer, sabiendo que una de las cosas más molestas es enviar un mensaje o respuesta a alguien y, luego de que el mensajero ha partido, encontrar un par de palabras para corregir.
Sei Shonagon habría muerto anciana y en la pobreza, como corresponde a su leyenda, luego de haber servido muchos años a la emperatriz. Tras haber relatado cómo perdió su diario en aquella visita inapropiada de un capitán, hay sobre el final del libro un epílogo que, se especula, pudo haber sido escrito por un copista póstumo para ordenar los fragmentos. Allí se dice que la autora escribió pensando que no iba ser leída por nadie, para su propio entretenimiento. Hay cierta burla a esas personas que hablan bien de lo que detestan y critican lo que les gusta. La legendaria autora les dice, simplemente: “Lamento que hayan leído mi libro”.
“Sei Shonagon” fue el apodo de una mujer de no más de 30 años que trabajó como dama de compañía de una casi adolescente emperatriz en la década del 990, y “Shonagon” era el término que designaba su cargo en la corte como ayudante de menor rango, según la traductora Amalia Sato. La descripción de su rival literaria Murasaki Shikibu, autora del otro clásico en la misma época, El romance de Menji, coincide con la imagen que uno puede hacerse al leer este diario: culta, frívola, altiva o engreída, Sei Shonagon fue la creadora de un género híbrido que incluye ensayos digresivos, microrrelatos, catálogos, impresiones, argumentos y pautas de conducta que oscilan entre el pudor y el disparate.
Por ejemplo: detestable será quien se desee salud a sí mismo después de estornudar y grato será todo lo que llora de noche, excepto los bebés. Los niños y todos los hombres exitosos deberán ser regordetes, pues si son delgados se sospechará que tienen mal carácter. Raro es que un sirviente no hable mal de su amo. Vergonzoso es el corazón del hombre que cuando está con una mujer con quien se aburre no le demuestra su disgusto, sino que le hace creer que puede contar con él. Encantadora será “cualquier cosa, si es diminuta” y odiosa esa situación en la que “he cometido la locura de invitar a un hombre a pasar la noche en un lugar poco conveniente, y comienza a roncar”. Además, se sabe que “extrañas son las emociones de los hombres y extravagantes sus conductas: a veces un hombre abandona a una mujer bonita para casarse con una fea”.
Las listas de cosas inapropiadas, deprimentes, raras, sórdidas, encantadoras, desagradables, etc., son marcas de una originalidad y una capacidad de opinar que parecen atípicas en una japonesa del siglo X. Irónica, ociosa dentro de esa corte en la cual las mujeres debían tener muchas horas libres, Sei Shonagon muestra un notable grado de emancipación no a pesar de las reglas del palacio ni por disidencia o desobediencia, sino a través de una absoluta aceptación de esas estructuras inamovibles. En principio, se planta ante los varones como pares e incluso como subalternos intelectuales. Odia el espectáculo de los borrachos que gritan, a quien sin ningún encanto especial discurre sobre distintos temas como si lo supiera todo, al que la interrumpe cuando ella está contando una historia para agregar un detalle casual. Critica a aquellos que consideran frívolas a las cortesanas. Defiende la soltura con la que éstas miran a los ojos sin diferencia de rango y su derecho a no quedarse escondidas detrás de biombos y abanicos. También confiesa sentir desprecio por las amas de casa que sirven fielmente a sus maridos toda la vida, e imagina que si pudieran vivir un tiempo como damas de servicio en la corte conocerían otras delicias.
En El libro de la almohada también hay tormentas de nieve, cielos de luna llena, escenas de amor y llanto entre pájaros, pero destacan las anécdotas de infidelidad y seducción en la corte. El decoro indica que un buen amante deberá comportarse con elegancia tanto en la oscuridad como a la luz. Tendrá que demorar su partida, vistiéndose con lentitud, como si no quisiera que la noche acabase nunca. Luego emprenderá su regreso en la madrugada para escribir el poema de despedida que exige la etiqueta y enviárselo a ella antes de que el rocío se desvanezca sobre las enredaderas. Aunque esté somnoliento, escribirá sin prisa, evitando dar pinceladas desprolijas en esa caligrafía japonesa de líneas suaves. Ella esperará hasta el amanecer, sabiendo que una de las cosas más molestas es enviar un mensaje o respuesta a alguien y, luego de que el mensajero ha partido, encontrar un par de palabras para corregir.
Sei Shonagon habría muerto anciana y en la pobreza, como corresponde a su leyenda, luego de haber servido muchos años a la emperatriz. Tras haber relatado cómo perdió su diario en aquella visita inapropiada de un capitán, hay sobre el final del libro un epílogo que, se especula, pudo haber sido escrito por un copista póstumo para ordenar los fragmentos. Allí se dice que la autora escribió pensando que no iba ser leída por nadie, para su propio entretenimiento. Hay cierta burla a esas personas que hablan bien de lo que detestan y critican lo que les gusta. La legendaria autora les dice, simplemente: “Lamento que hayan leído mi libro”.
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De PERFIL,
03/09/2016
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