ELENA ROMÁN
¿Te imaginas que
los detergentes para vajillas no fueran tan eficaces como aseguran sus
fabricantes, y no borraran las huellas de los labios y dedos que se posan en
las tazas, vasos, platos y cubiertos? ¿Que el cristal, el acero y la loza,
conservaran desde el primer hasta el último aliento de quienes saciaron su sed
o su hambre en ellos? ¿Que en un mismo vaso convivieran las pulsiones de un
niño de tres años y una niña de siete siglos, del esposo que pernocta en los
sexos clandestinos, de la vecina indiscreta, del suegro que sorbe (por
costumbre) y babea (por la edad), de la cuñada subjetiva, de los amigos
cómplices de uno u otro bando, de la madre indignadísima a la vez que neutral,
de todos cuantos se internaron en el hogar figurado y degustaron cualquier
bebida o manjar? ¿Que ninguno de los mil y un lavados hubieran hecho
desaparecer la presión de la carne sobre el aparentemente inmutable ajuar
compartido?
¿Te imaginas que,
al acercar un día tu boca a una copa, vieras todas las firmas de la traición y,
sin pánico ni asco, pegaras tus labios a ese apócrifo cáliz y bebieras de las
farsas licuadas, y sintieras que el agua que corre por tu garganta es un cúmulo
de salivas calientes e infecciosas que sólo inducen a la autocompasión y al
vómito?
(Estrellas la
copa contra la pared. Lanzas los cubiertos como dardos contra el telón
invisible, los platos contra el techo. Te cubres la cabeza con los brazos para
protegerte del orgullo que cae, hecho añicos).
¿Te
imaginas?
Te lo
crees.
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De EL BLOG TARDÍO DE ELENA ROMÁN, 26/11/2011
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