Mocorito,
Sinaloa.- Ahí va, con el pantalón y esa camisa de mezclilla que usa desde que
alguien le dijo que Albert Einstein no se cambiaba de ropa para no perder el
tiempo. El profesor Cruz Hernández camina entre un monte agreste, protegido por
enormes ceibas, huanacaxtles y coloridas amapas. Recorre el monte y sus zapatos
ya están cubiertos de una coraza terregosa que se engrosa a cada paso, como si
en algún momento se fuera a quedar atrapado en el lodo.
Es 9 de enero de
2007 y, en un lugar llamado Recoveco, el viento saluda con un fresco que
arranca una sonrisa hasta al más huraño del pueblo. Nada qué ver con el
abrasante calor de más de 40 grados que en julio y agosto convierte a una parte
de sus pobladores en fantasmas. Es uno de esos días en los que el profe Cruz
aprovecha lo más que puede para trabajar en su pequeño mundo: una reserva
personal de 12 hectáreas que ha ido cultivando y reforestando con más amor que
dinero, suficiente para convertir ese espacio en un santuario de animales que
ya sólo aparecían en las historias de los más viejos: venados, tejones,
cochinos salvajes y las ruidosas chachalacas.
Él y su silencio.
Ora corta la maleza, ora limpia los cercos de hierba, cuando una llamada lo
devuelve al mundo. La ha esperado por años, tanto que casi había perdido la
esperanza.
A las 5:30 de la
tarde suena su teléfono móvil, un pequeño artificio negro de bajo costo que
además de permitirle hacer y recibir llamadas, envía mensajes de texto y sirve
de linterna con sólo aplastarle un botón.
Cruz Hernández
observa el número que aparece en la pantalla. Lo reconoce de inmediato.
¿Cuántas veces lo ha marcado? Tantas que ha perdido la cuenta.
—¿Bueno?
—contesta él.
Al otro lado de
la línea se escucha la voz suave de una mujer.
—¿Señor Cruz?
—Sí.
—Permítame, le va a hablar don Gabriel…
—Sí.
—Permítame, le va a hablar don Gabriel…
En ese preciso
instante el aire se quiebra.
***
Cruz Hernández es
el primero de 10 hijos de un campesino oriundo de un lejano pueblo conocido
como Tempoal, en el norte de Veracruz. Desde su infancia todo apuntaba a que
repetiría la vida de su antepasado: ayudarle a hurgar en el campo terregoso, a
arriar al ganado remolón y a la escasa siembra de maíz. Así parecía hasta que
llegó a la secundaria y miró por la ventana un mundo paralelo: abrió su primer
libro. Lo recuerda como el marinero a las estrellas:
—¿Nada para el
coronel?
El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza:
—El coronel no tiene quien le escriba.
El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza:
—El coronel no tiene quien le escriba.
El personaje era
tan parecido a su abuelo, que de inmediato lo abrigó en su pecho adolescente, a
un lado del corazón, dejando apenas espacio para un tranquilo latir. La vida
sería otra a partir de entonces.
En esos tiempos
buscaba leer todo lo que estuviera firmado por un tal García Márquez. Ahí se
encuentra el inicio de su obsesión. Cursó la preparatoria, después la carrera
de Agronomía y obtuvo una plaza de maestro en el Centro de Bachillerato
Tecnológico Agropecuario (CBTA).
Sólo había un
inconveniente. El empleo estaba lejos de su hogar, hasta un ejido de altas
temperaturas: Recoveco, municipio de Mocorito, Sinaloa, un pueblo rural de unos
mil 600 habitantes.
Ya tenía una
carrera, pero no le bastó y decidió estudiar una segunda: Veterinaria. Con esta
profesión y la de su esposa Alma del Carmen, médica, le bastó para ganarse la
buena voluntad de la gente de Recoveco, sobre todo cuando la pareja prometió
replicar aquella máxima de Juvenal Urbino en El amor en los tiempos del cólera:
“En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres”.
Han pasado más de
dos décadas desde aquellos días y él sigue auscultando animales en los corrales
del pueblo, aconsejando a campesinos sobre sus cultivos e impartiendo clase en
los salones del bachillerato.
Pero en Recoveco
nada ha identificado tan bien al profe Cruz como esa manía por la lectura que
carga desde que se topó por primera vez con El coronel no tiene quien le
escriba, y que ha tratado de inyectar en niños y adolescentes. Por eso, cada
que en el pueblo ve a un joven ocioso, suelta como sapo una pregunta que
siempre guarda debajo de la lengua: “Y tú, ¿qué estás leyendo?”.
La técnica ha
dado buenos resultados. Al paso de los años los alumnos pedían más y más libros
hasta que un día, cuando el calendario mostraba las primeras hojas de marzo de
2003, se le ocurrió invitar a la plebada a realizar una actividad distinta a la
de leer en soledad.
—Hey —les dijo—,
hay que hacerle una tertulia al Gabo.
***
Ese 6 de marzo de
2003 el profe Cruz llegó muy temprano al CBTA de Recoveco, donde ya los alumnos
lo esperaban.
Con esa
parsimoniosa voz colmada de explicaciones no solicitadas que lo hacen parecer
un narrador de cuentos improvisados, el profe empezó a dar instrucciones a los
jóvenes que le ayudaban a colocar manteles blancos y largos, a encender el
micrófono de la escuela…
—Ayúdame con la
bocina, Juan. Ésta tiene que ir aquí para que se escuche bien —dijo el profe a
uno de los bachilleres, justo el día en que se celebraba el aniversario número
76 del nacimiento de Gabriel García Márquez.
La sala de
encuentro —un auditorio de paredes blancas con hileras de sillas azules— se
convertía de a poquito en un pedazo de Macondo, el pueblo de Cien años de
soledad donde vivía una estirpe de locos caídos en desgracia que irónicamente
se apellidaban Buendía.
El profe colocó
en un florero los girasoles silvestres que cortó de entre las parcelas verdes
de maíz sembradas a un costado de la escuela. De una vieja grabadora escapaban
los ritmos del vallenato, el mismo que tantas noches llenó de alegría las
caderas del Gabo.
Unos 10 jóvenes
de preparatoria, en su mayoría mujeres, empezaron a contar las lecturas que
habían hecho de García Márquez. Hablaron de El coronel no tiene quien
le escriba, Crónica de una muerte anunciada, Los funerales de la Mamá Grande, la infaltable Cien años de soledad, La
increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, El
amor en los tiempos del cólera y La hojarasca.
Juan Carlos
deseaba que por cada página que leía de Cien años de soledad, surgieran 10 más;
Juan Luis gozaba con el encuentro porque decía que escuchar a sus compañeros le
permitía leer “un chingo de libros” en un solo día; y María Antonia, una
jovencita que vivía en un poblado aún más pequeño y escondido que Recoveco,
confesaba que había soltado el llanto cuando leyó la última palabra de Cien
años de soledad. El fin de la estirpe.
Los participantes
habían encontrado en los textos pizcas de ellos mismos, de sus familias y de
sus pueblos. No era imposible, en el campo aún viven las historias de fantasía
y ese sencillo hábito de contar cuentos en las noches sin luna, con el café de
olla sobre la hornilla humeante atizada con leña.
Al paso de una
hora y media los jóvenes detuvieron la charla, aumentaron el volumen de la
música que se fugaba del anciano equipo de sonido, uno de ellos se puso de pie
y empezó a improvisar unos pasos de vallenato en una zona donde el corrido
ligado al narcotráfico es un rosario repetido día a día.
Pero en esa
ocasión, y en voz de Carlos Vives, el vallenato fue el vencedor.
Acordate
Moralito de aquel día
que estuviste en Urumita
y no quisiste hacer parranda.
Te fuiste de mañanita,
sería de la misma rabia.
Te fuiste de mañanita,
sería de la misma rabia…
que estuviste en Urumita
y no quisiste hacer parranda.
Te fuiste de mañanita,
sería de la misma rabia.
Te fuiste de mañanita,
sería de la misma rabia…
La tertulia salió
tan bien que Cruz Hernández no se resignó a dejarla en el libro del anecdotario
del pueblo o en las fotos que alguien tomó y subió al blog del CBTA 133 de
Recoveco. Fue entonces cuando este profesor se juró a sí mismo lo que tarde o
temprano cumpliría.
—Esto lo tiene
que saber el maestro García Márquez.
***
Días después el
profe Cruz Hernández marcó a la revista Proceso —donde García Márquez había
colaborado— para pedir el teléfono del escritor. Llamó al número que le pasaron
y una cálida voz le respondió. Era Mónica Alonso, la asistente del colombiano.
Le explicó
entonces que en el CBTA 133 le habían hecho un pequeño homenaje realizado por
un grupo de estudiantes hijos de obreros y campesinos, en una vaina llamada
Recoveco, Sinaloa, y que si le interesaba podía bajar las fotos del sitio web
del centro escolar. También le dejó el correo que usaba y sigue utilizando
desde entonces: cruzmacondo@hotmail.com.
Mónica Alonso vio
las fotos de los jovencitos bien nutridos de letras y se las enseñó a García
Márquez. El profe Cruz siguió con su vida y al paso de siete meses, un 21 de
octubre de 2003, exactamente a las siete de la noche con 51 minutos, recibió
una respuesta:
“Sr. Cruz. Le
escribe Mónica, de casa de Don Gabriel García Márquez para avisarle que el
viernes 17 de oct, como al media día y por correo normal, salieron para
allá tres paquetes con los libros que le comentaba. Van a su nombre y nos
dieron los siguientes números de paquetes: 722, 723 y 724. Por favor avíseme
cuando los haya recibido y en qué estado llegaron. Muchas gracias, Mónica
Alonso”.
En cuanto terminó
de leer el correo, Cruz Hernández lo imprimió, lo enmarcó y lo colgó en la sala
de su casa. Ahí permanece. Intocable. Inmaculado.
Envueltos en
papeles amarillos, a los días llegaron los primeros tres paquetitos con más de
mil libros, salidos desde la mismísima casa de Gabriel García Márquez hasta esa
vaina llamada Recoveco, Mocorito.
Pasaron los
meses, los años y Cruz Hernández no dejó de llamar a Mónica Alonso, cada vez
más motivado a pesar del desgaste de ese maratón de infamias al que llamamos
vida, porque don Gabriel no había dejado de mandarle libros para el club de
lectura que había consolidado desde la tertulia de 2003, y que bautizaron como
La Hojarasca en honor a la primera novela publicada por el Gabo.
De pronto, como
si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía
bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada,
formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos:
rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil.
A cambio, el
profe le enviaba de vez en vez a García Márquez cajas con lichis jugosas,
rellenas de vida de las tierras y las aguas de Recoveco. Fue la mejor forma
que Cruz encontró de mostrar su agradecimiento al escritor. La relación
con García Márquez a través de Mónica Alonso se había tejido como se tejen las
novelas, con paciencia. Tres años después, en 2006, Cruz Hernández imaginó un
nuevo objetivo de vida: “conocer al maestro”. Sin pensarlo demasiado, escapó de
Recoveco en dirección a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Ahí,
en el inmenso auditorio Juan Rulfo, entre el bullicio, los aplausos y los
flashes, lo vería por primera vez en persona. “Ahí estaba, acompañado de Carlos
Monsiváis, Carlos Fuentes y de José Saramago. ¡Vaya grupo! Todos canos,
elegantes y plenos. Se apapachaban, se disfrutaban, se querían con cortesías de
caballeros sabios”. En el salón no cabía uno más, pero Cruz Hernández le dio
unas brazadas al aire para hacer espacio y acomodarse a un costado de la última
fila de asientos. Aquella era una oportunidad única para saludar a García
Márquez, para decirle que él era ese profe de Recoveco al que le enviaba
libros; el mismo que con enorme gusto le enviaba cajas de lichis preciosas
hasta la puerta de su casa; que era él quien organizó esa tertulia de 2003 en
su honor, que se repetía año con año, siempre en su cumpleaños, y que desde entonces
se había creado un club de lectura llamado La Hojarasca con los cientos de
libros que el Nobel les había mandado.
Pero algo pasó,
algo paralizó al profe. Se quedó mirando a lo lejos. Frío. Inmóvil. Sólo
Melquíades, el gitano sabio de Cien años de soledad, el mismo que hace más de
un siglo predijo que dentro de poco el hombre podría ver lo que ocurriría en
cualquier lugar de la tierra sin moverse de su casa, sólo él podía saber lo que
Cruz Hernández sintió, lo que le impidió abrirse paso entre la masa de gente
que ensordecía con aplausos y gritos de admiración, para saludar al hijo de
Aracataca.
De regreso a
Recoveco el profe le marcó nuevamente a Mónica Alonso para contarle que había
ido a la feria del libro y que entre el tumulto, vio de lejos al maestro sin
saludarlo. Ella le respondió con algo que parecía un amable regaño: si en
realidad lo deseaba, lo hubiera podido hacer sin problema porque Gabo lo tenía
muy presente.
De nueva cuenta,
el aire se quebró.
***
Recoveco ya había
decidido ser el pueblo con más lectores de Gabo en Sinaloa y en todo México.
Por eso, en 2007, durante una reunión en la que los campesinos resolvían la
manera en que festejarían los 60 años de la fundación del ejido y la forma en
que podían agradecer a García Márquez los miles de libros que les había mandado
en paqueticos amarillos, Socorro Gámez Barajas, ejidatario del lugar, tuvo la
intempestiva idea de leer una de sus obras entre todos los habitantes. Se
hablaba tanto del escritor: que Gabo esto, que Gabo lo otro, que lo menos que
podían hacer era leerlo en comunidad.
La propuesta fue
abrazada por los habitantes, sobre todo por Cruz Hernández que para
entonces ya llevaba años con el club de lectura La Hojarasca. Sugirió leer la
máxima obra de don Gabriel: Cien años de soledad.
En todo el pueblo
se anunció el acuerdo. Se habló con los directores de las escuelas del lugar y
de las comunidades vecinas de Pericos y Calomato; se arregló la casa ejidal con
pacas de alfalfa y maíz en los costados, se montó una mesa con manteles largos
sobre la que colocaron tres libros para leer, unas flores amarillas y un
micrófono para turnarse la lectura.
—Nada puede salir
mal cuando hay flores amarillas —se le oyó decir al profe.
Como lobos que
acudían al llamado del aullido, se hicieron presentes el señor enfermero de la
botica, la dueña de la tienda de abarrotes, el vecino cascarrabias y el
muchacho que no quería ir pero que al final lo hizo.
Cada uno de los
tres libros cumplía con un propósito: uno era usado por el que estaba leyendo,
otro por quien debía seguir en la lectura, y uno más por el tercero en línea.
La idea era no perder el hilo de la lectura.
A las 10 de la
mañana de ese 11 de junio de 2007, día en que se recordaba la fundación del
ejido de Recoveco, empezaron a leer la novela, y mientras pasaban las páginas,
también avanzaba el reloj.
Tic, tac. Tic,
tac. Querían saber cuántas horas tardarían en leer el invencible Cien añosos de
soledad.
En Recoveco la
temperatura ambiente daba la sensación de marcar 40 grados centígrados, pero la
lectura se podía realizar sin inconvenientes porque la casa ejidal estaba
ventilada. Leyeron niños de preescolar y primaria; adolescentes, jóvenes,
maestros; hombres de bigote, botas y sombrero; señoras avejentadas por la vida
de campo, amas de casa, profesionistas.
Una de ellas fue
Alba, maestra jubilada de unos 60 años de edad. Tomó su lugar, cogió el
micrófono y antes de leer les contó una historia que ni el profe Cruz, su amigo
y colega, conocía. En su juventud, cuando se encontraba en trabajo de parto, escuchó
que a unos cuantos metros de ella el doctor no paraba de reír a carcajadas.
Pasaban los minutos y Alba seguía sudando y sufriendo los dolores naturales
antes de dar a luz mientras el médico seguía con sus risas; la señora sentía
arder de coraje y una vez que parió y tuvo al médico enfrente, le reclamó: de
qué se reía mientras ella pasaba uno de los peores dolores de su vida. El
doctor contestó que se carcajeaba de las ocurrencias del Gabo en Cien años de
soledad. Alba ya había aborrecido al doctor, pero cuando éste le confesó los
motivos de sus risas, también odió a la novela.
—Y dije: jamás
voy a leer ese libro —narró frente a los ejidatarios. Una vez contada su
historia, explicó que había acudido a la lectura porque el profe Cruz la
invitó, y fue hasta entonces cuando por primera vez probó la novela.
Tic, tac.
El señor Mayo
Labi, el eterno comisario al que ubican más por su apodo que por su nombre, no
perdió la oportunidad de subirse al tren de lectores. Mayo Labi no acostumbraba
leer literatura, pero no se perdería el festejo. Tomó uno de los libros, clavó
su mirada en el texto y fue deletreando.
—¡Es-toy
ha-blan-do!, gri-tó Úr-su-la.
Con sus 70 años,
tardó varios minutos en terminar una página completa, pero lo logró.
Tic, tac. Tic,
tac.
Como un batallón
de emergencia ante un indomable incendio, camiones con estudiantes de poblados
cercanos llegaban a reforzar. Los autobuses arribaban embarazados de decenas de
niños que se desparramaban en la casa ejidal.
—El que quiera
leer, bueno, y el que no, también —les decía el profe Cruz a los que se
resistían a tomar el micrófono para continuar con la lectura.
Después de las
ocho de la noche el salón casi se vació, pero pronto llegaron más lectores; los
que ya habían leído abandonaban el sitio y a las horas regresaban a preguntar:
“¿En qué página van?”. Tomaban café para no dormir, conversaban de cualquier
cosa y sacudían con chiras los zancudos hambrientos que merodeaban sus piernas.
Tic, tac. Tic,
tac.
Era la media
noche cuando, tras medio día sin tregua, el sistema eléctrico se colapsó, se
botaron las pastillas y las sombras invadieron el lugar. El plan podría
colapsar, como la luz.
La lectura se
interrumpió. El silencio avanzó de la mano de la angustia. El reloj seguía:
tic, tac. Tenían que moverse rápido. El profe Cruz llamó a un vecino, ése que
siempre arreglaba los problemas eléctricos, y en 20 minutos las lámparas
funcionaron nuevamente.
Tic, tac. Tic,
tac.
La madrugada se
convirtió en el momento más complicado. La participación bajó pero un grupo de
jóvenes se comprometió a terminar la empresa. Dentro y fuera del salón yacían
envueltos en sábanas en espera de su turno o permanecían sentados con las
piernas enredadas en casas de campañas. Minutos antes de las seis de la mañana,
el último lector pronunció con voz entumecida las palabras más esperadas de la
jornada: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una
segunda oportunidad sobre la tierra”. La sala fue arrasada por aplausos,
abrazos y gritos. Lo habían logrado: 19 horas con 50 minutos; más de 250
pobladores de Recoveco y de comunidades vecinas leyeron por completo Cien
años de soledad.
***
Cruz Hernández
observó el número que aparecía en la pantalla y lo reconoció porque lo había
marcado muchas veces, pero no podía creer que algún día le regresarían la
llamada, y menos en ese momento de soledad, el 9 de enero de 2007 a las 5:30 de
la tarde.
—¿Señor Cruz?
—Sí.
—Sí.
Al otro lado de
la línea, la voz de Mónica Alonso.
—Permítame, le va
a hablar don Gabriel…
—Sí.
—Sí.
Oyó, entonces, a
Gabriel García Márquez.
—Que fuiste a
Guadalajara…
—Sí, maestro.
—¿Y por qué no me saludaste?
—Sí, maestro.
—¿Y por qué no me saludaste?
En ese momento el
profe Cruz Hernández le iba a decir en broma que no lo había saludado por
vergüenza, porque había mucha gente enzapatada, pero no se animó. —No, maestro,
es que no se pudo. Estaba muy estricta la seguridad.
—No, me hubieras
mandado un recado con los que estaban ahí.
—Ah, no se me ocurrió.
—¿Pero vas a ir a la próxima?
—Sí maestro, sí vamos a ir.
—¿Cuántos van a ir? A Cruz Hernández le volaron las ideas por la cabeza como mariposas:
—Como unos 40, maestro.
—No, son muchos: ¡me vuelven loco!
—Ah, bueno, entonces más poquitos.
—Ah, pues ponte de acuerdo con Mónica, y allá comemos.
—Ah, no se me ocurrió.
—¿Pero vas a ir a la próxima?
—Sí maestro, sí vamos a ir.
—¿Cuántos van a ir? A Cruz Hernández le volaron las ideas por la cabeza como mariposas:
—Como unos 40, maestro.
—No, son muchos: ¡me vuelven loco!
—Ah, bueno, entonces más poquitos.
—Ah, pues ponte de acuerdo con Mónica, y allá comemos.
Cruz Hernández
acababa de hablar con el Nobel de Literatura y lo había tratado con naturalidad
y sencillez.
La fecha marcada
llegó, como lo hacen todas, y con ello el tiempo de acudir a la FIL de
Guadalajara en su edición 2007. Para entonces el profe Cruz ya tenía el
número de teléfono de la esposa de García Márquez, la señora Mercedes Barcha, y
le marcó cuando, junto con su esposa, sus dos hijos y un antiguo amigo, pisó la
recepción del hotel Hilton.
—Hey, no los vi
cuando llegamos. Súbanse, aquí estamos en el salón —le dijo por teléfono la
señora Mercedes Barcha.
El profe llegó al
lugar que lucía elegantemente alfombrado y de manteles largos. García Márquez
lo reconoció sin conocerlo y le hizo señas para que se acercara.
—Maestro, nomás
venimos a saludarlo —le dijo Cruz con la firme convicción de no ser imprudente.
—No, no, no. Pásenle para acá —los invitó el escritor mientas ahuyentaba a un Raúl Padilla, presidente de la FIL, que temía que fueran unos fanáticos incómodos e infiltrados de los que nunca faltan.
—No, no, no. Pásenle para acá —los invitó el escritor mientas ahuyentaba a un Raúl Padilla, presidente de la FIL, que temía que fueran unos fanáticos incómodos e infiltrados de los que nunca faltan.
Se sentaron en
una mesa aparte arreglada con un juego de girasoles al centro y, en cuestión de
minutos, García Márquez llegó con ellos. “Y yo, ¿dónde me siento?”.
Mercedes Azucena
Hernández Sapiens, hija de Cruz Hernández, llevaba consigo el libro El amor en
los tiempos del cólera. Por eso cuando el colombiano bromeó —“al autor de ese
libro yo lo conozco, y dicen que el libro es bueno”— y sacó su pluma para
firmarlo, la hija del profesor de Recoveco le mostró el punto exacto donde
debía de hacerlo.
—Y lo firma donde
dice: “Para Mercedes, por supuesto”, pero le pone una comita, y le escribe: “y
para Mercedes Azucena con un abrazo de su tío prestado: Gabo”.
El nombre de la
hija de Cruz Hernández no era casualidad, lo había decidido así por dos razones
principales: por la esposa de García Márquez, Mercedes Barcha, y por su suegra
Mercedes. Así mataba dos pájaros de un tiro.
Su hijo se llama
Omar Rigoberto, Omar por Torrijos y Rigoberto por un gran amigo de él. Cuando
Omar le mostró el libro a firmar, Vivir para contarla, Gabo le estampó la firma
y después le dijo: “Ya lo puedes vender”.
Omar se ruborizó,
pero sin saberlo Gabo le había obsequiado un guiño de aventura que podía soltar
frente a sus amigos al trote de los años; al cabo que como decía el Nobel en la
primera página del libro que acababa de firmar: “La vida no es la que uno
vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
A García Márquez
le interesaba mucho que el club de lectura La Hojarasca continuara, y lo que
más le gustaba es que los plebes se mantuvieran hojeando libros.
—Lo que sea, decía,
pero que lean. No me interesa que me lean a mí, pero que lean —recuerda el
profe que le dijo el escritor.
Cruz Hernández
mantuvo los lazos que había formado con el Nobel. Incluso una vez, a las 12
horas del día 12 de septiembre de 2012, lo visitó en su casa de la Ciudad de
México.
El profe llegó
media hora antes de la pactada a la casa de García Márquez y esperó
pacientemente afuera del lugar hasta que el reloj marcara el medio día.
Entonces tocó el timbre.
—¿Quién es?
—preguntó una mujer.
—Soy Cruz Hernández y vengo de Sinaloa —respondió.
—Soy Cruz Hernández y vengo de Sinaloa —respondió.
Abrieron la
puerta y lo condujeron al estudio de don Gabriel, un cuarto de paredes blancas
tapizado de libros y dividido del resto de la vivienda por un jardín
enverdecido. Ahí ya lo esperaban García Márquez y Mónica Alonso.
—Por ahí entran
los amigos —le dijo el Nobel cuando lo vio llegar.
El profe Cruz
sonrió y le entregó un ejemplar de Don Quijote de la Mancha firmado por todos
los alumnos del CBTA 133 que eran parte del club de lectura La Hojarasca.
Charlaron sobre Aracataca, Recoveco y el club, y ya entrados en la
conversación, mientras Cruz Hernández platicaba con el escritor, que ese día
portaba un traje negro de rayas grises combinado con unos botines oscuros de
broches dorados, le soltó que en Recoveco leían a los escritores más
reconocidos.
—Allá admiramos a
los grandes, como usted —le dijo con la intención de halagarlo.
—No, también hay que admirar a los pequeños —reviró don Gabriel.
—No, también hay que admirar a los pequeños —reviró don Gabriel.
A pesar de que ya
se había difundido la noticia de que la salud de García Márquez mermaba, jamás
imaginó que un grupo de mariposas amarillas pudieran llevarse las fotos de sus
recuerdos. Lo único que le quedó entre las cejas fue que el Nobel usaba un
aparato auditivo para escuchar de manera adecuada.
—¿Ya escuchó, don
Gabriel? —le preguntaba frecuentemente Mónica Alonso durante la conversación.
—Sí, lo estoy escuchando perfectamente —respondía.
—Sí, lo estoy escuchando perfectamente —respondía.
***
De todas las
ocasiones en que Cruz Hernández pudo intercambiar palabra con don Gabriel, hay
una que en este este día de marzo de 2015 —durante la entrevista realizada en
la biblioteca Juan Rulfo del CBTA 133, donde se halla toda la colección de
libros enviados por el colombiano en paqueticos forrados de papeles amarillos—,
recuerda con un orgullo similar al que despiden los padres que muestran las
fotos de sus hijos: el cumpleaños número 85 de García Márquez, celebrado el 6
de marzo de 2012.
Cruz Hernández
marcó un día antes a la oficina del maestro y Mónica Alonso le prometió que
programaría una llamada para el día siguiente, el del cumpleaños; se realizaría
entre las 12 del día y la una de la tarde.
Llegó el 6 de
marzo, el reloj marcó las 12, la una, las dos y las tres de la tarde y la
llamada no llegaba. Cruz Hernández recordó que García Márquez era una persona
muy solicitada: presidentes, embajadores, intelectuales, gobernadores, todo
mundo querría saludarlo. Así que perdió la esperanza.
Cuando ya se
había resignado, sonó su teléfono, exactamente a las 3:15 de la tarde hora de
Recoveco. Entonces le habló el festejado.
—¿Qué la cosa?
¿Cómo va esa vaina? —le dijo García Márquez.
—Maestro, con la novedad de que otra vez terminamos de leer Cien años de soledad ininterrumpidamente, y si ahora no hicimos un récord mundial, hicimos un récord en Sinaloa —le respondió Cruz Hernández entre risas.
—Yo voy a ir a ese pueblo, pero sin mucho ruido —prometió.
—Maestro, con la novedad de que otra vez terminamos de leer Cien años de soledad ininterrumpidamente, y si ahora no hicimos un récord mundial, hicimos un récord en Sinaloa —le respondió Cruz Hernández entre risas.
—Yo voy a ir a ese pueblo, pero sin mucho ruido —prometió.
***
Algo le pasaba a
su maldito teléfono móvil y el profe Cruz Hernández no podía enviar los
mensajes de texto que le escribía a Mónica Alonso para preguntarle por la salud
de don Gabriel.
Sabía que estaba
grave y no tener noticias de él lo angustiaba. Le robaba la calma. Era como no
encontrar sabor a la lectura. Mientras veía absorto el teléfono, entró una
llamada de su amigo Raúl Beltrán, un constructor que nada tenía que ver con la
literatura pero que conocía tan bien al profe Cruz que no pudo evitar hablarle
cuando se enteró.
—¿Ya sabes que
falleció García Márquez?
—Chingado, ¡no me digas eso! —respondió el profe mientras maldecía sin resignación ese momento.
—Chingado, ¡no me digas eso! —respondió el profe mientras maldecía sin resignación ese momento.
Caminó solo por
esos surcos del campo donde hacía años había escuchado por primera vez la voz
de Gabriel García Márquez.
Caminó. Sólo
caminó.
Y sintió cómo se
quebraba el aire.
__
De EMEEQUIS
(México), 31/05/2015
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