Un viejo pasea
por la calle Francos, sujetando unas cuartillas bajo el único brazo que todavía
le responde. Es moderadamente pobre y, quizás, infeliz como nunca antes, pero
se agarra al desengaño y a dichas cuartillas como únicas motivaciones para
seguir vivo. Observa con delicadeza cómo le miran sus vecinos, algunos sin
disimular la sonrisa que el viejo escritor les provoca. Nadie lo admira, él es
el culpable.
El siglo XVI, ya
desde 1492, había marcado el ánimo español con la peor de las armas: el éxito.
Este había colocado sobre la cabeza del imperio la corona que lo reconocía como
la potencia más poderosa del mundo y, claro, eso no hay ego que lo soporte. Con
la península ya reconquistada y unificada, con un nuevo continente aún por
exprimir y con una identidad más o menos forjada bajo ese martillo que alguien
llamó «la monarquía de todas las Españas», el país comienza a florecer.
El Renacimiento,
además, había colocado sobre el tapiz unas cuantas plumas encargadas de
dignificarlo. Garcilaso, el poeta soldado capaz de sonetear el amor y de
morir durante el asedio a una fortaleza. Los místicos, un grupo poético que
encontró, por primera vez en siglos, la llave de lo simbólico.
En lo económico,
el pueblo no pasa hambre. O, al menos, vive con la esperanza de dejar de
pasarlo. Por muy pobre que uno haya nacido, siempre se puede encontrar la plata
en Perú, la gloria en Amberes o el reconocimiento en Lepanto. Es, por tanto,
una época feliz. Simplemente, España se había vuelto idealista. Pero el idealismo,
como casi toda virtud aquí, dura lo que tarda en abandonarlo el vecino.
Escondida y
olvidada, la historia se había cruzado de brazos esperando a que el cáncer se
expandiera. Ya cruzaba errante la sombra de Caín que siglos más tarde
reconocería el poeta, y ante eso poca cara se podía plantar. El desastre de la
Armada Invencible (más tarde victoria en el cómputo general de la guerra, pero
desastre al fin), el temblor religioso que sacudía Europa y la enemistad con
Francia que se traduciría en la Guerra de los Treinta Años (este sí, el punto
final), acabarían con el optimismo español que tantas victorias había
originado.
Es en este punto
cuando una figura recoge la bandera del fracaso y la ondea con fuerza,
demostrando que al mortal le seduce el hundimiento. Pocos sabían que el
vejestorio de la calle Francos, todavía llamado Miguel de Cervantes,
es esa figura. Figura que, por cierto, solo se conoce a través de su propia
prosa:
Este que veis
aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de
alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; […] el cuerpo entre
dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena;
algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; […] Fue soldado muchos años,
y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades.
Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo,
herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en
la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver
los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de
la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.
A través de su
obra, la más universal de todas las hispánicas, se puede caminar por el
derrumbe español y, además, divertirse. Nunca fue consciente del papel que la
experiencia le había otorgado. Bastante tenía con sobrevivir.
Cervantes: del
idealismo al desengaño
Ya en el autorretrato
de don Miguel se adivina la tendencia melancólica de su prosa. Cervantes es,
por decirlo llanamente, un fracasado. Guiado por ese ideal renacentista que
definíamos antes, se empeña durante su juventud en seguir los pasos de los
héroes del XVI.
Cervantes no
quiere ser Cervantes, Cervantes quiere ser Garcilaso.
Por eso se enrola
en el ejército buscando la gloria en Lepanto. Saldría, como ya se ha reseñado,
mal parado. Con la sombra de una cárcel africana pesando sobre su hombro sano,
el prestigio militar se diluyó entre párrafos de Bocaccio y versos
del marqués de Santillana.
Todavía le
quedaba la literatura, un terreno en el que pretende adentrarse a través del
género canónico por excelencia: la poesía. Algunos de los nombres que sí gozan
de fama y prestigio, entre los que destaca el de Lope de Vega, lo
ningunean excluyéndolo de los movimientos que nacen a finales de siglo. El
propio Cervantes reconoce su torpeza poética cuando, en Viaje del
Parnaso, deja escrito lo siguiente:
Yo que siempre
trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo…
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo…
Ya es un hecho,
ha fracasado como poeta y como soldado, la pesadilla que siempre le había
rondado. Sí nos sirven sus versos como claro ejemplo de la idealización a la
que nos referíamos antes. Ambiciona la utopía, esa que a punto estuvo de
alcanzar, años más tarde, su personaje más famoso.
Por eso es un
poeta renacentista. Le canta al amor ideal, a menudo protagonizado por
inocentes pastores que conviven en un ambiente bucólico, un locus
amoenus (lugar idílico) que representa la perfección a la que aspira
el humanista. Estos versos son el reflejo de una sociedad acomodada, de una
posible felicidad. También le canta al gobernante, presente y pasado. Y, por
supuesto, a sus poetas renacentistas más queridos. Aquí podemos admirar unos
versos para santa Teresa:
Virgen fecunda,
Madre venturosa,
cuyos hijos, criados a tus pechos,
sobre sus fuerzas la virtud alzando,
pisan ahora los dorados techos
de la dulce región maravillosa
que está la gloria de su Dios mostrando:
tú que ganaste obrando
un nombre en todo el mundo
y un grado sin segundo,
ahora estés ante tu Dios postrada…
cuyos hijos, criados a tus pechos,
sobre sus fuerzas la virtud alzando,
pisan ahora los dorados techos
de la dulce región maravillosa
que está la gloria de su Dios mostrando:
tú que ganaste obrando
un nombre en todo el mundo
y un grado sin segundo,
ahora estés ante tu Dios postrada…
Con la poesía
siempre presente, el joven Cervantes también pretende triunfar como dramaturgo.
Por supuesto, de nuevo con el fracaso como meta. Y eso que se había subido al
carro de la nueva ola dramática que inundaba la meseta. Aquí y allá se
construían corrales de comedia que pudieran dar cobertura a la fuerte demanda
que público y autoridades arrojaban sobre aquellos primeros dramaturgos.
Cervantes se
marca horteradas bestiales. Por ejemplo, La Numancia, una obra
cien por cien renacentista que gira alrededor de un pueblo celtíbero que ha de
resistir como sea el cerco romano. Por la escena pululan alegorías, cutres,
apariciones en el Duero de dioses clásicos. Tampoco podían faltar las bajadas
de pantalones tan habituales en la época frente al entonces rey, Felipe
II. Es el culto a la grandeza de la patria y al gobernante, el ideal que Maquiavelo había
proclamado con su Príncipe.
LEONICIO: ¿No es
ir contra la razón,
siendo tú tan buen soldado,
andar tan enamorado
en tan extraña ocasión?
Al tiempo que del dios Marte
has de pedir el favor
¿te entretienes con Amor
quien mil blanduras reparte?
¿Ves la patria consumida
y de enemigos cercada,
y tu memoria burlada
por amor, de ella se olvida?
siendo tú tan buen soldado,
andar tan enamorado
en tan extraña ocasión?
Al tiempo que del dios Marte
has de pedir el favor
¿te entretienes con Amor
quien mil blanduras reparte?
¿Ves la patria consumida
y de enemigos cercada,
y tu memoria burlada
por amor, de ella se olvida?
MARANDRO: En ira
mi pecho se arde
por ver que hablas sin cordura.
¿Hizo el Amor, por ventura,
a ningún pecho cobarde?
por ver que hablas sin cordura.
¿Hizo el Amor, por ventura,
a ningún pecho cobarde?
Por supuesto, ni
esta obra ni otras de parecido pedigrí le auparon a gloria alguna.
A todo esto, el
Cervantes anterior al derrumbe goza de una posición más o menos acomodada. Se
ha trasladado a Esquivias, una localidad manchega relativamente próspera. La
familia de su mujer dispone de viñas y olivos que el manco trabajará con
dedicación. Además, ha embarazado a alguna que otra mujer allende el matrimonio
y el oscuro pasado de su familia parece olvidarse entre aquellos páramos
manchegos.
Es en Esquivias
donde Cervantes fracasa como poeta. Es en Esquivias donde Cervantes fracasa
como dramaturgo. Es en Esquivias donde Cervantes fracasa como marido.
Harto de tanto
párrafo pisoteado, coge el camino del sur. Ya hemos repetido varias veces que
Cervantes era, todavía, un idealista. Quería más, quería la gloria. Abandona a
su mujer e intenta acercarse a la corte.
Pero más allá le
esperaba la cárcel. El último fracaso. El Barroco.
El Quijote:
testigo de un ocaso
Es inevitable que
el Quijote ocupe el espacio más importante de la vida de
Cervantes y, si me apuran, de la vida de la literatura en castellano. Autor y
personaje se habían conocido entre rejas, al amparo de rufianes y malhechores
que pronto poblarán las páginas de la novela más leída de la historia.
El Quijote es
el testigo perfecto del ocaso del imperio, del fin del optimismo.
La primera señal
se percibe en la evolución que lleva a cabo el propio protagonista. En la
primera parte, publicada en 1605, podemos ver a un Quijote idealista, que cree
en el amor perfecto, en el hombre de formación exquisita, de modales impolutos.
Respeta a sus antepasados, respeta el modelo de familia, se debe a la patria e,
incluso, se afana en ayudar al que él cree necesitado.
Le pareció
convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio
de su república, hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con
sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama.
Pero, poco a
poco, don Alonso Quijano (que alguna vez fue «el Bueno») sufre un cambio que
acabará con su vida. Su idealismo se va tornando en un pesimismo feroz. Deja de
creer en el amor y en la justicia mientras, por su cabeza, ronda una palabra:
melancolía. A medida que el Quijote va recuperando la cordura, en el fondo,
solo recupera la consciencia del mundo que ha perdido. El Quijote no muere por
haberse deshecho de la locura. El Quijote muere porque por fin puede abrazarse
a la tristeza. Y así lo dice Sancho frente a la cama de su amo.
Porque la mayor
locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más,
sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
Y es que, si
alguien recoge el último capítulo de la segunda parte del Quijote,
para mí uno de los mejores fragmentos de la historia de la literatura, se
encuentra con una radiografía perfecta del fracaso que aquí hemos relatado.
Por el contrario,
Sancho, que es la imagen del hombre que habita aquellos campos («sancho pueblo
pronuncia sanchas palabras»), recorre el camino contrario. En la primera parte,
se muestra realista, tiene un refrán para cada situación y parece imposible que
se aúpe a la locura de su amo.
Sin embargo, la
obra transcurre, Sancho se quijotiza y comienza a arañar con sus manos las
mismas ínsulas que antes solo anhelaba. Sancho no sabía que las ínsulas, por
desgracia para todos, ya se habían hundido bajo nuestra propia codicia. No
quedaba nada por arañar. Algo parecido había pasado en España, había que
conformarse con tocar la riqueza de una manera falsa. Ya no se aspiraba a ella,
simplemente se recordaba.
Así describe al
Quijote su propio escudero un par de capítulos antes del final:
El verdadero
Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; […] Y el verdadero don
Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el
desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las
viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par
Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente.
Cervantes ha
llegado al Barroco. El mismo arcabuz con el que había perdido un brazo en
nombre de España ahora le sirve para disparar contra su propio pueblo. Los
pastores que disfrutaban de la naturaleza en el primer Quijote ahora
se han convertido en nobles que arruinan sus haciendas, gobernantes que engañan
al pueblo, caballeros que ya no creen en nada.
Alguien
necesitaba asestarle una puñalada al imperio ya moribundo. La muerte de Alonso
Quijano, el Bueno, atravesó el costado hispánico provocando una herida mortal.
Cuatro siglos después, el grito todavía puede ser escuchado en cualquier rincón
del mundo hispánico. España había muerto.
Cuarto centenario
Han pasado cuatro
siglos desde el paseo por la calle de Francos. Han pasado cuatro siglos desde
que los vecinos acusaran a aquel pobre viejo de haber prostituido a su hija,
única fuente de ingresos con la que por entonces contaba. Cuatro siglos desde
que el grupo de intelectuales españoles lo ninguneara por dedicarse a narrar y
no a componer. Cuatro siglos desde que sus novelas empezaran a piratearse sin
descanso, desde que sus traducciones se multiplicaran.
A lo lejos puede
ver la mansión en la que vive Lope, el célebre dramaturgo al que todos veneran.
Un lugar muy diferente a su triste piso de alquiler. No le importa. Bajo el
brazo sostiene con firmeza su última creación. Con la certeza de haber sido
testigo del final (algo de lo que, quizás, no puedan presumir aquellos
intelectuales que no han querido aceptar sus párrafos desde la ventana de sus
lujosas mansiones), acaricia dulcemente sus cuartillas. Entre ellas, además de
su magnífico Persiles, viaja un prólogo maravilloso, que termina así.
¡Adiós, gracias;
adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando
veros presto contentos en la otra vida.
Porque en esta,
él ya lo sabía, poco le quedaba por hacer.
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De JOT DOWN, 2016
Imágenes
Supuesto retrato
de Cervantes atribuido a Juan de Jáuregui
Ilustraciones de
Doré
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