Domingo, fin de
la tarde, una ráfaga de viento que viene desde la Antártida sacude huesos y
almas entre los pocos que se atreven a merodear una plaza vacía, inmensa y
vacía, corazón desolado de una urbe –Buenos Aires- que la cerca y la acosa con
sus memorias.
En la esquina
sudeste, naufraga el bar La Perla, cuna mítica del rock argentino, como reza,
sin muchas ganas, un cartel colocado encima de su entrada. En el baño del
local, cincuenta años atrás, Tanguito componía sus tangos feroces y sus amores
de primavera, antes que lo atraparan la muerte, la policía y la leyenda.
En una diagonal
imposible, hacia el sudoeste, trepidaba el trágico boliche Cromañón, donde
ardieron doscientos pibes que habían acudido a terapia para escaparse de los
tentáculos del monstruo citadino, y bailar y saltar y lanzar petardos mientras
tocaba su grupo de rock favorito. Doce años atrás, terminaron asfixiados,
pisoteados, chamuscados, asesinados por esa nausea inexplicable que anida en
las ciudades y que, cada tanto, mata, mata sin asco, mata a mansalva.
En la esquina
noreste de la plaza Miserere, el nombre antiguo de este lugar no lugar tan
porteño, se ubica una institución emblemática de los nuevos tiempos: el
consulado boliviano.
Locación
estratégica, cabecera de las rutas al oeste –en la colonia, por ahí pasaba el
camino al Alto Perú-, la Plaza Once es un epicentro de esa presencia humana
que, multitudinaria y diversa, ya forma parte del nuevo paisaje urbano de esa
ciudad que, según Borges, era una especie de pequeña Europa en el exilio. Ya no
lo es.
Bajo las recovas
del antiguo mercado Lezica, frente a la vereda oriental de la plaza, un pelotón
de africanos, llegados desde Senegal o la Guinea, van levantando sus mesas y
sombrillas de venta y metiendo en mochilas o cajas lo que ofrecen a los que
transitan: relojes, cinturones, cucharas, collares, CDs -de cumbia o de ópera-,
telas de la India, muñecos chinos, nada.
En el centro de
la plaza, se alza el mausoleo a Rivadavia. Es una construcción horrorosa que
honra a un ser idéntico, que tuvo a bien, o a mal sería más correcto, haber
sido el primer presidente argentino, tras culminar la primera de nuestras
guerras civiles del siglo XIX.
La obra, hecha en
piedra granítica, es de dimensiones desmesuradas, y carece de atractivos, y
casi nadie sabe que la mole está ahí para recordar al Señor de los
Cuadernos. En otras épocas, el adefesio asistió a diferentes dramas, como
la muerte o el secuestro de militantes políticos. Hoy, sirve de resguardo a las
putas.
Son las monarcas
sin cetro de la plaza desierta. Son todas negras, negrísimas, como los
africanos, pero ellas vienen de más cerca: del Ecuador, la República
Dominicana, Panamá, o de Trinidad y Tobago. Todas tienen nombres de fantasía
–Lali, Lena o Lara- y se mueren de frío, igual que yo, cada vez que el viento
del sur recrudece.
Que putas de
ébano hayan copado el monumento a Rivadavia, a don Bernardino Rivadavia –la
avenida más importante de la ciudad y que flanquea la plaza Once por el sur
también se llama así-, y lo hayan vuelto su parada, es una dulce venganza de la
historia.
Rivadavia odiaba
a todo el mundo, salvo a los blancos, especialmente si eran ingleses. Odiaba a
los indios, odiaba a los gauchos, odiaba a los tarijeños, pero especialmente
odiaba a los negros. Rivadavia, nunca lo reconoció, pero la historia también lo
supo: era mulato.
Buenos Aires, 28
de septiembre de 2016
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