Toda la pompa
del ayer
Investido de
nuevo Talleyrand, en algún momento de su edad provecta, el primer ministro
Harold Macmillan dictaminó que quien no había conocido el mundo anterior a la
Gran Guerra –simplemente– no había conocido la dulzura de vivir. Tal vez
Macmillan fuera un hombre menos original que cultivado, pero el verano de 1914
–uno de los más hermosos de la historia de Inglaterra– parece darle la razón.
Nos es fácil imaginarlo todavía: un tiempo manso y suave, entre casas de campo
con praderas infinitas, regatas en Cowes, el brillo acharolado de las fiestas
nocturnas y una sucesión de fresas y champán. El último fulgor de la Inglaterra
eduardiana. De hecho, aquel verano del Catorce aún sangraría en la memoria de
tantos muchachos que, desde el barro de Passchendaele o las trincheras del
Somme, iban a cifrar en él la sugestión y la pérdida de la Inglaterra arcádica,
añorada como el hogar primordial. En realidad, fue un verano de tanta excepción
que Lloyd George tuvo muy a la mano el símil para declarar, ante las altas jerarquías
de la City, que el cielo nunca había sido de un azul más perfecto en materia de
asuntos exteriores. Apenas tres semanas después de sus palabras, comenzaba una
guerra para la que no se iba a encontrar nombre más adecuado que “Gran Guerra”.
Lloyd George no
gozó, en verdad, de un día profético. Pero quizá vaya en su descargo aducir que
distaba de ser el único en disfrutar de una realidad en apariencia halagüeña.
Entre los estrenos de Caruso y los expresos de Larbaud, podía concebirse que
Norman Angell argumentara –La gran ilusión, 1910– que el tiempo del
militarismo había pasado. Y, sin duda, forma parte del acervo de las
desilusiones humanas que la Primera Guerra Mundial estallase en una cota nunca
vista de optimismo histórico. Así lo iba a reconocer un atribulado Henry James,
al lamentar cómo la contienda daba al traste “con la larga edad en la que hemos
supuesto que el mundo mejoraba gradualmente”. Y así, con palabras de justa
fama, también lo iba a reconocer, continente adentro, Stefan Zweig, para quien
creer en una guerra entre naciones europeas era como creer “en brujas y
fantasmas”. Al fin y al cabo, la vieja Europa “nunca había sido más fuerte, más
rica ni más hermosa”. Never such innocence again, lamentaría
Larkin mucho después, como quien lamenta el adiós al “mundo de ayer” o
contempla la espada de llamas que cierra el Paraíso.
No son pocos los
que han querido encontrar en ese perfecto mediodía de civilización una
formación de nubes, los amplios círculos que describen en su vuelo las naves
carroñeras. En Gran Bretaña, no faltó quien –con la novela de Forster– se
preguntara si Howards End seguiría en pie. Arreciaba el problema de Irlanda,
“esa tormenta hacia el Oeste”. Se revolvían sufragistas y huelguistas. El ala
conservadora –por ejemplo, Saki– reprochaba a Inglaterra su aburguesamiento; la
facción vanguardista –en tiempos de estetización de la violencia– le
recriminaba su filisteísmo, y aun se permitía la culpa de celebrar la guerra
como “higiene”. Mientras, en los telegramas y despachos del Foreign Office se
reconocía como “nuestro verdadero enemigo” a la Alemania del Kaiser.
Poco extraña, por
tanto, que Rudyard Kipling, como alerta temprana del Imperio, hiciera oír su
voz a no tardar. Ya desde tiempos de los Bóers venía censurando a esa Gran
Bretaña que “se burla de los uniformes que vigilan su sueño”. Y todavía
retumbaban los cañones de agosto cuando comenzó a llamar a la lucha “por todo
lo que somos y tenemos”.
Cierto joven
oficial haría caso a su mensaje. No era otro que Harold Macmillan. El futuro
primer ministro, hombre de bravura épica, iba a caer herido cinco veces en la
guerra y a hacer sobrados honores a la gallardía que Jünger apreció en el
enemigo británico. Como modelo acabado del ethos más
caballeresco del Imperio, Macmillan –por ejemplo– tuvo que pasar un día en la
tierra de nadie, rodeado de muertos, entre inyecciones de morfina y lecturas
del Esquilo en griego que llevaba en un bolsillo del uniforme. “Valiente como
Macmillan”, decían en su regimiento de granaderos. Y no es atrevimiento
suponer, con Sir George Younghusband, que su caso fuera uno más de entre esos
soldados “que pensaban, hablaban y se expresaban exactamente como Kipling les
había enseñado a hacerlo” a través de su literatura y su retórica patriótica.
Un auténtico oficial del Imperio. Quizá por eso sea una ironía que el propio
Macmillan, al cabo de las décadas, se encargara personalmente de alentar los
“vientos de cambio” que iban arrinconando a ese mismo Imperio sobre los mapas.
O quizá sólo fuera una obediencia a esos otros versos de Kipling, según los
cuales “toda la pompa del ayer” imperial estaba destinada a conocer el mismo
fin que Nínive y que Tiro.
Convertir a
los hombres nuevamente en barro
Hay una belleza
muy propia de la Navidad en Alemania, con sus plazas envueltas en luz, las
velas rojas sobre las coronas de Adviento y ese vino especiado que pone calor y
alegría en los corazones. Es, a su manera, un espectáculo. Y, a buen seguro, el
voluntario del Kaiser que, recién llegado al frente, escribió a su familia que
“¡la guerra es como la Navidad!”, también tenía interiorizado ese espectáculo
de fuegos y canciones y desfiles. Pese a la celebridad que ha ganado la frase
de aquel soldado desconocido, la efervescencia y el ardor nacional con que se
vivió el primer compás de la conflagración no iban a ser patente alemana. En
las despedidas y las cartas de los soldados británicos también aparece un
voluntarismo particular: la creencia ciega en que todos estarían de vuelta a
casa para –justamente– celebrar las pascuas. La guerra, escribe el historiador
A. J. P. Taylor, iba a ser cuestión “rápidamente decidida”, asimilable a una
larga “batida de faisanes”. Quizá sorprenda que en toda aquella Europa nadie
recordara que Dios –según se ha dicho– había dispuesto las llanuras de Flandes
a modo de campo de batalla. Pero no debiera sorprender tanto: en Inglaterra,
los ejércitos llevaban un siglo sin conocer una contienda continental; en
Francia y Alemania, no había un solo hombre en edad militar con experiencia
directa de la guerra. El desajuste con lo radicalmente nuevo no pudo ser más
trágico.
Una escena
–hermosa y terrible– descrita por Jean Clair nos permite contemplar el horror
de esa novedad. Es la de la mujer italiana que, asomada a su balcón, ve la
marcha de los soldados rumbo al frente. Acostumbrada a la bizarría de los
uniformes de su juventud, a los penachos de los húsares, a las pecheras
refulgentes de medallas en los salones de la sociedad, la buena mujer, entre el
descrédito y el miedo, no puede sino volverse a su casa ante el avance de una
masa sin rostro ni nombre, impersonal, monocroma en su camouflage[1], exactamente como una cadena de
montaje de la muerte. La intuición de la anciana era acertada: si por algo iba
a caracterizarse la Gran Guerra, era por llevar la muerte a los ritos de la
mecanización, a la escala industrial. Y, reclutamiento tras reclutamiento,
trinchera tras trinchera, los dos disparos de Gavrilo Princip en Sarajevo iban
a multiplicarse en más de diecisiete millones de muertos.
Fue una
multiplicación con no poco de cruenta reducción al absurdo, a instancias del
aludido desequilibrio criminal entre la novedad y las viejas inercias. La
percepción del absurdo afectará al artificio en la cocción de un conflicto que,
de los gabinetes a las guarniciones, iba a ser hijo de una política que pudo
elegir entre la guerra y la paz. Similar sinsentido tendría el décalage entre
la técnica disponible –el gas, la ametralladora, las minas, los aviones– y la
táctica desplegada por un generalato del que no saldrían ni un Marlborough ni
un Napoleón. Y el choque entre lo viejo y lo nuevo todavía contribuyó a dar por
absurdos valores y actitudes tradicionales en una guerra a la que se entró por
celo del propio honor y que, a ras de las trincheras, sólo pudo dar testimonio
de la masificación de la muerte. Como escribe Edward Thomas, su único propósito
era convertir a los hombres nuevamente en barro.
Esa macroeconomía
de la destrucción humana iba a desarbolar lo mismo a los Estados Mayores que a
los soldados rasos. No hubo el menor poder de disuasión: se trataba de seguir
matando para seguir viviendo, como la gélida sistematización a la que apunta Jünger
cuando afirma que disparaba a su enemigo pero no pensaba mal de él. Ahí, la
célebre tregua de la Navidad del año Catorce, con sus pitillos y sus canciones
en la tierra de nadie, sería la última página de un código de conducta ya
prescrito: aquel que, como indica Burleigh, había transparentado de humanidad
tantos conflictos desde tiempos medievales. Del Marne a Loos, sin embargo, las
órdenes pasarían ya por no ceder la posición, por no emprender la retirada, por
aguantar –si era necesario– “hasta que la espalda dé con la pared”.
La experiencia de
la muerte –la guerra como sacrificio en el ara jungeriana de los siglos– no
tardaría en mover los resortes de la incredulidad y el desaliento. En 1915, con
la intención loable de salvar algún resto de lo humano, el Poeta Laureado
Bridges mandó imprimir un folleto que, pese a todo, celebraba El
espíritu del hombre a modo de triaca de “un dolor imposible de
afrontar”. Exculpación o esperanza, ya en 1918, tras acumular 300.000 víctimas
en seis días, el Daily Mirror se veía obligado a restringir su
moral propagandística a un “permaneced alegres”. Entre un extremo y otro de la
guerra había muerto, en términos exactos, una generación completa de
británicos. Y los que quedaban en el frente –como vemos en las páginas de Sasoon,
Graves o Blunden– coincidían en la peor aprensión: el convencimiento de que
luchaban una lucha que nunca iba a terminar. Es una maldad intrínseca de la
guerra nacida para terminar con todas las guerras. Lo dejó por escrito
Barbusse: en medio de la refriega, no es un bando u otro bando, es la guerra la
que gana.
Una literatura
del desengaño
La presencia de
la literatura en la Primera Guerra Mundial es tan intensa que todo un Sassoon
llega a desear que las balas no le encuentren antes de terminar un novelón de
Thomas Hardy. Cierto periódico de la época dará fe del fenómeno al mostrar en
una viñeta el avance de un soldado: el petate a la espalda, en una mano la
bayoneta y en otra un cuaderno –nada menos– para escribir sus versos. Es una
imagen quizá incongruente en cualquier otra contienda, pero no en aquella en la
que iban a tomar parte Charles Péguy y Salomón de la Selva, Blaise Cendrars y
Wilfred Owen, además de –entre tantos otros– el recién citado Siegfried
Sassoon. La Gran Guerra será, de modo eminente, la guerra de los poetas. Y aun
cuando ciertos mandos poco sensibles desdeñaran su liderazgo moral como cosa de
un puñado de oficiales de segundo rango, alguna huella de hondura iban a dejar
los versos de estos hombres cuando, en otra década y en otro conflicto, Cecil
Day-Lewis se pregunta “¿dónde están los poetas de la guerra?”. Tal y como dejó
escrito Peter Parker, cada año se publican cientos de tesis, artículos, libros
y biografías concernientes a la Primera Guerra Mundial y, sin embargo, es una
guerra más dominada por la literatura que por la historiografía.
Un erudito
prodigioso como Paul Fussell apunta diversas motivaciones –algunas más
pedestres, otras más elevadas– para la celebración de esos nuevos esponsales
entre las armas y las letras. “No había apenas cine, no había radio y,
ciertamente, no había televisión. Salvo por el sexo y la bebida, la diversión
se encontraba ante todo en el cultivo formal del lenguaje”. En la eminencia de
la literatura en la Primera Guerra Mundial concurren, sin embargo, causas más
profundas que la conversión de la necesidad –o del taedium belli–
en virtud, y que pueden explicar aquella carta del soldado inglés que pedía a
su familia un bocado tan culto como “las obras de Petronio en la edición de
Loeb”. Se trata, ante todo, del énfasis de la pedagogía británica en la llamada
“literacy”, en la “literaturización” o, de modo más general, en los estudios de
corte humanístico. No es sólo que contribuyeran a hacer de aquella –en verdad–
“la generación mejor preparada de la Historia”. Esa imbricación natural con el
canon nacional logró que tantos de aquellos muchachos “tuvieran la sensación de
que la literatura estaba en el centro de la experiencia normal de la vida” y,
por tanto, de que no era caudal exclusivo de intelectuales y estetas, de
profesores y críticos. Cuando Wilfred Owen titula Dulce et decorum est uno
de sus más célebres poemas, el guiño horaciano desvela el andamiaje clasicista
de un itinerario educativo que, como diría Waugh más tarde, parecía no tener
otra voluntad que convertir al alumno en escritor.
Fussell habla de
la popularidad entre la tropa de las antologías de versos de Oxford y –en
poesía o en prosa– no pocos de los motivos más habituales de la literatura
escrita en la Gran Guerra encontrarían su venero en la tradición vernácula.
Pensemos en el pastoralismo o ruralismo inglés, que de tentación permanente en
la literatura británica se convierte en asidero ético y estético para tantos
combatientes que buscan oponerlo a las tormentas de acero de la guerra. O
pensemos en un homoerotismo que, alimentado por la herencia uranista
victoriana, encontraría su mejor sublimación en la ética de la camaradería
surgida del conflicto. Un éxito del calibre de A Shropshire lad, de
A. E. Housman, iba a acertar al encauzar ambas sensibilidades en una sola. En
cuanto a la imaginería religiosa, filtrada a la memoria a través de la Biblia
King James, del Book of Common Prayer o de El
progreso del peregrino –hitos todos de la transmisión cultural
británica– no podía estar ausente, menos aún ante el recordatorio perpetuo de
los calvarios dispuestos por la piedad popular en los caminos de Flandes y el
norte de Francia.
Más allá del
hontanar de la tradición, los “war poets”, y los escritores de la Gran Guerra
en general, compartirán rasgos que abarcan desde una inclinación a la comicidad
–tan visible en Graves– cuando no al humor negro, hasta un aborrecimiento de
las jerarquías no inexplicable dadas aquellas circunstancias. Es más
estimulante, con todo, considerar el escaso grado de politización que –en
comparación, notablemente, con la Guerra Civil Española– muestran los
escritores del Catorce. Sin duda, resulta sintomático del citado absurdo en que
se tuvo a la propia guerra, pero a la vez nos habla, como quiso Maurois, del
testimonio personal como fuente de legitimidad frente a las lecturas
ideológicas del conflicto. Esa voz individual se alzará como único intérprete
válido de la realidad y, de hecho, encuentra correspondencia –pensemos en Renn,
Remarque o Sassoon– con la partición del mundo a ojos del escritor-soldado: por
un lado, los compañeros de trinchera; por otro, “los extraños”.
Tal escisión
radical no se debe sino a la también radical incomunicabilidad de la
experiencia bélica. En vano buscaremos a lo largo de la Gran Guerra –escribe
Bergonzi– espacios para un Homero heroico, para el realismo de un Tolstoi. Lo
innombrable ya no aludirá –comenta Fussell– a lo que no se puede decir por
inconcebible, sino a lo que paraliza la pluma por terrible. Y la colisión entre
los hechos y el lenguaje disponible para describirlos, en buena medida, tendrá
sus concomitancias con ese choque entre lo nuevo y lo viejo en una guerra en la
que –recordemos– no iban a participar profetas de la palabra moderna como un
Joyce o un Pound. Los principales libros memorialísticos sobre la contienda
apenas empiezan a aparecer al cumplirse una década de su fin: tan lenta iba a
ser la metabolización del espanto en lenguaje.
Es significativa
la observación de que, entre los rudimentos más efectivos para transmitir la
vivencia de la guerra, el understatement –la atenuación– vaya
a verse reivindicado por oposición al pathos que hubiésemos
esperado de una retórica romántica. No es algo sin consecuencias. Esa misma
licuefacción de la lengua guardará perfecta sincronía con la “rebaja de
expectativas” que, según Fussell, va a caracterizar al modernismo literario a
modo de “escepticismo o minimalismo”. La distancia es marcada frente a la
solidez de las grandes retóricas y los grandes valores al modo victoriano o
eduardiano. Como apunta Bernanos, “esa religión del Progreso, para la que se
nos había pedido educadamente morir”, se iba a resolver en “una gigantesca
estafa a la esperanza”. La literatura de la Gran Guerra será así –fatalmente–
“una literatura del desengaño”. Después de ella, todo iba a tener que empezar
de nuevo.
La complejidad
de una reputación
Rudyard Kipling y
Henry Rider Haggard posaban ya de viejos paquidermos de las letras británicas
cuando –íntimos como eran– daban en bromear entre sí acerca de lo lejos que
estaban de su tiempo. Con menos humor, y también con menos piedad, una joven
luminaria como Eliot –allá por 1919– iba a confirmar su percepción. Sin llegar
a la virulencia de las andanadas de Edmund Wilson, posteriores en años y
lindantes ya con la excomunión literaria, el estilo quirúrgico de Eliot tampoco
iba a ser risueño para con el Nobel inglés, a quien ve como “un laureado sin
laureles” y –crueldad de crueldades– considera “casi, casi un gran escritor”[2]. El veredicto del
poeta anglo-americano, con todo, subrayará la peor de las tachas de Kipling al
mencionar cómo sus libros han dejado de alimentar la conversación de la
inteligencia literaria de la época. Kipling –venía a decir Eliot– representaba
el pasado.
Lo representaba,
sin embargo, para muy poca gente: apenas para esa crema que es, precisamente,
la inteligencia literaria de cada generación. Para el amplio resto, basta con
agolpar los datos para colegir su llegada: Kipling ha sido el último poeta de
masas en Inglaterra, no ha habido otro escritor más leído hasta la Rowling, y
gozó de una fama sin interrupciones desde que –con 22 años– se declarara
abierto el “Kipling furore” con El hombre que pudo reinar.
Conseguir el Nobel más temprano de la Historia –y el primero en inglés– también
sería útil para depararle tantas admiraciones como envidias. Resultaba por
tanto de esperar que esa inteligencia literaria, siempre atenta a servir el
papel de Edipo con sus mayores, y por lo general más dotada de exquisitez que
de masa lectora, desdeñara a Kipling como el escritor favorito de quienes no
leían. Al fin y al cabo, parecía haber algo degeneradamente filisteo en que sus
rimas se imprimieran para el pueblo en ceniceros y en jarras de cerveza.
A la posteridad,
y no sólo a la inteligencia literaria, Kipling tampoco se lo iba a poner fácil.
Baste considerar que –todavía–, al hablar de él, resulta de rigor presentar
excusas y aludir de inmediato a la “complejidad de una reputación” pegajosa e
incómoda como pocas otras. De un lado, el narrador que puede pasar sin
problemas –así lo reconoce un Orwell– como el mejor escritor de historias
cortas en inglés; de otro, el hombre al que sólo con tantas sutilidades como
buena voluntad se le puede librar de la carga tan nefanda de racismo. De un
lado, el genio sin parangón a la hora de recrear las infancias y sus mundos; de
otro, el intelectual público de la causa del Imperio. De un lado, en fin, las
alabanzas de una autoridad como Borges; de otro, la percepción de que sus
postulados políticos –como escribe Chaudhuri– son un obstáculo a la hora de
asegurarle un lugar de elevación en la literatura inglesa.
Por supuesto, no
han faltado escritores óptimos con ideas políticas pésimas, y quizá lo
distintivo del caso Kipling sea que esas mismas ideas han contribuido no poco a
la simplificación de una figura con más tonalidades de las que quiere el
cliché. El juicio sobre su pensamiento terminaría por perjudicar la estima de
su pericia literaria, en tanto que –según se ha dicho– hay algo de desagradable
en el hombre Kipling que permea mucho del arte del Kipling escritor. Sin
embargo, no son leves las ambivalencias o las contradicciones kiplinguianas
apenas aludidas: enemigo de la democracia, como afirma Hitchens, pero defensor
del hombre común; criticado por la facilidad casi vulgar de su estilo y –al
principio– exaltado por los exotismos de un nuevo Loti; creyente en las
virtudes militares como esencia del Imperio y, al mismo tiempo, capaz de
describir una incompetencia militar que los escritores británicos suelen reservar
más bien a los no británicos. El suma y sigue es perpetuo: el gran fabulador de
cuentos y novelas cortas fallaría en sus intentos de novela larga, y el mago
del don narrativo reconocería que “cuatro quintas partes del trabajo de todo el
mundo han de ser malas”. A nadie sorprenderá, por cierto, que algunos se hayan
urgido a aplicar esta cita novelesca a las páginas de su propio autor.
Es, sin embargo,
su propia condición de zelote del Imperio la que más se iba a ver transitada de
paradojas. Kipling pudo exaltar la misión imperialista británica y al mismo
tiempo convertirse –tal vez su mejor apuesta moral– en el mayor fustigador de
su soberbia. En lo tocante a su relación literaria con la India, todavía
conviven el recuerdo gravoso de “la carga del hombre blanco” y la constatación
de que nadie dio en publicitarla y exaltarla con amor más demorado. Con la
propia Inglaterra también tendría unos rapports de densidad
insospechada: al morir en los mismos días que Jorge V, alguno iba a ironizar
con que el rey se había llevado consigo a su trompetero, pero el mismo Kipling
se encargó de rechazar mil y un honores de la Corona para no desapegarse de las
gentes del común. Véase que, arquetipo de lo inglés, el país no dejaría de
parecerle nunca “una tierra extranjera”. Y si nunca consideró en pie de
igualdad a los pueblos “non-white”, admira en ellos un valor y una autenticidad
que echa en falta entre los suyos. Estas incoherencias kiplinguianas no dejan
de aportar matices a su perfil, y lo significativo es que se extenderán a todos
los temas de su tiempo, de las clases trabajadoras a las relaciones con Irlanda
y Estados Unidos o una Iglesia de Inglaterra a la que criticó tanto como amó su
Biblia y sus himnarios. En fin, el poeta del Times, el profeta
de la exaltación de los mapas en color rojo imperial, creía que el
Imperio era cuestión de sacrificio y no de lucro. Ese sigue siendo un hallazgo
para muchos. Y todavía será de justicia añadir que –más allá de sus
complejidades y aun de sus defectos–, por encima de todo sobrevuela esa
“potencia del genio” que le reconoció a Kipling un lector tan fastidioso como
Henry James.
Por afecto o por
menosprecio, como puede verse, el autor de Kim logrará siempre
–así lo apunta con honestidad su biógrafo Carrington– mover nuestras pasiones.
Al considerar lo mezclado de su huella, por ejemplo, Orwell no dudará en
condenarlo por su “jingoísmo”, por una condición “moralmente insensible y
estéticamente repugnante” que le ha ganado “el desprecio” “de toda persona
ilustrada”. Al mismo tiempo, Orwell no deja de subrayar que, mientras tantos de
sus críticos son materia del olvido, “Kipling, de alguna manera, sigue estando
ahí”. Incluso acudirá en socorro de su fama al alabar un rasgo que, en verdad,
nadie ha podido negar: “la decencia personal” del prohombre, en quien admira su
contención a la hora de convertir su popularidad en espectáculo. La conclusión
de un escritor de tanto peso ético como Orwell es nítida: Kipling fue un
imperialista –sin duda–, pero sin dejar de ser un hombre de honor.
Con sus palabras,
de alguna manera, lo que Orwell señala es la intención moral que –para bien o
para mal– funda y recorre la intelectualidad pública de Kipling y buena parte
de sus pulsiones estéticas. Eso era algo que ya se había podido rastrear a lo
largo de sus páginas durante décadas, en su carácter de cantor de una joie
de vivre de la gente corriente –el soldado, el marino– inaccesible
para la alienación del hombre urbano. También iba a ser patente en el candor y
la pasión con que, celador del orden de la Pax Britannica, Kipling hizo de
continua Casandra ante un Imperio que vio bajo la amenaza permanente de tener
“el huno a las puertas”. De algún modo, Kipling va a poner siempre a prueba
nuestra capacidad para la indulgencia contra la equivocación que se comete sin
doblez, porque el hombre capaz de ofrecer su casa como hospital para los
soldados era, indudablemente, un hombre sin dobleces. Al final, interpelará
incluso a nuestra legitimación para juzgarlo. Cuando, en el verano de 1914, el
huno llega definitivamente a las puertas, su literatura y su propaganda nos
sitúan ante unos dilemas y vértigos morales que sólo las guerras son capaces de
causar. Pero quizá su sufrimiento humano también nos lleve a la comprensión que
merece el dolor de una guerra. Vale la pena recordarlo ya: Rudyard Kipling iba
a perder a su único hijo en la batalla de Loos…
Este texto es un
fragmento del prólogo a las Crónicas de la Primera Guerra Mundial,
de Rudyard Kipling que, en traducción de Amelia Pérez de Villar, acaba de
publicar la editorial Fórcola.
Ignacio Peyró
(Madrid, 1980) es periodista y escritor. Tras comenzar como corresponsal
político de El Confidencial Digital, fue columnista y redactor jefe
de Cultura de La Gaceta de los Negocios. En 2012 fundó y dirigió la
publicación Ambos Mundos, un proyecto de periodismo cultural
en internet. Ha publicado sus trabajos en diarios españoles como El
País, El Mundo, ABC, La Vanguardia, La Razón, El Español o Libertad
Digital, así como en revistas como Leer, Turia, Nueva Revista,
Letras Libres, F, Revista de Occidente, Clarín, Esquire, Tapas o National
Geographic. Asimismo, ha sido cronista político para medios
latinoamericanos como El Comercio de Lima, El Nuevo Siglo de
Bogotá o El Nacional de Caracas. Es traductor y prologuista de
obras de Evelyn Waugh, Louis Auchincloss, J. K. Huysmans, Rudyard Kipling o
Augusto Assía, entre otros, ha dirigido y coordinado la edición de Lo
mejor de Ambos Mundos (Renacimiento, 2013). En la actualidad, es
director de la edición digital de Nueva Revista, consejero de
EFE, jefe del proyecto de opinión online de The Objective y asesor
del Gabinete de la Presidencia del Gobierno. Es autor del libro Pompa y
circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa, editado
por Fórcola. En FronteraD ha publicado Locura y poder y Las ‘public schools’ inglesas, viveros del
poder, y mantiene el blog Fino y muy seco.
[1] No en vano, invento de la época.
[2] Eliot terminaría por modular su aspereza, y
llegó a publicar, con los años, una antología de Kipling.
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