Hace unos días,
en la sima de Legarrea, en el norte de Navarra, los antropólogos de la Sociedad
Aranzadi han comenzado a rescatar unos restos humanos, infantiles, que es más
que probable sean los de alguno de los hijos de Juana Josefa Goñi, que,
embarazada, fue allí arrojada con seis de sus siete hijos en agosto de 1936.
Tanto su marido como su hijo mayor estaban en ese momento fuera del pueblo.
Por pura
casualidad, ahora mismo vivo en un pueblo cercano al que fue a parar, después
de la Guerra Civil, José Martín Sagardía Goñi, el hijo mayor de
Juana Josefa, que se libró de la muerte porque estaba fuera del lugar en el
momento de cometerse el crimen, aunque no en el frente de combate como se ha
dicho. Pero este jirón de la historia no se cuenta, se prefiere el bulo, lo
indefinido y lo brumoso, las leyendas –¿El general Sagardía pariente? ¿En qué
grado? ¿El general Sagardía investigó? ¿Dónde están los rastros documentales de
esa investigación?–, y aquí, en el pueblo, nadie, viejo o joven, sabe de aquel
hombre que fue vecino y ya murió, en 2007, y se llevó con él su drama y sus
secretos. Ni sabe ni quiere saber. La memoria, ese chirrión. Hay cosas que la
memoria prefiere, por higiene, eliminar (Barral).
El motivo por el
que aquella mujer y sus seis hijos fueron arrojados a la sima, probablemente
vivos, se desconoce. El que se dijera que había habido hurtos en las huertas
del pueblo de los que se acusaba a la mujer, que estaba en la miseria, no
justifica un crimen pavoroso como ese; la motivación del golpe y de la guerra,
tampoco, por mucho que uno de los frentes, el de la frontera de Irún, estuviera
todavía vivo, a pocos kilómetros; la furia y la violencia desatadas y alentadas
en la retaguardia, esto es, el terrible clima social que se vivía en aquel
agosto en Navarra, tal vez, pero no del todo. ¿Entonces qué?
Hay mundos en los
que nadie sabe nada, de nada, nunca, jamás, amén. Me pregunto qué haría yo si
fuera testigo de un crimen y tuviera la certeza de sus autores, aunque esta sea
una pregunta vana, por retórica. ¿Podría más el espíritu de justicia o el de
convivencia y conveniencia? ¿Recurriría a la justicia o me callaría? ¿Me
pondría al margen de la ley de la tribu o la acataría? El pirómano sabe que nadie
le va a denunciar, el que se cobra la justicia por su mano, lo mismo. Además,
siempre hay gitanos o “gente de fuera” a los que echar la culpa de lo que pase,
aunque nadie los haya visto. Si lo dices eres un malnacido. ¿El paisaje?
Precioso, hasta hace poco era idílico, ahora lo han hecho mítico, carajo,
mítico, lo dicen hasta en el Tripadvisor. Hablar de mandangas, bien, da
cámara, calienta la industria turística, de aquí y de mil lugares como este.
Escribir de las trastiendas y de lo que de verdad pasa y ha pasado allí donde
vives, con sus protagonistas reales, eso con cuidado, eso procurando no meterse
en líos, cuyo sinónimo social es ahora mismo el fino “no herir sensibilidades”.
No se piensa en el otro, se piensa en uno mismo y en lo que conviene.
Aquí nadie ha
visto nada, nunca, ni verá, insisto. Ni cuando pasaban como podían los judíos
de 1940 y los aviadores aliados enseguida, hacia un lado; ni cuando lo hicieron
los portugueses abusados en los sesenta, ni los etarras de los setenta hacia el
otro. Por no hablar del “trabajo de la noche”, esto es, el contrabando.
Denunciar está mal visto, hablar de según qué asuntos en público, también. Es
una forma de supervivencia y de vida, sin más, que se juzga fácil desde lejos.
Hablo de lo vivido.
Hace unos meses,
cuando en esa misma sima aparecieron los restos mortales de un muchacho de la
zona, desaparecido en olor de multitudes hace unos años, aquí ya se dijo lo que
se venía diciendo desde que desapareció: que no se iba a llegar a nada. Idea
esta que secunda el fiscal de la Audiencia de Pamplona que ha pedido de manera
reiterada el archivo por falta de pruebas de las actuaciones que inculpan al
padre del muchacho, al que el juez y la acusación particular señalan con
tozudez; padre que cuando salía de declarar del juzgado solo decía que no iban
a poder probar nada. Aquí, a ese hombre se le tiene miedo, mucho, de antes
incluso de que un nombre similar al suyo hubiese aparecido relacionado, de
forma todo lo sesgada que se quiera y sin pruebas claro, con el hampa del exgeneral
Rodríguez Galindo en Intxaurrondo, “en el Interviú o así” que se dice… soto
voce, claro, con las palabras que se reservan para hablar entre iguales de
aquello que conviene y solo de eso, y son boca cerrada ante extraños.
En 21 años que
llevo merodeando por la zona he oído hablar de esa sima unas cuantas veces, a
gente de mi edad y a gente que por la suya supo de aquel crimen de agosto de
1936 de manera directa o como mucho por testimonio de sus padres y vecinos, y
llegado el momento de hablar de la autoría, aquellos ancianos callaban, porque
sabían, han sabido desde entonces, quién, cómo y cuándo, todo lo que no
consiguió aclarar el juzgado de Pamplona que abrió diligencias penales elevadas
a sumario, abierto y cerrado varias veces, y detuvo y encarceló a vecinos del
pueblo. Cómo no se va a saber algo así en un lugar que no llegaba a los cien
vecinos. Que lo olvidaran o no quisieran saber nada es otra cosa. ¿Qué hizo
entonces y qué no hizo la Guardia Civil de la zona, entre ellos el sargento que
casualmente había tenido preso justo un mes antes a Pío Baroja en
la cárcel de Santesteban?
Para mí, la
verdadera sima, la del conjuro de la boca cerrada, la de la omertá,
sigue abierta y me plantea la cuestión de si es posible escribir sin
servidumbres de aquello que vives y en el lugar en el que lo haces, y su
precio. Michel Leiris hablando de la literatura como una
tauromaquia, bien, bonito, elegante… eso en París. En lo cotidiano, sin apoyo
mediático o social, y viviendo al borde de la sima, es otra cosa y tiene otro
precio.
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De CUARTO PODER, 14/09/2016
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