Después de más de
un año viviendo en Cochabamba, viviendo Cochabamba, descubro que los pasos se
me enredan en las mismas baldosas, que las sonrisas se quedan colgadas de los
mismas cuerdas en que las cholitas que emplean su tiempo lavando las miserias
de los otros cuelgan sus ropas de saldo y moneda fácil, que la orgía de
enredados desencantos y pasivas vivencias que es mi vida toma el sendero fácil
de los desagües y los vertederos. Cochabamba, Bolivia, Sudamérica toda, al fin,
no es más que una porción infinitesimal de mi desencanto.
Pero,
afortunadamente, nada que ver mi desencanto con el de Leopoldo María Panero en
el grandioso documento del mismo nombre. Porque mi desencanto muerde raíces en
la misma tierra en que nací: la arena movediza y grumosa de mis fantasmas
incompletos y perversos.
En Cochabamba,
como en Bolivia toda, el acceso a la literatura no es fácil, ni barato. Al
contrario. Difícilmente podrás encontrar aquí obras literarias de esas que, en
la vieja Europa, ya te costaba encontrar en las librerías de saldo o segunda
mano. Pasear los pasajes aledaños al Correo, embriagado ante la vista de tanto
volumen desordenado y de bajo coste es necesario, sí, pero los hallazgos son
escasos y han de limitarse al puñado de páginas esculpidas por autores bolivianos
y, de tanto en tanto, algún que otro escritor latinoamericano de los más
profusamente editados a lo largo y ancho del planeta (léase Vargas
Llosa, Benedetti, Galeano y, ¡uf!, Paulo
Coelho). Nada de literatura underground americana, ni asomo de lírica
simbolista francesa, nunca el eco de la poesía de la conciencia hispana...
Pero traen
noticia, las páginas de internet de la publicación de volúmenes que, de
inmediato, deseas poseer...es el caso que me acomete al contemplar el bondadoso
bombardeo con que facebook y demás herramientas del absurdo despedazan el suelo
que no piso...hablo, en este caso, de la obra de Mohamed Chukri recientemente
vertida al vertido y denigrado español: Jean Genet en Tánger. De
inmediato me acomete el sueño dúctil de los alminares y terrazas tangerinos, el
caracoleo de inmundicias y esencia de azahar del Zoco Chico, la enredadera de
ensoñaciones de los bendires y las darboukas que enredan en sonoro silencio los
deambulares por las callejas de Tánger. Me invade, también, cómo no, la
violencia de esputo depauperado de la lírica prosa de Genet, sus
aullidos de espanto y belleza, su simiente bestial y fragante, germinando al
amparo del estiércol y el beso. Por resumir: que alguien me envíe un ejemplar
de esta obra, joder, ¡que aquí no llega!
Pero es en el
fango del infortunio donde florecen las flores del mal que nos hacen seguir
tragando a sorbos imposibles la grandeza de la vida. Es así que un poeta, un
autor, una persona que sabe decir una detrás de otra las verdades que nos
pretenden eludir, aterriza en Cochabamba y me trae su brisa de sinceridad
fresca y honestidad brutal. Miguel Sánchez-Ostiz, escritor y
persona como pocas nos quedan a los que deseamos hallar frágiles alas de
eternidad en el naufragio sucio de mercados y mentiras de la vida moderna.
Miguel, compañero ya, y amigo (anhelo) que me despierta del ensueño de estar
viviendo una tierra sin haber devorado aún sus portentosas y frágiles raíces.
Miguel llega a mí demostrando que soy yo quien llego a él porque debía hacerlo,
porque me era preciso. Y me enreda en comidas pantagruélicas y charlas rabelesianas
junto al más desbocado e irreverente escritor boliviano vivo. Comer, beber,
deglutir, escuchar, charlar, mirar a Miguel junto a Ramón Rocha Monroy,
te hace saber que nada importa el que ninguno de vosotros se haya dignado
enviarme un ejemplar del Jean Genet en Tánger que tanto
ansiaba hasta el momento de sentarme a la mesa de los grandes. Una mesa en que
la cerveza despierta resplandores de sutileza y la carne aglutina verbos y
risas como puñales que esperan la espalda en que clavarse sin previo aviso.
Ahora, hoy,
demasiados días después, anhelo el reencuentro con estos escritores que son
personas antes que literatos y supervivientes antes que grandes autores. No, ya
lo dije, aquí no llega la voz de Genet, pero me basta con encontrar
resplandores de la belleza que sus palabras imprimieron a la vida carcelaria y
mísera de quienes pretendían enterrar el futuro y sólo pudieron escupir tres
puñados de mísero barro sobre el sepulcro expedito de la gloria con que las
letras quisieron darnos vida a quienes soñábamos vivir en prosa. Gracias,
Miguel. Gracias, Ramón. Gracias siempre por franquearme las puertas de vuestro
hogar de gloria como tinta desparramada al viento.
Ya digo (o dije),
Cochabamba cambia, Bolivia cambia, cambia Sudamérica, se transforma el mundo y
asoma sus ojos amarillentos la esperanza frágil del hambriento...porque todo
cambia y, hoy, yo soy otro, como el poeta.
Y...amo Bolivia
Ahora, por volver
a Genet, decido regalar un fragmento de mi torpe novela, Los Cuadernos
del Hafa, ese amasijo de tinta como dolor en que pretendí anidar el
espíritu sucio y anverso de un Genet converso. Que ustedes lo disfruten...o lo
ignoren...a mí, ya, poco me importa...
Ojos que
parecen retar al fotógrafo, más por la pose y la ropa pretendidamente
patibularia con que el modelo desafía la normalidad establecida, que por lo que
sus propios ojos pretenden insinuar, ya que éstos semejan dos botones vueltos
hacia dentro, dos diminutas luciérnagas en trance de perder la luminosidad.
Genet mete las manos en los bolsillos de sus pantalones, decididamente anchos
(los bolsillos), con la anchura suficiente para permitir agarrarse el falo como
si fuese éste la antorcha de una libertad que el fotógrafo pretende robarle. Su
cabeza rapada, su incipiente y evidente calvicie, los párrafos desordenados en
que se arruga su frente, no son más que un decorado que pueda recordar los años
de presidio y vida maltrecha en los muelles de Barcelona y, de forma sutil,
evitar que el observador pueda hallar algún sentimiento reconocible en esa mirada
extraviada en su propio desafío.
A Isabelle Gérofi
no podía dejar de fascinarle el cariñoso desprecio que exudaba Jean Genet cada
vez que visitaba la librería. Lo habitual era que permaneciese subyugada
durante los minutos previos al saludo, ésos en que Genet se paseaba por entre
los estantes y, deliberadamente, extraía de los mismos aquellos títulos que más
le atraían, los recogía bajo sus brazos carcelarios y se acercaba a una mesa, a
hojearlos y arrancar las páginas que más le interesaban, doblarlas cuidadosa y
furtivamente, y encajarlas con delicadeza en el bolsillo de su pantalón antes
de sonreír a Isabelle y preguntarle si podía desayunar con ella.
Isabelle
desayunaba con Genet, y éste devoraba los dulces que aquélla le servía de modo
totalmente gratuito.
Jamás cedió el
escritor a la incómoda pretensión de su anfitriona de dejarse fotografiar para
convertirse en un nuevo elemento decorativo de la librería, así que Isabelle
tuvo que recortar, con pericia cercana a la devoción, aquel retrato del autor
con que se inauguraba una entrevista al mismo en la portada de una longeva
publicación literaria francesa de las muchas que se acumulaban en las mesas del
establecimiento.
Al fin y al cabo,
aquella instantánea era la más fiel a la imagen que Isabelle se había forjado
de Genet, durante la estancia de éste en Tánger, a la búsqueda de nuevos
prostíbulos y virginales leyes que quebrantar.
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De VISLUMBRES DE
EL DORADO (blog del autor), 21/08/2013
Fotografía: Pablo
Cerezal
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