GABRIEL LEVINAS
Recientemente
viajé para completar un libro de cuentos sobre criollos y aborígenes del oeste
formoseño. Historias y anécdotas que fui recogiendo a lo largo de seis años,
cuando viví a 80 kilómetros al norte de Ingeniero Juárez, en una comunidad
pequeña llamada “El Quebracho”. Por aquel entonces era una aldea formada por
familias aborígenes que vivían en chozas de horcones y enramadas y también por
criollos, con casas de adobe y tejas de palma, que se dedicaban básicamente a
la cría de ganado.
Pude conocer en
esos años a cazadores que, sumergidos en las turbulentas aguas del Pilcomayo,
eran capaces de distinguir a los peces por el sonido y atraparlos. Rastreadores
que podían seguir huellas invisibles para nuestro ojo de ciudad, durante horas,
hasta encontrar al animal buscado. Tipos orgullosos, duchos con las armas y el
hacha, buenos padres. Mujeres que ayudaban a conseguir la leña, que llevaban a
sus hijos colgados junto a su pecho durante todo el día, alimentándolos y
cuidándolos. Vivían de la caza, la pesca y la recolección, pero también de su
relación con el blanco, intercambiando maderas, postes de quebracho que
labraban con gran maestría, cueros de iguanas y de yacaré por aceite, harina y
sal. Tenían la independencia que les daba un monte sin alambrado. Temía que mis
recuerdos estuviesen corroídos por el tiempo, quería regresar al lugar y volver
a ver los distintos tonos de verde, el ritmo lento de las tardes en la cañada,
donde las mujeres lavaban la ropa y juntaban el agua para el gasto de día.
Esas mujeres de
pómulos salientes, ojos vidriosos, de mirada punzante que salían seguidas por
sus hijos y sus perros delgados y hambrientos.
Quería recuperar
esos datos que todo escritor necesita para colorear las crónicas de un pasado
que todavía conservan algunos pocos habitantes del bosque subtropical del gran
Chaco.
En el camino,
después de cruzar el límite con el Chaco, me avisaron que el referente wichí
Agustín Santillán, a quién conocí por motivos periodísticos, había sido
detenido.
Fui entonces a
Las Lomitas, y pedí verlo, cosa que me negaron sin mucha explicación, a pesar
de que Santillán no estaba incomunicado. A partir de ahí, alertada por nuestra
presencia, la policía formoseña desató un sistema de seguimiento hacia nosotros
que se extendió durante todo el viaje.
Cada vez que
dejábamos una casa, un comedor o la habitación del hotel, llegaba algún policía
para preguntar sobre nuestras actividades. Finalmente llegamos al Quebracho,
donde encontré un avanzado proceso de deterioro. Si bien se notaba una mayor cantidad
de construcciones de pequeñas dependencias provinciales (siempre con la imagen
o leyendas que mencionaban al gobernador), algo se había perdido. Las viejas
chozas que solían ser de adobe y enramadas, frescas en verano y cálidas en
invierno, en las que era habitual ver humear la leña y respirar el
inconfundible olor del palo santo, habían sido reemplazadas por casas de
ladrillo y chapa, verdaderos hornos durante los terribles calores del verano.
Había mucha gente descalza, con ropas gastadas por el uso, sentadas sin hacer
nada, como entregadas, esperando fin de mes para iniciar el arduo proceso de
cobranza y poder así traer algo de “mercadería” a sus hogares.
Aunque algunos
eran más jóvenes que yo, la mayoría de mis amigos wichis de entonces habían muerto.
Hombres fuertes y eficaces en el arte de sobrevivir en el duro monte ya no
estaban. Sin embargo me encontré con Anta, sobrenombre con el que conocíamos al
por entonces fornido Chacho Soto, quien aún hoy, sordo y sin armas, sale a
cazar quirquinchos y a recolectar miel para mantenerse. Anta no tiene relación
alguna con el Estado. Muchos viejos cazadores “montaraces”, como aún los llaman
con respeto, no tienen paga alguna ni figuran en las nóminas de los punteros.
El resto de los habitantes se divide entre los que viven de una pensión
provincial de $1755, una nacional de $3150 y unos pocos “afortunados” que
cobran una jubilación de $4300. Muchas de las madres wichis no son
beneficiarias de la asignación universal por hijo.
En cualquiera de
los casos esas sumas no les alcanzan para nada. Lo más cruel es que para poder
cobrarlas tienen que recorrer entre 50 u 80 kilómetros y quienes los llevan les
terminan sacando uno o dos tercios de la plata asignada como pago por el viaje.
Vuelven a veces con tan solo seiscientos o setecientos pesos, que aun así para
ellos es mejor que nada, porque se trata de paliar el hambre, solo de eso,
hambre. Otras veces deben dejar su tarjeta en el almacén a modo de garantía y
una vez por mes alguien los acompaña al banco, se queda con el dinero extraído
y vuelve a guardar la tarjeta hasta el siguiente mes. Cabe aclarar que la
mayoría de ellos no comprende el sistema ni las cuentas que les hacen, porque
no forman parte de su cultura; sencillamente confían, quedando en desventaja y objeto
de engaños. Viven de las migajas que el Estado les tira a estos olvidados por
la sociedad. En la mecánica clientelista del gobierno feudal de Gildo Insfrán
son descartables y la única preocupación del gobernador es que no se retoben,
dejando lentamente que con el tiempo desaparezcan. Y lo están logrando. Siguen
usando la leña para cocinar, pero ya no pueden cazar porque su monte está
alambrado y ya no les pertenece. No pueden caminar libremente, los animales no
están a su alcance y no tienen armas ni plata para comprar las balas.
La escuela, que
en teoría y por ley debiera tener maestros traductores (MEMAs) no los tiene,
entonces los chicos van a las aulas, comen, pero les enseñan en un idioma que
ellos desconocen. Fueron criados en la lengua materna que es el wichí o el
toba. De hecho, el motivo por el que metieron preso a Agustín Santillán fue por
reclamar ante la interventora del Ministerio de Educación y Cultura del
departamento de Matacos, Emilia Acosta, la falta de maestros bilingües. Luego
de siete horas de espera pudieron presentar su pedido ante la funcionaria para
que se implemente ese sistema de MEMAs (maestros especiales modalidad aborigen)
y así los chicos puedan integrarse a la sociedad. Santillán sabe que la única
manera que tienen de sobrevivir esos chicos en el futuro es aprendiendo algo de
lo que sabemos nosotros. Finalmente la funcionaria alegó que tenía que irse
porque era su cumpleaños. Ellos insistieron en que no se retirarían si no les
daban una respuesta. Emilia Acosta dijo entonces que salía a fumar un
cigarrillo, y en lugar de eso, los denunció a la policía. Santillán fue
detenido y golpeado brutalmente en las costillas, lo tuvieron un largo rato
dando vueltas hasta que finalmente lo llevaron a la Alcaldía de Las Lomitas.
Aparecieron repentinamente 16 causas armadas por la policía, en las que la
justicia no había implementado medida alguna. De hecho, el juez López Picabea
del juzgado de la zona le fue otorgando la excarcelación en cada una de las
causas.
Sospecho que
Insfrán sabe con exactitud cuántos votos necesita para perpetuarse en el poder,
entonces calcula a cuánta gente debe mantener como empleados, a cuántos les da
planes y pensiones para llegar al 60% necesario para conservar su puesto.
Al resto le tira
lo mínimo e indispensable para mantener el control y la relación de dominación.
Lo que le pase a Anta, el viejo cazador montaraz, cuando ya no pueda distinguir
un quirquincho de un montículo de tierra, cuando no consiga siquiera bajar la
miel de un árbol, lo tiene sin cuidado al gobernador. Que los nietos de Anta no
puedan integrarse y tengan un final similar al de su abuelo, pero sin su
dignidad, tampoco.
Y a nosotros,
¿nos importa?
(Colaboró en
esta nota Belén Frediani)
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De SEPHATRAD,
13/06/2016
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