A mi madre le
molestaba excesivamente el hecho de que decidiésemos, siempre, los hermanos,
cuando de celebrar, festejar, embriagar se trataba, reservar mesa en aquel
tugurio vallecano para comer cocido madrileño. Es que no sé por qué tenemos que
pagar para comer un cocido fuera de casa, si el que hace vuestra madre es
insuperable, no entiendo, y además ir hasta allí andando. Pues sí, mamá,
andando, nada de coches, que según salgamos no estaremos en condiciones de
ponernos al volante, menos yo que ni siquiera tengo carné de conducir,
¿recuerdas? Además, aunque esto no me atrevo a decírtelo, tú lo sirves en dos
vuelcos, y preferimos los tres tradicionales vuelcos, yantar pausado, charla
alargada como sombra de grajo invernal, escanciar de elixir de uva para
recomponer el ánimo y la fanfarria de por medio, entre medias, entre plato y
plato, entre vuelvo y vuelco, comer fuera y que mientras charlas con el resto
de la familia no seas el ama de casa, no andes de acá para allá preocupada
porque todo esté listo al gusto de todos, y despegues de papá la mirada
inquisitiva del demasiado estás tomando parece que has olvidado ya tu
operación.
Por eso vamos a
Vallecas, nada de Llhardy, que somos familia de pertinaz origen obrero ajeno a
los lujos y los turnos para comer. A Llhardy, ya, sólo van los güiris, los
gringos que vienen a fascinarse con la gastronomía hispana y sufren tarde de
intempestiva aerofagia y desprendida billetera. A Llhardy, ya digo, no, mejor a
Vallecas, donde nos dejan comer sin prisa y con pausa para cigarro y digestivo
a las finas hierbas y los camareros comienzan su almuerzo tras servirnos el
tercer y último vuelco y nunca nos meten prisa porque sea hora de cerrar el
local y siempre andan prestos a abandonar su cuchara al borde del plato como
náufrago en isla abandonada para descorcharnos otra botella de vino del Bierzo,
goloso y cumplimentador de aromas como estigmas con que nos gusta decorar
nuestras mejillas de ángel caído.
Y porque dicen
que fueron los sefardíes, sí, los padres de los judíos esos de la tele que
bombardean a esos pobrecitos niños árabes, madre, los que dieron inicio al
festín de garbanzos en que culminó este plato que en Madrid es eminencia y en
sus cocinas fiesta. Que aquí, como en casa, tampoco hay televisión, y puedes
comer tranquila. Tú, y nosotros, y papá, que adereza cada vuelco del cocido con
esas anécdotas que tan bien conocemos pero tanto amamos escuchar de nuevo.
Primero la
cerveza de rigor, bien tirada, con su espuma regalando iluminaciones
rimbaudianas a la estilizada copa, para ir abriendo boca. Y unos boquerones en
vinagre que inauguran el lienzo vaticano de nuestro paladar con remembranzas de
mar bravía.
Luego tomamos
asiento, y papá se me acerca y tú quedas en el otro extremo asumiendo que hoy
beberá de más porque le acompaña su hijo que ha elegido el vino más caro y sabroso
de cuantos ofertan en el local.
Y llega la
caldera humeante repleta de sabroso caldo en que se desvisten de tules los
aromas y sabores del tocino la verdura la gallina el hueso y un milímetro de
fideos decorando su marejada de efervescencia gástrica. Y papá siempre toma un
segundo plato de sopa, porque la sopa es lo único que podían permitirse cuando
jóvenes, cuando vivían en la Cruz de los Caídos, allí terminaba Madrid, hijo, y
mi abuela interpretaba hambres e ilusiones desprestigiando la magra carne de
que disponían para toda la semana al sumergirla en agua tibia a fuego lento y
mejor comer sopa que llena la panza y hace orinar, sí, así decía tu abuela,
come sopa que luego meas mejor y vas más ligero al trabajo, mi primer trabajo,
el de la fábrica de galletas, conduciendo aquel camión sin siquiera tener edad
para portar licencia de conducción, hijo, no como tú, que tan mayor y sin
carné, a ver cuándo te decides a hacer el examen, si no yo no hubiese sabido
conducir la familia se hubiese muerto de hambre, manejaba aquella camioneta
desde la Cruz de los Caídos hasta Ópera, zona de ricos a pesar de ser Madrid
antiguo, la guerra dividió la ciudad como nunca lo había estado, y desde
entonces, ahí seguimos, y así cada día, te decía, para llevar las galletas que
luego se venderían en todo Madrid, las mejores de la época, qué pena que no las
hayas probado, y naturales, nada de emulsionantes ni conservantes ni zarandajas
de esas, y yo sonrío y digo salud mientras mi padre estrecha la charla y la
copa y apura un nuevo trago de vino bien tinto y bien atemperado.
Entre medias mi
hermano saca el iPhone y nos sorprende sorprendidos en
instantáneas nada instantáneas, ya que debemos posar y sonreír y mantener la
expresión jolgoriosa más tiempo del que nuestra mandíbula permite antes de
sentirse incómoda. Pero sonríe, ¡joder! Pero date prisa, si es que se me apaga
la sonrisa. Anda, sírvete otra copa, que parece que es la única manera de que
sonrías como es debido para una foto, que esto tiene tropecientos megapíxeles
pero no puede dibujar sonrisas, quién sabe, tal vez después, con el photoshop.
Y el orondo
camarero sí que sonríe como para salir en una foto eterna mientras acerca a la
mesa el segundo vuelco, en delicada cazuela de barro, con los garbanzos
remoloneando en apetitosa coyunda con repollo zanahoria patata, y la prima se
frota las manos y mi hermano pierde la oportunidad de hacer la foto por
excelencia. Saliva. Saliva desmadejando la sonrisa de mi prima a la que los
garbanzos despedazan el sentido. Y papá dibuja una reverencia, en la atmósfera
de humo y vapor del local, que el camarero recoge con un espere jefe que me
traigo una copa para brindar con ustedes, con permiso, por supuesto, faltaría más.
Y sentado a la mesa, como uno más de la familia, pregunta de donde es
originario mi padre, Cruz de los Caídos, Barrio de la Concepción, amigo,
¡ostias!, si es que lo bueno abunda, ¡sí señor!, sigan festejando, cuando
terminen les traigo la carne, ¡para lamerse los dedos! Barrio de la Concepción,
hijo, hasta allí me acercaba cada noche con tu tío Jesús, a tomar unos chatos
después de dejar a tu madre y tu tía en casa, el bar de Fermín, tenía un coñá
de quitarse el sombrero. Al día siguiente había que madrugar para ir a la
fábrica, pero aguantábamos, y tu tío Jesús, ya le conoces, no es hombre de
medias tintas, es y era de todo o nada, y nada quedaba donde Fermín cuando él y
yo parábamos allí, que si ahora un chato, luego unas hierbas y el coñá que no
falte, y al día siguiente a trabajar pero lo hacíamos con alegría, no como
ahora que parece que el trabajo es una esclavitud, joder, hijo, que no haces
más que quejarte, que si el jefe, que si el compañero, que si mil horas, en
aquel entonces la empresa era una familia. Sí, papá, como la nuestra, más o
menos, ya me contaste alguna vez que los miércoles ibais todos a comer cocido y
luego no se trabajaba porque estabais borrachos y saturados, ahora todo ha
cambiado, sólo buscan saturarse el bolsillo los de siempre, no te preocupes, no
discuto, lo comprendo, jefe, otra botellita por aquí que estamos secos.
Y ahora es mi
sobrina quien da la nota al terminar decir no quiero más y encender su laptop para
conectarse a Facebook mientras mi cuñada tuerce el gesto y mi
hermano dice da igual deja a la niña es normal se aburre.
Y el cigarro de
entre medias, el que mejor sabe, y mi padre pidiéndome que no fume que le da
ganas y no puede por lo del corazón, ya lo sé, recuerdo la operación y recuerdo
mis pasos desarreglando los paseos de otoño de El Retiro mientras fumaba uno y
otro cigarro y maldecía mi maldita mala suerte preguntándome por qué a mi
padre, por qué. Afortunadamente todo salió bien, y con el vino no debe
excederse, no, pero una copita de vez en cuando no le hará mal. Por eso le
sirvo otro trago y le explico que a través de la lágrima en la copa puede
comprobarse la gradación alcohólica del vino.
Se acerca ya,
desde la retaguardia de humos y humores de la cocina, el tercer vuelco, ese al
que mi madre ya sólo llegara para probar el tocinito, a ver qué tal y si no
está muy salado, y nosotros atacaremos, cual Gargantúa de periferia, atacando
morcillo, morcilla, chorizo, gallina, tuétano y grasa como si no hubiese
mañana. La grasa es buena, te mantiene en pie, sobre todo después de una noche
de copas, por eso siempre trasnochaba con tu tío los martes, porque el
miércoles había cocido, y la verdad, eso nunca te lo he dicho, pero yo no comía
con los compañeros, no podía pagarlo, pero doña Emilia siempre me reservaba la
grasa que no habían devorado los comensales, qué buena gente era doña Emilia,
como una madre para mí, me regalaba pan para llevar a casa, el que había
sobrado, muchas veces, era un cielo esa mujer, y así no había problema por las
copas, que ahora los jóvenes salen una noche de fin de semana para poder dormir
el resto, qué juventud. De Concepción a la Cruz de los Caídos me iba andandito,
cada martes, ya casi miércoles, sólo a tiempo para ponerme el mono de trabajo y
sentarme en la cabina de la camioneta para distribuir las galletas. Claro que
tenía tiempo para pasarme a desayunar con tu abuela, eso siempre, que madre no
hay más que una. Menudos paseos, ten en cuenta que dejábamos a tu tía y tu
madre en Estrecho, en la otra punta de Madrid, y no teníamos dinero para el
tranvía, bueno, teníamos pero si tomábamos el tranvía no tomábamos trago, y la
noche se acababa, así que a caminar, qué bonito es Madrid de noche, y aquí, a
Vallecas, me acercaba los domingos con Joaquín, ¿te acuerdas de él?, qué pena
no haber conocido este restaurante, me echas una lagrimita más, papá no bebas
más vino, menudo día llevas, mamá, no pasa nada, un día es un día, y el
camarero ya se afanaba preparando los licores de hierba, el orujo, el pacharán,
y mi madre decía que el próximo cocido en casa. Pero yo ya no recordaba dónde
estaba nuestra casa, llevaba horas paseando Madrid junto a mi padre, paseando
Madrid y su pasado que, al fin, era el origen de mi futuro.
Si es que no hay
nada como el cocidito madrileño, ¿verdad, hijo? Verdad, padre.
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De
MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), Editorial 3600, La Paz-Bolivia,
2015; Lupercalia, Madrid-España, 2016
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