Pintores y
poetas
gozaron siempre del derecho de atreverse a todo.
Horacio, Epístola
a los Pisones, vv. 9-10
Hay un poema del
premio Nobel británico Rudyard Kipling, que en muchas ocasiones ilustró sus
propios libros ―y que era además hijo de un profesor de arte y sobrino de dos
célebres pintores victorianos, Edward Burne-Jones y Edward Poynter―, cuyos
primeros versos rezan:
Cuando la luz de
un sol recién nacido cayó sobre los verdes y oros del Edén,
nuestro padre Adán se sentó bajo el Árbol y rasguñó el moho con un palito;
y el primer tosco dibujo que viera el mundo fue un gozo para su invencible corazón,
hasta que el Diablo susurró oculto tras las hojas: «Bonito es, ¿pero será Arte?»
nuestro padre Adán se sentó bajo el Árbol y rasguñó el moho con un palito;
y el primer tosco dibujo que viera el mundo fue un gozo para su invencible corazón,
hasta que el Diablo susurró oculto tras las hojas: «Bonito es, ¿pero será Arte?»
Algo así fue lo
que ocurrió hace cuarenta mil años cuando un adán neandertal dejó la marca
embarrada de su mano sobre la pared de una cueva. Desconocemos el sentido de
esa marca ―de la misma manera que el Diablo en el poema de Kipling―, pero sí
sabemos que veinte mil años después los hombres empezarían a usar las imágenes
como modo de expresión y de comunicación y que, tras algunos milenios,
surgirían a partir de ellas los primeros signos escritos. Durante no pocos
siglos, ser un buen escriba iba a ser lo mismo que ser un buen dibujante: un
signo preciso hacía referencia a una cosa precisa con la que guardaba
similitud. Deberían pasar muchos miles de años para que se codificara un sistema
de símbolos, y bastantes cientos para pasar de los dos mil caracteres de la
escritura pictográfica sumeria a los quinientos cincuenta de la escritura
ideográfica y de ahí a los veintidós signos arbitrarios del alfabeto fenicio.
Eso, claro, en los países donde este se emplea; en las culturas japonesa o
china, por ejemplo, se sigue utilizando una escritura parcialmente ideográfica.
La escritura ―salvo en esas culturas― ya no tendría entonces que ver con la
caligrafía. Esta relación que la perspectiva temporal establece entre el signo
escrito y la imagen puede verse aún, por ejemplo, en el término griego graphein.
Hablamos de artes gráficas (las del dibujo) pero de grafología (el estudio de
la escritura), puesto que graphein fue en su origen todo
producto de la mano humana al trazar una línea o una forma. Dicho con las
palabras de otro pintor-poeta, uno de los más grandes y al que volveré
posteriormente, Victor Hugo, con graphein nos referimos al
trazo «nacido siniestramente a la sombra de una mano». Y lo cierto es que
muchos de los dibujos de los escritores proceden justamente de ese gesto, de la
facilidad con que una mano distraída se encamina hacia los márgenes de un papel
para ponerse a garabatear formas, geometrías y perfiles con la misma pluma con
la que antes trazaba diligente y lentamente palabra tras palabra. Así nacerán
los marginalia de la norteamericana Marianne Moore o las
manchas de tinta del mencionado Victor Hugo. El gesto es también el
responsable, para acabar con las etimologías (debilidades de filólogo), de
nuestro escribir (del latín scribere) que procede
de una raíz indoeuropea (ker/sker) que significaba «cortar», «arañar»,
procedimiento con el que se dibujaba o escribía en un principio sobre tablillas
de arcilla, lo cual explica que de igual forma el término gótico writan («arañar»,
«tallar») diera en inglés write («escribir») pero en
sueco rita («dibujar»). Valga como traslación visual el
conocido fresco pompeyano de la joven con el punzón y la tablilla: ¿está
pensando en trazar un dibujo o en escribir unas palabras?
La emancipación
de escritura e imagen con la puesta en marcha del alfabeto, sin embargo, no fue
ni mucho menos completa. Durante siglos la imagen sirvió de soporte
comunicativo de las narraciones para las masas iletradas (como en los retablos
renacentistas) y la escritura continuó requiriendo también de formidables
dibujantes y pintores hasta que la invención de la imprenta acabó con las
complejísimas iluminaciones de los libros de horas, códices y beatos, por no
hablar de casos híbridos como los llamados carmina figurata,
verdaderos caligramas avant la lettre (tan avant que
son del siglo iii a. C.) que siguieron siendo populares hasta bien entrado el
Renacimiento: recuérdese la botella-poema de Rabelais. Ambos lenguajes han seguido
conviviendo en ese tipo de formas mixtas, como los collages cubistas
en donde trozos de periódico se superponen a capas de óleo, las obras
caligráficas (piense el lector en las liricografías de
Alberti, en las grafías de los caligramas de Julio Campal y en el trabajo de
Michaux) o las letras y palabras de las pinturas de Pollock, Kline, Klee o
Tàpies, sin olvidarnos de los breves textos que siempre acompañan a las obras
visuales: los títulos de los cuadros (algunos de los cuales, como en los grabados
de Goya, verdaderos epigramas literarios). Eso sin contar la innumerable red de
relaciones, de oposición y similitud, que desde siglos se han establecido entre
las llamadas artes hermanas, la poesía y la pintura, y que van mucho más allá
de lo artístico, involucrando cuestiones de género, políticas, psicológicas,
sociales… y más ríos de tinta de los aparentemente necesarios.
«La relación del
lenguaje con la pintura es una relación infinita», decía Foucault al hablar
de Las meninas de Velázquez, y así también es la relación de
los escritores y los pintores con la pintura y la escritura, respectivamente.
Especialmente en el caso de los primeros. Desde los temblorosos dibujos que
Dylan Thomas despachaba en las servilletas del pub para diversión
de los parroquianos a los paisajes de Goethe, de los turbulentos mares grises
de Strindberg a los juguetones collages de Mark Strand, las
muestras de esa actividad paralela son tantas como artistas y situaciones
vitales hay. Ya lo decía Gombrich en la primera página de su Historia
del Arte: «No existe, realmente, el Arte. Tan solo hay artistas». Y no
deberíamos, tal vez, darle demasiada importancia al hecho de que un determinado
artista, sea escritor o pintor, se dedique a la práctica de otra disciplina al
mismo tiempo. Decía Kurt Vonnegut al respecto que tal cosa era algo
perfectamente normal para un escritor: «Quiero decir… ¡yo también podría haber
sido escritor y golfista! ¡Imagínense ser dos cosas a la vez!». Pero por muy
normal que sea hacer dos cosas a la vez lo cierto es que la obra plástica de
los escritores, aun cuando esta es más bien mediocre (o como en el caso de Anne
Sexton, T. S. Eliot, Durrell o Bukowski, más bien pobre), nos provoca un
interés que va más allá de la obra en sí. Creemos ―y algunas veces es bastante
probable que sea así― que nos revelará aspectos ocultos de la personalidad o el
alma del artista (¿quién iba a prever unas caricaturas tan desenfadadas de la
mano de Alfred de Musset o Flannery O’Connor?). Y es, por otra parte, difícil
resistirse a la fascinación fetichista que nos despiertan las creaciones
pictóricas de ciertos autores: es el caso, por ejemplo, de las caricaturas de
Rimbaud por parte de Verlaine, de los escasos dibujos del mismo Rimbaud o de
los correctos pero discretos dibujos de una joven Sylvia Plath, testimonios de
una época feliz que, como sabemos, terminaría en desesperación, depresión y
suicidio. A veces son precisamente las circunstancias que envuelven a
determinados artistas o a ciertas obras las que las hacen fascinantes: ¿conoceríamos
el dibujo que Buero Vallejo hizo de Miguel Hernández si este último no se lo
hubiera pedido en la cárcel para enviárselo al hijo al que tanto extrañaba? Por
lo que respecta a los pintores, su obra escrita está a menudo dirigida a poner
por escrito sus ideas sobre el arte o el papel del artista, responde a una
pasión anterior o simultánea a la pintura o, en muchas ocasiones, se ve
catalizada por su participación en los círculos literarios o en el ambiente
cultural de una época: así los esforzados intentos de escribir sonetos por
parte de Degas (y de ahí el consejo un poco a chufla que le dio Mallarmé: «Pero
Degas, los versos no se hacen con ideas, sino con palabras») o la poesía de
Picasso (que, como Ramón Gaya, tenía más amigos escritores que pintores).
La relación entre
pintores y escritores, sin embargo, no siempre ha sido fluida. Baste citar el
caso famoso ―y de amargo final― de Charles Dickens y Robert Seymour. Los
papeles del Club Pickwick, que en principio debía ser una novela por
entregas escrita a partir de las ilustraciones de Seymour, no tardó demasiado
en convertirse en un proceso precisamente a la inversa a causa de la genialidad
del entonces jovencísimo escritor inglés: el ilustrador se lo tomó muy poco
deportivamente, suicidándose tras una fuerte discusión con Dickens y unos
cuantos tragos de grog. Sin llegar a tragedias de tanto calado y
volviendo a las dicotomías unipersonales, lo cierto es que no siempre la
influencia o la llamada del otro arte es aceptada con entusiasmo. W. B. Yeats
(estudiante de arte él mismo, hijo y hermano de pintores) llegó a confesar en
sus ensayos: «El desarrollo de estos principios [la disolución de los límites
entre las artes afecta a su pureza] me llevó a rechazar cualquier descripción
elaborada, de forma que no pudiera arrebatarle el oficio al pintor y, por
supuesto, siempre descubría algún arte o ciencia de la que podía librarme: y me
alentaba a ello el hecho de observar a mi alrededor a muchos pintores que
purgaban sus cuadros, y sus mentes, de literatura».
Tampoco el
vínculo entre un artista y su propio trabajo es siempre sencillo, y en
ocasiones se recurre al otro lenguaje para expresar el malestar. Hay un famoso
soneto de Miguel Ángel ―cuya poesía es ampliamente conocida― dedicado a
Giovanni da Pistoia en el que, harto de pasarse el día entero tumbado bajo la
Capilla Sixtina, tras quejarse ―no sin algo de ufana satisfacción― de su
espalda dolida y de los goterones de pintura sobre la cara, concluye: «(…) esta
pintura muerta / defiende ahora, Giovanni, y también mi honor, / no siendo este
mi sitio, ni yo pintor». Que Miguel Ángel prefería la escultura a la pintura es
bien sabido, pero de ahí a declarar no ser un pintor va un buen trecho.
Curiosamente, justo la sentencia contraria, tomada de la supuesta frase que
Correggio exclamó frente a un cuadro de Rafael (Anch’io sono pittore!),
fue el título (Et moi aussi je suis peintre) elegido por Apollinaire en
un principio para el que sería su célebre Calligrammes, fruto de su
deseo de acercarse a los registros de lo visual. Pero aparte de los caligramas
no llegaría a realizar ninguna pintura, como tampoco lo hizo, para acabar con
este apartado de afirmaciones y negaciones paradójicas ante el oficio de
pintor, Frank O’Hara, responsable de colecciones del MoMA durante no pocos
años, amigo al igual que Apollinaire de decenas de pintores y autor de un
famoso poema titulado «Por qué no soy pintor», explicación que podrían
emprender la multitud de poetas interesados en las artes visuales, autores de
infinidad de ensayos, tentativas y versos sobre el acto creativo del pintor o
el sentido de las imágenes, pero que solamente se han dedicado a la pintura de
forma muy tangencial o tardía (o nada en absoluto): es el caso de Valéry, Rilke
(muy interesado, aparte de en Rodin, en El Greco, Goya y Velázquez), Juan
Eduardo Cirlot, Breton, Gertrude Stein, Éluard, Ezra Pound, William Carlos
Williams o Baudelaire (este último, no obstante, un dibujante notable).
¿Por qué pintan
los poetas y escriben los pintores? La explicación varía con los siglos. No
siempre pintaron unos y escribieron otros. Durante el Renacimiento, raro era el
escritor que acudiera a la pintura y, sin embargo, son relativamente abundantes
los pintores que escribían, bien poemas, bien textos de otro tipo más teórico (pensemos
en Da Vinci o Vasari, ensayistas y poetas). Los poetas debían de ser cultos y
aspirar al humanismo ―a la manera de Petrarca― de igual manera que los
pintores, practicantes de una disciplina aún a caballo entre la artesanía y las
artes liberales. La versatilidad de Miguel Ángel es de sobra conocida:
escultor, pintor, arquitecto, diseñador de fortificaciones… y poeta. Nunca
entendió la poesía como un oficio, ni como una aspiración humanista sensu stricto,
pero la practicaba con pasión desde que en torno a los treinta años aparcara
durante un tiempo la escultura para dedicarse al estudio de las letras y sería
una afición que mantendría hasta su muerte (solo sus sonetos suman
trescientos). Nunca se la ha considerado una poesía de exquisita factura formal,
pero sus propios coetáneos ya apreciaban su singularidad, fruto de su
alejamiento de la tendencia petrarquista de la época: Francesco Berni, un poeta
burlesco y de vida cortesana (y breve: murió envenenado a los treinta y nueve
años), le dirigió una epístola al pintor Sebastiano del Piombo donde dice de
las rimas de Miguel Ángel:
He visto algunas
de sus composiciones;
soy solo un ignorante, y aun así me parece
que en Platón las he leído todas ellas.
Pues es un nuevo Apolo y nuevo Apeles:
así que callad ahora, pálidas violas,
y líquidos cristales y esbeltas fieras;
él dice cosas, y vosotros palabras.
soy solo un ignorante, y aun así me parece
que en Platón las he leído todas ellas.
Pues es un nuevo Apolo y nuevo Apeles:
así que callad ahora, pálidas violas,
y líquidos cristales y esbeltas fieras;
él dice cosas, y vosotros palabras.
Otro caso
renacentista, seguramente más desconocido, es el del pintor Bronzino,
representante del mejor manierismo florentino y prolífico poeta, autor de
cientos de sonetos petrarquistas, canciones y, de manera destacada, poemas
burlescos (capitoli) en los que, entre crípticas obscenidades y
provocadoras alusiones, a veces deslizaba alguna consideración sobre su propio
arte: «(…) pero el diseño, padre universal, / es mucho más que usar reglas y
compases / y con la piedra entenderse y la madera». Como para Miguel Ángel,
también escribir será una actividad secundaria, trabajando durante el día y
leyendo por las noches («ya sabes, Corimbo, que leo así en la cama / para poder
dormirme, / o cuando como ahora, me siento junto al fuego contigo; / y me has
visto garabatear / algunos papeles y componer cualquier cosa / para pasar el
rato y refrescar la cabeza»), pero esos «garabatos» junto a sus excelentes
retratos le convirtieron en un miembro prominente de la élite cultural
florentina (lo que le llevaría a tener algunos roces con Vasari). En 1540
ingresó en la Accademia Fiorentina gracias a una incorporación masiva de
miembros, si bien una maniobra política a gran escala tendría como consecuencia
su expulsión ―junto a otros muchos― en 1547. De ellos solamente Bronzino
lograría la readmisión años después (con una insistencia que muestra la
importancia que daba a su literatura) al tener uno de sus poemas el visto bueno
de los jueces.
Con la llegada
del xvii las relaciones entre pintura y poesía empiezan a darse en condiciones
de más igualdad y surgirá un interés más genuino por parte de los escritores
hacia la poesía: en nuestro país, recuérdense los poemas de Góngora y
Paravicino dedicados a El Greco, los supuestos intentos pictóricos de Quevedo,
ridiculizados por su rival cordobés («¿Quién se podrá poner contigo en quintas,
/ después que de pintar, Quevedo, tratas? / Tú escribiendo ni atas ni desatas;
/ y así, haces lo mismo cuando pintas»), o los pintores-poetas (si bien
mediocres) como Céspedes, Pacheco o Jáuregui. El verdadero turno de los
escritores que pintan llegará sin embargo a finales del xviii cuando, al
incorporarse el dibujo y la pintura a la educación considerada óptima para el
hombre de letras, estos, incluso los de mano menos diestra, empiezan a poblar
los márgenes de sus manuscritos de figuritas y garabatos. Es la época del
talento poliédrico y la obra de arte total que alimentan los mitos del
romanticismo. Aparece en escena la figura del pintor-poeta del que no sabemos
discernir cuál es su dedicación principal, encarnada sobre todo por el artista
total de los artistas totales, William Blake, cuyos aguafuertes realizados para
acompañar y complementar obras propias o ajenas son bien conocidos. La relación
entre su pintura y su poesía es tan estrecha que Roman Jakobson se atrevió en
su «Sobre el arte verbal de William Blake y otros poetas-pintores» a trazar una
analogía entre la gramática de su poesía y la composición pictórica, poniendo
de relieve el carácter geométrico de sus estructuras textuales. Otro gigante
del romanticismo, en este caso francés, representa tal vez un ejemplo menos
conocido de artista completo: Victor Hugo. Creador de más de tres mil dibujos,
en un principio práctica privada o para un pequeño círculo de familiares y
amigos, fue no obstante su oficio creativo principal entre 1848 y 1851, cuando
dejó las letras por la política. Delacroix (autor de un interesantísimo diario,
poeta en su juventud) dijo de él que de haberse dedicado a la pintura hubiera
superado a los artistas de su tiempo y Baudelaire le envidiaba en privado y
adulaba en público. En una carta a este último en 1860, Hugo le escribe:
Estoy muy
contento y orgulloso de que veas con buenos ojos lo que yo llamo mis dibujos a
pluma. He acabado mezclando lápiz, carboncillo, sepia, carbón pulverizado,
hollín y toda clase de extraños mejunjes con los que logro más o menos expresar
lo que tengo en vista y sobre todo en mente. Así me entretengo entre dos
versos.
Lo cierto es que
la obra plástica de Hugo se adelanta a su tiempo al experimentar con las formas
azarosas (gotas de tinta, manchas), materiales no tradicionales (que incluían
el café, el maquillaje o el zumo de frutas) y utensilios diversos (cerillas,
palillos, las barbas de la pluma o los dedos), adquiriendo en ocasiones rasgos
que anticipan el surrealismo, el expresionismo y la abstracción. El siglo xix
verá multiplicarse las relaciones entre poetas y artistas, con destacados creadores
totales como Rossetti, que pintaba para acompañar sus poemas y escribía para
sus cuadros («Rossetti, ¿para qué molestarnos en pintar el cuadro?, ¿por qué no
enmarcar simplemente el soneto?» le dijo su amigo el pintor Whistler), y serán
muchos los escritores que practiquen el dibujo, en aquel entonces parte ya de
la educación y el ocio de las clases altas y medias, de forma parecida a como
lo es hoy la fotografía: de ahí la abundancia de dibujos de escritor, como en
los casos de Ruskin, Poe, Conrad, Manley Hopkins…
Será con el
cambio de siglo, acentuándose según progresan las vanguardias, cuando con la
disolución entre géneros los poetas se lancen a practicar las artes visuales
con menos academicismo y los pintores a escribir para, en numerosas ocasiones,
explicar por escrito sus nuevas ideas (manifiestos, diarios; incluso novelas,
como Chirico), incorporar lo verbal a su pintura (como Klee) o acercar, con la
utilización de ciertas formas, las composiciones pictóricas a la escritura
(Kandinsky, Herbin, Kudriashev…) A Malévich el cambio a la escritura le
permitió ser más preciso: «El pincel es revoltijo y no puede alcanzar las
sinuosidades del cerebro; la pluma es más aguda». Henri Rousseau declaraba que
a los cuadros debía acompañarlos una explicación: «La gente no siempre
comprende lo que ve… es siempre mejor con unos pocos versos». Al contrario, los
escritores tienden a apreciar sobre todas las cosas el placer de la experiencia
pictórica: su inmediatez, su carácter más intuitivo, más físico y palpable. Los
Goncourt años antes ya habían expresado en su diario: «¡Dichoso el oficio del
pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y
del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo, y el
trabajo que para uno es un goce es para el otro un sufrimiento». Strindberg
comparó la sensación de pintar por primera vez con un colocón de hachís y
acudía a los turbulentos paisajes marítimos de las afueras de Estocolmo en las
épocas de crisis (y fueron muchas: tuvo tres infelices matrimonios y era
paranoico depresivo) para desahogarse.
Los resultados,
la dedicación y las peripecias vitales que explican el vínculo con la otra
disciplina serán en todo caso muy variados, casi tantos como artistas existen.
Hay, eso sí, dos grandes grupos. Por un lado tenemos quienes practicaron en su
juventud un arte distinto al que se dedicarán después y en los que esa vocación
primera dejará huellas más o menos profundas. Así los que quisieron ser o
fueron pintores en su juventud, como Cernuda, Juan Ramón Jiménez (que se mudó a
Sevilla para estudiar arte antes de descubrir la poesía) o el conocido caso de
Alberti, cuya voluntad de ser pintor fue firme en su juventud y llegó a exponer
en 1920 sus cuadros, despertando el interés del público, para poco después
abandonarlo todo por las letras («la sorprendente, agónica, desvelada
alegría / de buscar la Pintura y hallar la Poesía, / con la pena enterrada
de enterrar el dolor / de nacer un poeta por morirse un pintor»), aunque
volvería a pintar tras el exilio, sobre todo a partir de su estancia en Roma.
En el otro sentido tenemos a Klee, que antes de ser pintor fue o quiso ser
poeta (además de violinista), querencia a la que no le fue fácil resistirse. A
pesar de «decir adiós», como escribe en su diario, a la música y la literatura
cuando se muda a Munich en 1898 para estudiar arte, admitiría posteriormente
con cierta vergüenza haber continuado escribiendo poemas como forma de escape
creativo de sus frustraciones, al menos hasta 1908, momento tras el cual
empezaría a mezclar pintura y poesía en sus propios cuadros, como en el
conocido Einst dem Grau der nacht enttaucht… Acabaría
afirmando en su diario: «En el fondo soy poeta, pero el saber que lo soy no
debería ser obstáculo en las artes plásticas».
Por otro lado,
está quien acude a la escritura o a la pintura por una necesidad paralela,
tomándosela en serio más allá de una vocación juvenil y asumiéndola como algo
más que un amor interrumpido o una afición diletante. Así, tenemos poetas que
exponen habitualmente en galerías, como Jean Arp o e. e. cummings (que se
preguntó a sí mismo en un poema: «¿Por qué pintas? / Por exactamente la misma
razón que respiro»), o que aunque poseen la ambición y la seriedad gozan de
menor exposición pública en su faceta de pintores, como Federico García Lorca,
que en 1927 escribía a Sebastià Gasch: «Cuando un asunto es demasiado largo o
tiene poéticamente una emoción manida, lo resuelvo con los lápices»,
insistiendo en otras cartas en el placer que le produce tanto la práctica («me
siento limpio, confortado, alegre, niño, cuando los hago») como el
reconocimiento («usted ya sabe el extraordinario regocijo que me causa el verme
tratado como pintor»). Sus dibujos, de estilizadas líneas a pluma en los que
están muy presentes algunas de las metáforas más habituales de su poesía (el
pez, las manos, los ojos, la lluvia) responden bien a aquello que decía Cocteau
de los dibujos de poeta: «Los poetas no dibujan, desenredan su escritura y
después la atan de nuevo, pero de forma diferente».
En cuanto a los
pintores, tal vez los escritos más conocidos sean los de Picasso, lector voraz
de poesía desde su infancia y autor de numerosos poemas durante toda su vida,
aunque especialmente concentrados en torno al año 1935 cuando inmerso en un
proceso de crisis personal y de redefinición artística se lanza con ansias
redobladas a la poesía. También escribiría una mítica obra de teatro, El
deseo atrapado por la cola, representada un puñado de veces y de forma
privada (en su propio estudio o en el piso de unos amigos) en el París ocupado
de 1944 y con un reparto formado por Dora Maar, Queneau, Simone de Beauvoir,
Sartre, Camus… En algún momento admitiría: «Materialmente dediqué el mismo
tiempo a ambas actividades [la escritura y la pintura]. Quizá algún día, cuando
yo desaparezca, apareceré descrito en los diccionarios de esta manera; Pablo
Ruiz Picasso: poeta y autor dramático español. Se conservan de él algunos
cuadros». No es el único ejemplo: también otros pintores se tomaron en serio la
escritura, como Dalí, Kandinsky (cuyo poemario Klänge de 1912
coincide con su paso a la abstracción), Ramón Gaya (que escribió algunos de los
mejores textos del siglo xx sobre pintura en sus ensayos y diarios) o el vienés
Kokoschka, autor de varios torturados poemas a Alma Mahler, de quien fue
amante, y de teatro expresionista, llegando algunas de sus obras a ponerse en
escena por el mismísimo Max Reinhardt.
El último de los
poetas-pintores, en realidad el último de los artistas totales, es tal vez el
francés Michaux, y sería justo acabar con él este ya extenso aunque incompleto
recorrido por las fronteras que separan las artes hermanas. Y supone, de alguna
manera, cerrar el círculo, puesto que lo que Michaux pretende con sus formas
imprecisas de tinta, sus garabatos alucinados (en muchas ocasiones
realmente drogados), en parte antropomorfos y en parte
caligráficos, además de encontrar el habitual oasis de frescor («me siento
joven en la pintura, estoy viejo en la escritura»), es liberar los trazos de lo
escrito, volver tal vez a ese Adán y a ese palito del poema de Kipling: a la
velocidad del gesto libre, no al trazo sino al trayecto, al idioma interior,
hecho de imágenes que se escriben y letras que se dibujan, que sirve para
lograr decir lo que no puede decirse.
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De LITORAL,
revista de poesía, arte y pensamientoImágenes:
Henri Michaux
William Blake
Hermann Hesse
Federico García Lorca
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