Monday, September 25, 2017

El texto en francés

JORGE CUBA LUQUE

Alguna vez Jorge Luis Borges declaró que la palabra del idioma francés que más le gustaba era arc-en-ciel, arco iris. Si a alguien le interesara saber cuál es la mía, yo le diría étoile, estrella. Lo era ya en 1989, cuando llegué a Francia e instalado en París una tarde quise ir a ver el Arco del Triunfo. Tomé el metro, salí en la estación Charles de Gaulle-Étoile que queda justo a un lado del célebre monumento: me di con una desmesurada plaza circular a la que desembocan doce amplias y largas avenidas; hasta 1970 se llamó solo Place de l’Étoile, Plaza de la Estrella (el nombre del general De Gaulle fue añadido en 1970, poco después de su muerte). Años más tarde, en el sur de Francia, husmeando un día en las estanterías de un bouquiniste, encontré un ejemplar de La  place de l’étoileEl lugar de la estrella, de Patrick Modiano, título ambiguo que hace alusión tanto a la plaza donde se encuentra el Arco del Triunfo como al lugar (“place” en francés) en la vestimenta que, por orden de los nazis en el París de la Ocupación, los judíos tenían que adosar una estrella de David amarilla.

Así, étoile es la bisagra que articula dos etapas de mi relación con la lengua francesa: una primera, de casi una década, en París, la otra, actual, en los alrededores de Toulouse. Si bien en los años que pasé en la Ciudad Luz el francés era el medio de comunicación de la vida cotidiana, hablarlo tenía algo de superficial, muy ajeno a mí. Tal vez porque poseía ya un cierto dominio del idioma (estudiado en la Alianza Francesa) no me interesé demasiado en perfeccionarlo. Era el castellano el idioma que hablaba con pasión, el castellano de la Lima que había dejado atrás, el habla criolla que era parte de mí y que me vinculaba a los amigos peruanos coetáneos con los que compartía no solo el descubrimiento de París sino también nuestras lecturas de autores latinoamericanos, nuestras tentativas de creación literaria. Era una situación inusitada en la que París, el espacio que nos albergaba y que admirábamos, parecía un pretexto, una circunstancia.  

Sin embargo, el francés venía por las noches, en mis horas de lectura de literatura francesa: primero fue la vuelta a las obras leídas en castellano, de las que ahora tenía el texto en francés: “Nous étions à l’étude, quand le Proviseur entra, suivi d’un nouveau…”, o “Aujourd’hui maman est norte. Ou peut-être hier, je ne sais pas…”, o “Madame Vauquer, née de Conflans, tient à Paris une pension bourgeoise établie rue Neuve-Sainte-Geneviève…” o “Sur ce sentiment dont l’ennui, la douceur m’obsèdent, j’hésite  à apposer ton nom, le nom grave de tristesse…” La nueva lectura de lo ya leído enriqueció lo ya leído, y se amplió con nuevos títulos, nuevos autores. Poco a poco el francés empezó finalmente a venir  también por las calles, en el quehacer de los diversos oficios practicados, en las letras de las canciones, en el cine (cómo olvidar Cléo de 5 à 7), y venía con su cadencia, con sus giros coloquiales, y hasta del cielo de París que parece besar esas buhardillas de fachada de latón plomizo en las que se puede ser muy pobre y muy feliz, para decirlo con la frase de Hemingway. Los almanaques se habían entre tanto sucedido unos a otros y seguía hablando el castellano como cuando me fui del Perú sin percatarme que todo idioma es como un ser vivo, cambiante.

Seiscientos kilómetros al sur de París, lugar al que me mudé, encontré el acento del habla meridional, esa forma de entonar el francés pautada de occitanismos y un qué sé yo de Francia de otro tiempo. Llegaba con mi acento esforzadamente parisino en el que sonaba un eco extranjero (por lo que no faltaba quien me preguntara si yo era español). Por entonces empecé a ganarme la vida como profesor de español en las escuelas públicas francesas, un español tanto de España como de los diversos países latinoamericanos, o sea de todas partes y de ninguna, para todos pero no para mí. Vivía en una campiña, en la que rara vez me encontraba con un connacional, por lo que creía que había perdido mi habla esencial, algo imposible, desde luego.

Si bien no tenía oportunidad de hablarla (salvo durante algunas escapadas a París, en donde reencontraba a los viejos amigos), la cultivaba con la escritura, siendo ahora consciente de que en mis textos intentaba contar acaso algo anticuado, no tanto por sus temas, sino mediante un lenguaje que se quedó en el pasado, varias décadas atrás. A la vez, este lenguaje ha experimentado un curso normal de cambio, influenciado además por los tonos y giros de la inmigración interna. Por momentos creo ser un Rip Van Winkle de nuestro castellano, como aquel cuento homónimo de Washington Irving, en el que mi larga ausencia del país se relaciona con el sueño de Winkle, que duró años, lapso en el que el mundo, tal y como lo conocí, se transformó sin él.

Por eso la literatura, la que leo en castellano y en francés, me permite paliar esa pérdida. La primera me ancla en mi habla, regodeándome en ella: Ricardo Palma, José Diez Canseco, Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce, Manuel Scorza, Mario Vargas Llosa, entre nuestros clásicos; la segunda, la que amplía la realidad que veo en mi día a día en Francia. Soy incapaz de escribir un cuento, por muy corto que sea, en francés; soy incapaz, hoy, de escribir a una administración peruana en castellano, me haría falta un corto periodo de inmersión. El idioma francés no ha influido en mis escritos pero sí en mi manera de apreciar en el texto en francés una cadencia que me gusta, una subjetividad elaborada con un dominio formal de la lengua, una sobriedad, por así decirlo. Et j’aime la nuit écouter les étoiles.

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De LIBRERÍASUR, 25/09/2017


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