JORGE CUBA LUQUE
Alguna vez Jorge
Luis Borges declaró que la palabra del idioma francés que más le gustaba
era arc-en-ciel, arco iris. Si a alguien le interesara saber cuál
es la mía, yo le diría étoile, estrella. Lo era ya en 1989, cuando
llegué a Francia e instalado en París una tarde quise ir a ver el Arco del
Triunfo. Tomé el metro, salí en la estación Charles de Gaulle-Étoile que queda
justo a un lado del célebre monumento: me di con una desmesurada plaza circular
a la que desembocan doce amplias y largas avenidas; hasta 1970 se llamó solo
Place de l’Étoile, Plaza de la Estrella (el nombre del general De Gaulle fue
añadido en 1970, poco después de su muerte). Años más tarde, en el sur de
Francia, husmeando un día en las estanterías de un bouquiniste,
encontré un ejemplar de La place de l’étoile, El
lugar de la estrella, de Patrick Modiano, título ambiguo que hace alusión
tanto a la plaza donde se encuentra el Arco del Triunfo como al lugar (“place”
en francés) en la vestimenta que, por orden de los nazis en el París de la
Ocupación, los judíos tenían que adosar una estrella de David amarilla.
Así, étoile es
la bisagra que articula dos etapas de mi relación con la lengua francesa: una
primera, de casi una década, en París, la otra, actual, en los alrededores de
Toulouse. Si bien en los años que pasé en la Ciudad Luz el francés era el medio
de comunicación de la vida cotidiana, hablarlo tenía algo de superficial, muy
ajeno a mí. Tal vez porque poseía ya un cierto dominio del idioma (estudiado en
la Alianza Francesa) no me interesé demasiado en perfeccionarlo. Era el
castellano el idioma que hablaba con pasión, el castellano de la Lima que había
dejado atrás, el habla criolla que era parte de mí y que me vinculaba a los
amigos peruanos coetáneos con los que compartía no solo el descubrimiento de
París sino también nuestras lecturas de autores latinoamericanos, nuestras
tentativas de creación literaria. Era una situación inusitada en la que París,
el espacio que nos albergaba y que admirábamos, parecía un pretexto, una
circunstancia.
Sin embargo, el
francés venía por las noches, en mis horas de lectura de literatura francesa:
primero fue la vuelta a las obras leídas en castellano, de las que ahora tenía
el texto en francés: “Nous étions à l’étude, quand le Proviseur entra, suivi
d’un nouveau…”, o “Aujourd’hui maman est norte. Ou peut-être hier, je ne sais
pas…”, o “Madame Vauquer, née de Conflans, tient à Paris une pension bourgeoise
établie rue Neuve-Sainte-Geneviève…” o “Sur ce sentiment dont l’ennui, la
douceur m’obsèdent, j’hésite à apposer ton nom, le nom grave de
tristesse…” La nueva lectura de lo ya leído enriqueció lo ya leído, y se amplió
con nuevos títulos, nuevos autores. Poco a poco el francés empezó finalmente a
venir también por las calles, en el quehacer de los diversos oficios
practicados, en las letras de las canciones, en el cine (cómo olvidar Cléo
de 5 à 7), y venía con su cadencia, con sus giros coloquiales, y hasta del
cielo de París que parece besar esas buhardillas de fachada de latón plomizo en
las que se puede ser muy pobre y muy feliz, para decirlo con la frase de
Hemingway. Los almanaques se habían entre tanto sucedido unos a otros y seguía
hablando el castellano como cuando me fui del Perú sin percatarme que todo
idioma es como un ser vivo, cambiante.
Seiscientos
kilómetros al sur de París, lugar al que me mudé, encontré el acento del habla
meridional, esa forma de entonar el francés pautada de occitanismos y un qué sé
yo de Francia de otro tiempo. Llegaba con mi acento esforzadamente parisino en
el que sonaba un eco extranjero (por lo que no faltaba quien me preguntara si
yo era español). Por entonces empecé a ganarme la vida como profesor de español
en las escuelas públicas francesas, un español tanto de España como de los
diversos países latinoamericanos, o sea de todas partes y de ninguna, para
todos pero no para mí. Vivía en una campiña, en la que rara vez me encontraba
con un connacional, por lo que creía que había perdido mi habla esencial, algo
imposible, desde luego.
Si bien no tenía
oportunidad de hablarla (salvo durante algunas escapadas a París, en donde
reencontraba a los viejos amigos), la cultivaba con la escritura, siendo ahora
consciente de que en mis textos intentaba contar acaso algo anticuado, no tanto
por sus temas, sino mediante un lenguaje que se quedó en el pasado, varias
décadas atrás. A la vez, este lenguaje ha experimentado un curso normal de
cambio, influenciado además por los tonos y giros de la inmigración interna.
Por momentos creo ser un Rip Van Winkle de nuestro castellano, como aquel
cuento homónimo de Washington Irving, en el que mi larga ausencia del país se
relaciona con el sueño de Winkle, que duró años, lapso en el que el mundo, tal
y como lo conocí, se transformó sin él.
Por eso la
literatura, la que leo en castellano y en francés, me permite paliar esa
pérdida. La primera me ancla en mi habla, regodeándome en ella: Ricardo Palma,
José Diez Canseco, Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce, Manuel Scorza, Mario
Vargas Llosa, entre nuestros clásicos; la segunda, la que amplía la realidad
que veo en mi día a día en Francia. Soy incapaz de escribir un cuento, por muy
corto que sea, en francés; soy incapaz, hoy, de escribir a una administración
peruana en castellano, me haría falta un corto periodo de inmersión. El idioma
francés no ha influido en mis escritos pero sí en mi manera de apreciar en el
texto en francés una cadencia que me gusta, una subjetividad elaborada con un
dominio formal de la lengua, una sobriedad, por así decirlo. Et
j’aime la nuit écouter les étoiles.
_____
De LIBRERÍASUR, 25/09/2017
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