SVETLANA ALEXIÉVICH
El primer miedo…
El primer
miedo cayó del cielo. Vino flotando con el agua. En cambio, alguna gente, y fue
mucha, estaba tranquila como una roca. ¡Se lo juro por la Cruz! Los hombres
mayores se ponían a beber y decían: «Llegamos a Berlín y vencimos». Y lo decían
como quien lo graba en la pared. ¡Vencedores! ¡Con sus medallas!
El primer
miedo fue… Por la mañana en el huerto encontramos los topos asfixiados. ¿Quién
los asfixió? Por lo común no salen a la luz de debajo de la tierra. Alguien los
echó de allí. ¡Se lo juro por la Cruz!
El hijo me
llama de Gómel:
—¿Los
escarabajos vuelan?
—No hay
escarabajos. Ni se ven por parte alguna larvas. Se han escondido.
—¿Y
lombrices?
—Cualquier
lombriz que encuentres es un manjar para las gallinas. Pero tampoco las hay.
—Esa es la
primera señal: donde no se ven ni escarabajos ni lombrices, es que allí es alta
la radiación.
—¿Qué es eso de
la radiación?
—Mamá, es
una especie de muerte. Convenza a papá para que se vayan. Vivirán con nosotros.
—Pero si no
hemos plantado la huerta.
Si todos
fueran listos, ¿quién haría de tonto? Que arde, pues que arda. Los incendios
son algo temporal; nadie los temía entonces. No conocían el átomo. ¡Se lo juro
por la Cruz! Y eso que vivíamos pegados a la central nuclear; a 30 kilómetros
en línea recta y 40 si vas por carretera. Y contentos que estábamos. Te compras
un billete y te vas para allá. Pues se abastecían allí como en Moscú.
Salchichas baratas y carne siempre en las tiendas. La que quieras. ¡Buenos
tiempos aquellos!
Pero ahora
solo queda el miedo. Cuentan que las ranas y las moscas se quedarán, pero los
hombres, no. La vida se quedará sin los hombres. Cuentan cuentos y más cuentos.
¡Y al que le gusten es un bobo! Pero no hay cuento sin parte de verdad. Es una
vieja canción.
Pongo la
radio. Y no paran de asustarnos con lo de la radiación. En cambio, nosotros
vivimos mejor con la radiación. ¡Se lo juro por la Cruz! Mira tú misma: nos han
traído naranjas, tres tipos de salchichas, lo que quieras. ¡Y eso en el pueblo!
Mis nietos han recorrido medio mundo. La nieta menor regresó de Francia; eso es
ese sitio desde donde nos vino a invadir Napoleón. ¡Abuela, he visto piñas
americanas! Al segundo nieto, hermano de la otra, se lo llevaron a Berlín para
curarlo. Allí, de donde Hitler nos vino a invadir. En tanques.
Ahora es
un nuevo mundo. Todo es distinto. ¿Será culpa de la radiación o de qué? ¿Y cómo
es? Puede que se la hayan enseñado en el cine. ¿Usted la ha visto? ¿Es blanca o
cómo? ¿De qué color? Unos dicen que no tiene ni color ni olor; otros, en cambio,
que es negra. ¡Como la tierra! Aunque si no tiene color, es como Dios: Dios
está en todas partes y nadie lo ve. ¡Nos quieren asustar! Y, en cambio, las
manzanas cuelgan del árbol y las hojas también, igual que la patata crece en el
campo.
Yo creo
que no ha habido ningún Chernóbil; que se lo han inventado. Engañan a la gente.
Mi hermana y su marido se marcharon. No lejos de aquí, a unos veinte
kilómetros. Vivieron allí dos meses y, un día, viene corriendo una vecina y les
dice:
—La
radiación de vuestra vaca se ha pasado a la mía. La vaca se cae.
—¿Y cómo
es que se ha pasado?
—Pues porque
vuela por el aire, como el polvo. Y se pasa volando.
¡Cuentos!
Cuentos y más cuentos.
En cambio
esto que le cuento yo es verdad. Mi abuelo tenía abejas; cinco colmenas tenía.
Pues bien, las abejas se pasaron tres días sin salir; ni una. Allí se quedaron,
dentro de la colmena. Aguardando. El abuelo que va de aquí para allá por el
patio: ¿qué peste será esta? ¿Qué peste negra? Algo ha pasado en la naturaleza.
Porque resulta que su sistema, como nos explicó al cabo de un tiempo un vecino
que es maestro, es mejor que el nuestro; son más listas, porque enseguida se lo
olieron. La radio y los periódicos aún no decían nada, y en cambio las abejas
ya lo sabían. Solo al cuarto día salieron a volar.
Y las
avispas. Había unas avispas, un avispero junto al zaguán, nadie las molestaba,
y aquel día por la mañana desaparecieron. No se las vio ni vivas ni muertas. Y
regresaron a los seis días. Eso es cosa de la radiación.
La
radiación espanta a los hombres y también a los animales del bosque. Y a los
pájaros. Hasta el árbol la teme, lo que pasa es que está callado. No te dirá
nada. En cambio, los escarabajos de Colorado siguen como estaban, comiéndose la
patata, zampándose hasta la última hoja, pues están hechos al veneno. Como
nosotros.
Pero a
veces pienso: en cada casa hay algún muerto. Allí en otra calle, al otro lado
del río. Todas las mujeres se han quedado ahora sin hombres; los hombres han
muerto. En nuestra calle vive mi abuelo, y por allá hay otro. Dios se lleva
antes a los hombres. ¿Por qué razón?, me pregunto. Nadie nos lo traduce en
palabras. Aunque, también, si una se pone a pensar: de quedarse solo los
hombres, tampoco sería bueno.
Y beben,
hija mía, beben. De tristeza, beben. Porque, ¿quién quiere morir? Cuando
alguien muere, ¡sientes una tristeza! Y no encuentras consuelo. Ni nadie ni
nada te pueden consolar. Beben y charlan. Se devanan los sesos. Beben, ríen y
¡zas!, otro que se ha ido.
Todos sueñan
con una muerte llevadera. Pero ¿cómo merecerla?
Solo el
alma vive, hija mía.
Nuestras
mujeres, cariño, están todas vacías; cuente usted que a una de cada tres le han
cortado lo que tiene de mujer. Tanto si es joven como si es vieja. No todas han
llegado a parir. En cuanto lo pienso… Y todo ha pasado en un suspiro.
¿Y qué más
le puedo añadir? Hay que vivir. Y no hay más.
Porque, mire
usted… Antes, nosotros mismos batíamos la mantequilla, la flor de la leche;
hacíamos el requesón y el queso. Cocíamos nuestro engrudo de leche. ¿Comen de
eso en la ciudad? Cubres con agua la harina y la mezclas y te salen unos
pedazos sueltos de masa; entonces, los echas en la cazuela con agua hirviendo.
Lo pones todo al fuego lento y lo blanqueas con la leche. Así nos lo enseñó
nuestra madre: «Aprendedlo también vosotros, hijos míos. Porque yo también lo
aprendí de mi madre». Bebíamos jugo de abedul y de arce: beriózovik y klenóvik.
Las judías verdes sin desgranar las cocíamos en la olla en el gran horno.
Hacíamos jalea de bayas rojas. Y durante la guerra, recogíamos ortiga, armuelle
y otras hierbas. Del hambre, se nos hinchaba el cuerpo, pero no nos moríamos.
Recogíamos bayas en el bosque…, setas…
Y ahora,
ya ve qué vida; todo aquello se ha ido al traste. Y nosotros que nos creíamos
que todo aquello era indestructible, que sería así para siempre. Que lo que
hierve en la olla es eterno. Nunca me hubiera creído que todo cambiaría. Pero
así son las cosas… La leche, prohibida; las legumbres, prohibidas. Nos prohíben
las setas, las bayas… Nos han mandado que la carne hay que tenerla tres horas a
remojo… Y a la patata, cambiarle el agua dos veces cuando la cueces… Pero
medirte con Dios es inútil. Hay que vivir.
Nos meten
el miedo en el cuerpo de que nuestra agua no se puede beber. Pero ¿cómo se
puede estar sin agua? Cada persona necesita su agua. No hay nada sin agua. El
agua la encuentras hasta en las piedras. Y bien, ¿puede ser que el agua sea
eterna? Toda la vida está hecha de ella. ¿Y a quién le vas a preguntar? Nadie
te dice nada. Hasta a Dios le rezan, pero a él no le preguntan. ¡Porque hay que
vivir!
Ya ve, el
grano ha crecido. Buena cosecha…
ANNA
PETROVNA BADÁYEVA,
residente
en la zona contaminada
En Voces de Chernóbil
Traducción: Ricardo San Vicente
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De BIBLIOTECA IGNORIA
TRÁGICO, y eso quiere el evon para el altiplano, oh bestia pueril, torpe y malevola !
ReplyDeleteNi leyéndolo entendería. El dinero pesa más que cualquier cosa.
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