Chuquiago, reciente
trabajo del laureado escritor español Miguel Sánchez-Ostiz, es un incesante
amanecer y atardecer de una ciudad como La Paz, bulliciosa, solitaria, bronca,
original.
Las puertas
abiertas de esa recóndita atmósfera se confunden, por medio de una descomunal
voz literaria y destreza formal, con una escenografía de espíritu vitalista,
también de luces apagadas, pero feliz, como si toda la carga de la memoria de
la ciudad, como si la ambientación muy diversa de lugares, supusiera para el
autor oriundo de Pamplona, Navarra -aquella exótica ciudad minúscula y
clerical, apretada de iglesias y cuarteles como él la retrata- una evocación de
derecho personalísimo, privativo, ancho, y no al paso.
No exenta de
ardor y convicción, la obra obsequia un vigoroso y honesto testimonio de La
Paz, la Chuquiago profusa de imágenes, aromas, sucesión de espacios y hasta
atracciones de feria, las que, por el pulso del micromundo de cuanto rincón y
personajes narrados, parecería, o es, para el autor, un cúmulo candente de
experiencias vitales, si no ya mágicamente vividas.
Tal apropiación
de remembranzas de toda laya, esteticistas, exóticas, descarnadas, llegan
incluso a modelar el espejo de la propia vida de Sánchez-Ostiz, marginando
aquella frase de que "La retentiva es el sello de la capacidad” -como
celebraba Baltasar Gracián-, superándola por una fenomenología que logra captar
la esencia pura.
Se percibe
entonces que el autor, plenamente arraigado o que bien "echa o cría
raíces” en la Chuquiago de tan diversas constelaciones, se distancia por
intervalos exactos, como matemáticos, de ella, para arrimarse, cuando no hay
yuxtaposición, a una minuciosa descripción en detalle, o en trazos largos, de
ilustres personalidades paceñas, distintas en perfil y colorido, cuya sustancia
forja en definitiva, aun en la heterogeneidad, el enlazamiento de rasgos afines
a la colectividad de la urbe.
Los lugares
Cual fuere el
contexto en que se maquina la urdimbre del relato, qué entrañable resulta
aprehender, asimilar en su más pura naturaleza -muchas veces desconocida,
hay que admitir-, "La plaza de San Francisco o el Gran Teatro de La Paz”,
"El Averno y el callejón Caracoles”, "El Olympic”, "El
Cementerio de los Elefantes”, "Por la ruta de las ratas”, "la
Calle Sebastián Segurola y los choros”, "El jardín de los
desaparecidos…”, geometría emblemática que el autor, viendo pasar ciudades
distintas, finalmente las resuelve en una sola, vistosa y audaz, que él
distingue, geográficamente, con el título particular de "ciudad
fragmentaria, rompecabezas, fresco inacabable”, juego de palabras del que
parece, o procura nutrirse en instantes, años, en vidas estelares, intensas y
contagiosas.
La prosa impoluta
y trabajada, cegadora en letra y erudición viva, atrapa al lector que halla en
Chuquiago tanto de encendida gloria como de atmósfera fosca, umbrosa, que, como
imaginario ilusionista, Miguel Sánchez-Ostiz las hace clarear, en arte
alquímico, indisolubles, naturales, de colorido púrpura, como si pusiera luz
bastante en la ciudad para que cada día llegue al final con sus 24 horas
repletas de sueño, de fascinación; y todo habitante de ella, con el corazón
perfectamente adherido al pecho, se reconozca, en la redonda crónica, el ser
que es.
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De LETRA SIETE
(PÁGINA SIETE/La Paz), 10/09/2017
Fotografía: Guaqui, por Miguel Sánchez-Ostiz
Fotografía: Guaqui, por Miguel Sánchez-Ostiz
sin duda La Paz es una ciudad cosmopolita, la única (las demás solo pueblos grandes), lo difícil es respirar a esa altura...
ReplyDeleteDe acuerdo, la única.
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