LA CARRETERA es
una recta infinita. En los bordes hay paja brava, maleza, arbustos, grietas, y
en el horizonte, algunos cerros del color de una tubería oxidada. A izquierda y
derecha aparecen y desaparecen algunas viviendas. La mayor parte del tiempo la
superficie es pura pampa, a veces ocre, a veces blanquecina. Los postes de luz
son lo más parecido a un árbol en varios kilómetros a la redonda. En un
surtidor de gasolina, un motorista como los de las películas de Mad Max,
con rastas interminables y la ropa salpicada por un polvo minúsculo, escudriña
con unos ojos azules tan inquietantes y apocalípticos como el paisaje. En
algunos tramos del viaje, las dunas amenazan con comerse el camino. Pero el sol
no calienta: hace frío.
En esta tierra
recóndita, a seis horas en coche desde La Paz, nació el presidente boliviano Juan Evo Morales Ayma. Un cartel en Isallavi, la comunidad campesina
donde aprendió a pastorear camélidos, recuerda la fecha —26 de octubre de 1959—
y un letrero con el fondo verde anuncia: “Casa Evo”. La construcción tiene unos
siete metros de largo por tres de ancho, las paredes de adobe, el techo de
paja, la puerta cerrada y las ventanas selladas, y es similar a las que hay en
las inmediaciones.
Aquí creció el
niño que dormía entre cueros de oveja y de llama; el niño que después vendería
helados en Argentina, mientras su padre trabajaba en la recolección de caña; el
niño que luego, como dirigente cocalero, tomaría prestados los zapatos de otros
compañeros para asistir a las bodas de sus amigos; el niño que en uno de sus
primeros discursos como primer mandatario diría: “Gracias al voto de ustedes,
aimaras, quechuas, mojeños, somos presidentes”; el niño icono de la Bolivia
indígena.
Aquí, sin que
nadie lo intuyera, comenzó a finales de los años cincuenta un cambio de rumbo.
“En ese otro
ambiente de allá estaba la cocina”, dice ahora Paulino Crispín Bonifacio, de 63
años, mientras apunta hacia otro lado.
“Antes, todo se
cocinaba a leña”, añade luego, “y a veces se comía únicamente una vez al día.
El desayuno era el almuerzo”.
Don Paulino, que
se mueve a cámara lenta porque es temprano y no ha logrado aún desentumecer los
músculos bajo el poncho verde, trabaja como guía del Museo
de la Revolución Democrática y Cultural, en Orinoca, un pueblo cercano al que Evo se trasladó a los
ocho años.
El museo es nuevo, ha costado alrededor de siete millones de
dólares —el
equivalente a unos 24.360 sueldos mínimos bolivianos— y es una mole de cemento
que nos acerca a la historia desde la mirada indígena, y a los más de 11 años
de gobierno de Morales y el Movimiento al Socialismo.
En el interior de
la estructura hay réplicas: de las enigmáticas cabezas del templete semisubterráneo
de las ruinas prehispánicas de Tiahuanaco; de los montículos de piedra o
apachetas que aún se usan en algunas montañas para honrar a las divinidades de
la cosmovisión andina; de los dibujos de Felipe Guamán Poma de Ayala, un
cronista quechua que se atrevió a denunciar los malos tratos de los españoles
tras la conquista. Hay un cómic en blanco y negro, de los años setenta, que
primero fue una radionovela que enumeraba las hazañas de los líderes rebeldes
que se enfrentaron al colonialismo hace más de dos siglos. Hay varios titulares
de prensa que resumen la lucha de los movimientos sociales en las últimas
décadas. Hay salas sui generis: entre ellas, una dedicada a “la
fiesta” y otra a la minería. Hay una estatua de Evo, un busto de Evo y un
retrato de Evo hecho con quinua. Hay vídeos que reproducen las palabras de
Morales con relación al deporte o al litoral perdido en la guerra del Pacífico.
Hay un muro con sus diplomas que recuerda al consultorio de un médico. Hay un
cristal donde está atrapado el famoso jersey a rayas con el que viajó por el
mundo. Hay decenas de obsequios más o menos significativos que
Evo ha recibido tanto
fuera como dentro de Bolivia: matrioskas, rompecabezas, un
portacedés de Cuba, un tótem de madera de Oceanía, un poemario chino, camisetas
de equipos de fútbol y hasta unas pantuflas con los colores de la selección
brasileña. Hay un panel informativo que dice: “El regalo, como gesto humano, es
un acto que obliga moralmente a la reciprocidad”. Hay un centro de
documentación y una biblioteca, y un sinfín de cajas de cartón que se utilizan
como papeleras.
Para Joaquín
Sánchez y Juan Carlos Valdivia, que se encargaron de darle un sentido a toda esta
narrativa, el museo es un espacio con el que los bolivianos se identifican,
donde pueden ver los instrumentos que tocan o sus sombreros típicos, donde se
sienten protagonistas. Para sus detractores, sin embargo, es un elefante blanco
que recibirá pocas visitas y un monumento a la evolatría. “¿Cuántos días al año pierde el presidente
alimentando su ego?”,
tuiteó, cuando se inauguró, el político opositor Samuel Doria Medina. La
estructura abrió sus puertas en febrero y en los tres primeros meses de
funcionamiento, según datos oficiales, hubo 1.272 visitas.
Frente al museo
hay varias hileras de casas: algunas con luz, otras semiabandonadas y muchas de
ellas sin baño. Entre hilera e hilera hay gallinas, un grupo de niños, un par
de perros traviesos y algunos locales —muy pocos— que ofrecen pollo a los
comensales. Cuando Evo viene de visita, según los vecinos, suele pedir maíz
tostado con charque, una carne seca que muchos agricultores llevan encima para
matar el hambre.
En la plaza
principal del pueblo, Moisés Villca —sombrero de ala, cabello con canas, ojos
pequeños— dice que todo ha mejorado desde que el presidente hizo asfaltar el
camino. “Antes, en la época de lluvia, tardábamos varios días en llegar a las
ciudades con nuestros productos”, recuerda. Y a continuación comenta que las
heladas y las sequías destrozan a menudo una parte de sus cosechas.
A cinco minutos
de Orinoca en auto, Raymundo Villca descansa en una habitación desprolija,
tumbado sobre un colchón delgado, con el cuerpo encogido. Su esposa dice que
está enfermo, que apenas se mueve, que necesita ayuda. No sabemos si esta
escena —que queda lejos del circuito turístico— es una casualidad o un patrón
que se repite en otros hogares. Nosotros hemos llegado aquí un día de junio
porque nos dijeron que su hijo se llama como el presidente.
(Vitoria, 1979).
Fue fundador Pie Izquierdo, primera revista boliviana de no ficción y Premio
Nacional de Periodismo de Bolivia en 2008. Obtuvo la primera beca Michael
Jacobs para periodistas de viajes en 2015. Tiene tres libros publicados: 'Los
mercaderes del Che', 'La vida de las cosas' y 'Rigor mortis'.
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De EL PAÍS
SEMANAL, 23/09/2017
Fotografías:
Patricio Crooker
una sensación profunda de nausea
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