PABLO CEREZAL
Atardece en
chiquillos de sonrisa fácil y facilidad lingüística que invitan al turista a
descubrir Fez siguiendo el hilo de Ariadna que enmaraña las calles de su zoco,
uno de los más longevos y extensos de la geografía musulmana... eso, al menos,
aseguran, mientras te dicen sin guía tú perder, ¿quieres ver pieles?, mejor
vista yo enseño, y mezquita también, sí, no problema, yo enseño, y casi se
enredan tus pies en los suyos para mejor perder el paso y, de paso, la brújula.
Tomarás, ya sin remedio, la dirección de juguete y propina de su caminar niño.
Fez se desdibuja
y se marea cuando comprendes formar parte del rebaño de turistas que se han
dejado conducir por el pastoreo de moneda de la necesidad más acuciante.
Pero... ¿quién genera este comercio?
Afuera, lejos,
ajenos a las murallas de la medina, en una calle atestada de Grand Taxi,
chóferes vociferan nombres cuyo significado y dicción no alcanzas a
desentrañar. ¡Sefrou!, ¡Sefrou! Un nombre como un golpe sordo que martillea
oídos y ánimos. Repetición cáustica, acorde breve, ritmo montaraz que despierta
instintos temerosos de revelar su nombre... tal vez los de lo oscuro, que te
llama.
Entro en el Gran
Taxi. Tomo asiento en la parte trasera. Contemplo el suicidio de los relojes.
Minutos necesarios para que se ocupen los asientos aledaños. Partimos, no sé
hacia dónde. Pero partimos, al fin. Y llegamos. Atrás, poco más de media hora.
Atrás, carreteras cuya seguridad no obtuvo el certificado de buena conducta.
Arribamos a las faldas del Atlas. Sefrou, ahí, agazapada tras un murmullo de
siglos que nadie contabilizó.
Suena Khaled en
la radio del vehículo. Scott Walker en mi mente, repitiendo
mordiscos de voz como el taxista repetía ¡Sefrou! no hace tanto... sfrú...
sfrú... sfrú...
... como un
mantra tortuoso de esos a los que nos acostumbra Walker, antes de decapitar el
ritmo con un desacorde brusco para sumergirnos en los avernos de aquello que
llamamos música y que hoy, ahora, ya, acompaña mi naufragio en esta pequeña
población en que mellah y medina ven separado su abrazo imposible por el fragor
del río Agay que, antes de irrumpir en la ciudad como bramido de conquistador
medieval, dibujó sus alrededores de un verde imposible. Sus interiores, marrón
carne corrupta, tendré tiempo de comprobarlo. Pero antes, el atardecer que fue,
y una bombilla que despierta susurros de luz en chilabas remendadas de mugre y
vino, en la licorería sita en las afueras de la ciudad: borrachos y mostachos
que se expresan en un idioma que no conozco y guardan silencio cuando entro al
local con la única intención de comprar unas cervezas.
Camino callejas
caminadas por sombras y nadie, Walker gritando en mis oídos I'm the
only one left alive, las cervezas en una bolsa, estilo yanqui pero mutada
en plástico la estraza.
Me sorprende, en
una esquina, el fantasma de humo de una parrilla que aún regenta aromas de
sacrificio. En la siguiente me sorprende un humo distinto, una caverna desde la
que lo gutural me susurra hasch. Y yo me acerco. Y me envuelve un vaho de
familiaridad mal entendida. Y quemo y olfateo y compro, rápido y sin ruido,
como Walker cuando calla para inventarle nuevas melodías al silencio. Camino y
busco un lugar en que pasar la noche. La meta en forma de azotea blanqueada
como un erial de adobe.
Fumo y bebo y
contemplo galaxias por las que se desplazan estrellas con estrépitos siderales
que abruman mis oídos, amplificados por esta pesadilla en que Scott Walker me
ha naufragado esta noche. A lo lejos, o no tanto, el rebuzno de un asno
cargando cosechas de piedra, como el berrear de un cordero conducido al
sacrificio. Suena Scott Walker -¿ya lo dije?- y me advierte de que introduzco
mis dedos, calcinados por la mínima combustión del hachís, en el abismo. Este
abismo que semeja, ahora, la cremallera de mi pantalón -un nuevo trago, otra Casablanca-
ya desgajada, circuncidada al estilo islámico para aflorar la flora fatua de
una erección de saldo que se agiganta mientras mi memoria escucha los alaridos
del bardo británico, su temple de barítono bastardo, su cantar de sepulturero.
La sangre, en su existencia bipolar, se agolpa a la par en mis sienes y en las
fronteras de mi glande, que te añoran... por eso inauguran granates tan
violentos como los que en la dermis de mis oídos colorea esta escucha
onanística de The Drift. No hay vocabulario lógico que logre
describir lo que Scott Walker plasmó en ese álbum, ni lujuria que pueda
explicar el desbarajuste en que tornado el camastro que me expone al guiño
lejano de las galaxias. Me abandono. Floto. Muero... sin ti, muero. Sin ti, que
paseaste la medina advirtiéndome de que no pasar al otro lado, de no pisar la
mellah, territorio judío, jeroglífico de brujerías. Alguien me advirtió
también, hace años, que no escuchase aquel disco: nunca pasar al otro lado.
Floto. Muero...
Mañana, aún
atolondrado por el exceso, me llegaré hasta Bahlil, el pueblo de las cavernas,
y compartiré mesa de hambre y mantel de exequias con una familia que me
interpela, en un idioma que no conozco, preguntas sin respuesta. Viven en una
cueva. Humedad, sombra, mordisco al aire. Y la voz de Walker despertando gritos
rupestres a esta caverna que Platón no hubiese deseado siquiera imaginar.
Afuera, un
pollino rebuzna -otro-, y un matarife asesta el golpe de gracia al cordero de
dios tú que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros... pero no hay
piedad, y Walker golpea y golpea, haciendo de la carne percusión y de su música
veneno. Lo imagino desordenando las paredes de esta vivienda que es cueva y es
hogar y es caverna y es nada con brochazos de polifonía lacerante, sólo por
jugar... o por aprender, qué sé yo... el hachís es potente, lo fue, anoche,
mientras me vertía escuchando Jesse, en un orgasmo separado por un río, a un
lado el placer al otro el asco, lo repugnante, el rechazo... en Sefrou, una
ciudad habitada sólo por musulmanes y en que un río los separa de los judíos
que allí ya no viven. Walker aúlla I'm the only one left alive...
ya nadie más queda vivo, salvo yo, tal vez, y esta familia que me ofrece harira
en el interior de una cueva que es hogar.
Dormiré aquí,
entre andrajos y cazoletas de kif. Mañana regresaré a Sefrou. Después a Fez,
para abrillantar mis desvaríos con el trapo sutil del turismo.
No busquéis
Sefrou, por favor, y mucho menos Bahlil. No existen, salvo en mi mente
desquiciada y el timbre agónico de Scott Walker que, lo siento, lo sé, nunca
estuvo aquí. Por eso, os aseguro, Sefrou y Bahlil no existen. Él aún no los ha
imaginado. Por eso y porque no desearía que ensuciaseis sus calles con vuestros
andares de piara weekend. En cuanto dobles una esquina, Scott Walker puede
propinarte un hachazo en la cerviz... o una bella musulmana puede maldecirte
por cruzar el puente que conduce hasta la mellah. También, tal vez, os advierta
que bahlil puede traducirse al español como bobo, tontorrón... quién sabe, lo
mismo te miente.
(este texto se
añade al resto de los que conforman mi sección en Red Marruecos: El tiempo de los asesinos... pero esta vez va por libre).
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De VISLUMBRES DE
EL DORADO (blog del autor), 29/09/2017
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