DANIEL BALMACEDA
Lucio V. Mansilla
-soldado de la Campaña del Desierto, oficial en la guerra del Paraguay, bon
vivant e hijo del héroe de la Vuelta de Obligado- tenía un problema
con los ratones. Él mismo lo confesó en sus memorias y agregó que ese miedo
terrorífico lo heredó de su madre. El hombre se trepaba al catre o la cama, con
los pelos de punta, cuando un roedor aparecía.
Además, les tenía
pánico a los perros callejeros. "Un perro en una puerta de calle -decía-
es para mí más estorbo que un hombre". Otra vez escribió: "Yo tengo
un miedo cerval a los perros, son mi pesadilla; por donde hay, no digo perros,
un perro, yo no paso por el oro del mundo si voy solo, no lo puedo remediar, es
un heroísmo superior a mí mismo (...). Juro que los detesto, si no son mansos,
inofensivos como ovejas, aunque sean falderos, cuscos o pelados". Para
este soldado, un mano a mano con un perro era un suplicio. De uno de esos
encuentros quedó el testimonio.
Mansilla se
encontraba cumpliendo funciones militares en el pueblo de Rojas (provincia de
Buenos Aires) en 1870 y acostumbraba ir a cazar con su escopeta por los
alrededores. El inconveniente era que, para no caminar unos kilómetros de más,
tenía que pasar por un rancho donde había un gran mastín: "Salía de mi
casa y llegaba al sitio crítico haciendo cálculos estratégicos, meditando la
maniobra más conveniente, la actitud más imponente, exactamente como si se
tratara de una batalla en la que debiera batirme cuerpo a cuerpo".
"En cuanto
el can diabólico me divisaba, me conocía, estiraba la cola, se apoyaba en las
cuatro patas dobladas, quedando en posición de asalto, contraía las quijadas y
mostraba dos filas de blancos y agudos dientes".
¿Qué hacía el
comandante? Daba un inmenso rodeo. A Mansilla le preocupaban su falta de coraje
y todo lo que caminaba de más, para esquivar a su enemigo, por lo que decidió
enfrentar la situación y, con ella, al mastín.
"Estaba
entero, me sentí hombre de empresa y me dije: 'Pasaré'. Salgo, marcho, avanzo y
llego al Rubicón. ¡Miserable! Temblé, vacilé, luché, quise hacer tripas
corazón, pero fue en vano. Mi adversario, no sólo me reconoció, sino que en la
cara me conoció que tenía miedo de él. Maquinalmente bajé la escopeta que
llevaba al hombro. Sea la sospecha de un tiro, sea lo que fuese, el perro tomó
distancia y se plantó, como diciendo: descarga tu arma y después veremos".
De un lado,
Mansilla y su escopeta; del otro, el mastín y sus colmillos. "Al primer
amago de carga, eché a correr con escopeta y todo; los ladridos no se hicieron
esperar; esto aumentó el pánico de tal modo, que el animal ya no pensaba en mí
y yo seguía desolado por esos campos de Dios". Años más tarde, Mansilla
reconocería que la escopeta terminó en poder del perro porque él la soltó para
correr más liviano y también para intentar distraer con algo a su contrincante.
Confesó que, si
hubiera estado con una dama, no habría pasado semejante bochorno. Porque, según
explicó, "las mujeres tienen el don especial de hacernos hacer todo género
de disparates, inclusive el de hacernos matar. Yo me bato con cualquier perro
por una mujer, aunque sea vieja y fea. Otro se suicida por una mujer, con pistola,
navaja de barba, veneno o arrojándose de una torre". Y concluyó: "Hay
héroes porque hay mujeres".
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De LA NACIÓN, 13/06/2017
Imagen: Copia
del daguerrotipo que se conserva en el Museo Histórico Nacional. Fue tomado en
1855, cuando Mansilla tenía 24 años. La anécdota transcurrió en 1870. Foto:
Archivo
qué buena anécdota, creo que el temor a los perros callejeros es más frecuente de lo pensado...
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