Ramón Díaz Eterović
Es temprano cuando abordamos con el escritor Bartolomé Leal un
destartalado bus que nos llevará a Alta Gracia, ciudad ubicada a 39 kilómetros
de Córdoba, en la que Ernesto Che Guevara pasó varios años de su infancia por
voluntad de sus padres que buscaban una cura para el asma que lo acompañaría
hasta el último de sus días. Alta Gracia es una ciudad tranquila y hermosa, con
abundantes parques y naranjos que crecen en las veredas. Sus casas, antiguas y
nuevas, delatan el buen pasar de la mayoría de sus vecinos; y muchas de ellas
son verdaderas joyitas arquitectónicas que invitan a ser observadas con
atención. La ciudad, además de un casino moderno y amplio, tiene varios
atractivos históricos que atrae a los turistas; entre ellos una antigua
estancia jesuítica y la casa donde vivió el compositor Manuel de Falla cuando
salió al exilio después de la derrota de los republicanos en la Guerra Civil
Española de 1936.
Al finalizar el viaje, descendemos del bus y caminamos una decena de
cuadras hasta llegar a la Casa del Che, construida el año 1911 por la Compañía
de Tierras y Hoteles. En esa casa vivió el pequeño Ernesto, desde 1935 hasta
1937, y de 1939 a 1943. La casa, pintada de blanco, tiene una terraza en la que
se ve una escultura del Che niño, sentado sobre una baranda de concreto. La
escultura muestra a un niño de pantalones cortos y con una mirada profunda que
parece estar observando más allá del jardín.
La casa cuenta con una docena de habitaciones en la que se presenta una
pequeña y ordenada muestra de fotos y objetos que recorren distintos momentos
de la vida del guerrillero. Es una exposición que respeta la intimidad de la
casa, sus rincones hechos para la vida familiar, los objetos que sobreviven
acariciados por los años y los rayos del sol. En la primera sala están sus
objetos de la infancia. Dos triciclos, una cama pequeña, juguetes, un
escritorio de madera, y sobre éste las primeras lecturas del Che: Mark Twain,
Edmundo De Amicis y Emilio Salgari, entre otros autores que alentaron el hábito
lector que lo acompañó toda su vida. Todos publicados en la colección Robin
Hood, con sus características portadas amarillas. “La madre es quien le enseña
a leer porque no puede ir a la escuela (…) a partir de entonces se convierte en
un lector voraz” –señala Ricardo Piglia en su ensayo “Ernesto Guevara, rastros
de lectura”.
En otra de las salas, que lleva el nombre de su amigo Alberto Granados,
encontramos una réplica de la moto que el Che usaría en su viaje por
Latinoamérica, incluyendo parte del sur de Chile. Cuesta imaginar que un
vehículo tan reducido haya podido transportar a dos personas por caminos de
tierra y senderos perdidos en los mapas. En un recorte exhibido en una de las
paredes de la pieza, leemos una noticia del Diario Austral de Temuco que dice:
“Dos expertos argentinos en leprología recorren Sudamérica en motocicleta”. En
esta misma sala se encuentra una parte de las cenizas de Alberto Granados. En
otras habitaciones del museo, encontramos fotos que muestran al Che junto a
varios líderes mundiales: Salvador Allende, Mao, Nasser. También algunos de sus
cuadernos de viajes, lapiceras gastadas por el tiempo, una vieja mochila,
cartas, documentos, su carné de médico. Llama la atención la letra diminuta y
ordenada con la que escribía en sus cuadernos; y desde luego, su afán de
registro, de estricta contabilidad de los hechos cotidianos.
En lo que alguna vez fue el baño de la casa, la foto de un Che de pocos
años, sentado en su bacinica de loza, nos devuelve el tono familiar de la
exposición. Es un niño, parece feliz y mira desafiante el ojo de la cámara. Un
rato más tarde entramos a la cocina, dedicada al recuerdo de doña Rosario, la
mujer que conoció a Ernesto Guevara cuando éste tenía cuatro años y ya sufría
sus devastadores ataques de asma. Sobre una pared, los recuerdos de la nana:
“Muchas veces lo llevé en mis brazos hasta su cama, porque no podía caminar (…)
Él era un niño generoso, cuando compraba golosinas no eran sólo para él, sino
para sus amigos y para los que trabajaban en la casa…”
Cerca del mediodía, la visita llega al patio de la casa. Un Che de
bronce y a tamaño natural está sentado en un escaño. Parece disfrutar el habano
que fuma. Unos pájaros se posan sobre las ramas de un árbol. Decimos adiós al
Che y su casa de la infancia. No hay nada más por apreciar en el lugar y sus
alrededores, salvo la tranquilidad del barrio que se huele en el aire.
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De INMACULADA DECEPCIÓN (blog de Hugo Vera Miranda)
me conmueve, pero también me conmovió conocer la prisión de "La Cabaña", en La Habana...
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