ÁLVARO VÁSQUEZ
Al escuchar
hablar de circo, no pienso en payasos ni en animales salvajes; ni siquiera en
el famoso circo romano. Pienso en el morbo hecho espectáculo y en los
reflectores sobre seres monstruosos, sobre los freaks, los
extraños… los otros; y recuerdo al Obsceno pájaro de la noche de
Donoso, donde lo monstruoso devenía en virtud.
Pablo Cerezal nos
habla de esos circos, creo (aunque hable de acróbatas y tragafuegos). Y también
nos cuenta de los circos actuales, que gustan no por la habilidad artística o
grotesca apariencia de sus figuras, sino por el nivel de tecnología y efectos
especiales que muestren. Circos que olvidan el factor humano. Como
en tantas ocasiones, ya. Demasiadas, dice el autor de Breve
historia del circo, el libro que me mueve a escribir estas líneas.
Y acaso la vida
actual se parezca a un circo más de lo que creemos, por su antiquísimo origen,
por el morbo con lo que los sociólogos llaman la otredad, que en lugar de
ayudarnos a establecer nuestra propia identidad, nos impulsa a discriminar a la
ajena; y por ese olvidar al ser humano, una y otra vez. Olvido del ser humano
no en abstracto, sino de ese de carne y hueso, cuya vida y sufrimiento están
ahí, al alcance de la mano, como en un espectáculo, al que cada día vemos,
olemos y evitamos tocar.
Pablo Cerezal nos
cuenta de su autoexilio en Cochabamba, de su trabajo con un grupo de niños
malabaristas de la calle, de sus frustraciones, de sus efímeras alegrías, de su
soledad, su gato, sus vicios, sus monstruos y sus pesadillas. Literatura
confesional, la llaman algunos.
Quizá por haber
pasado mi niñez y adolescencia en un colegio religioso, al hablar de confesión
pienso en el sacramento confesional del catolicismo, en esa confesión que viene
signada no por la confianza o por la solidaridad (que creo es la que motiva el
texto de Pablo), sino por la culpa. Culpa que necesita de arrepentimiento y de
sufrimiento antes de la expiación. La inquisición de filos, hoguera y sangre ya
terminó, dicen, pero el sufrimiento y la culpa siguen siendo materia prima de
la labor clerical.
¿Qué culpa paga
Pablo Cerezal, que para ser expiada exige que se muestre desnudo a través de
este libro? El texto, más que una confesión, parece un acto masoquista que le
hace abrirse heridas desde las cuales escribe luego, hurgando más y más
profundo, hasta que sangren las ideas, las letras, las intimidades que dejan de
ser tales al volverse cilicios que ciñen el cuerpo de quien así escribe.
Leer el libro me
tomó más tiempo del previsto, no por denso o aburrido, no; sino porque gustoso
acepté todas sus invitaciones, aquellas que me llevaron a leer a Kant, a releer
fragmentos de Nietzsche o Miller, a escuchar a Quique González. Pero sobre
todo, porque siempre me tomó (demasiado) tiempo y esfuerzo leer poesía, y este
libro, además de tener varios poemas, (o uno solo, diseminado entre más de
doscientas páginas de prosa y fotografías, en las que también me detuve varias
veces), tiene poesía impregnada en todo el texto, y por eso es necesario y
hasta placentero volver a algunas líneas o páginas, y quedarse ahí,
disfrutando. Prosa poética, la llaman los que saben.
El texto cuenta
las vivencias del autor en Cochabamba, una ciudad que conozco razonablemente
bien, pero que redescubrí a través de sus letras. Y no porque muestre sitios
por mí desconocidos (que sí lo hace), sino porque la Cochabamba que muestra
esta Breve historia del circo es mi propia ciudad, y acaso
cualquier otra que se vea a través de los ojos que el texto nos obliga a tener
abiertos. Ojos que se ven forzados a reparar en aquello que la cotidianidad, la
apatía, la indiferencia o una simple y egoísta estupidez nos impiden ver día a
día. La mendicidad, la miseria de tantos niños que hacen de la calle
hogar y de sus esquinas cementerio. Ojos que, con su mirada ya desvelada
por la pluma del autor, nos muestran en toda su hipocresía ese disfraz de
risas, algarabía y baile, sus cordialidades susurradas a media asta, su
gangrena de falsas alegrías y borracheras sin sentido.
Y tal como nos
muestra una ciudad que termina siendo la nuestra (sin importar cuál sea), ésa
que más que acogernos, simplemente nos ha hecho un hueco, nos
muestra también al autor desnudo, voluntariamente indefenso y acaso gozoso de
exponerse a través de su texto, consiguiendo que también reconozcamos en las
suyas nuestras propias miserias, frustraciones, miedos y vergüenzas, aquellas
que quisiéramos callar por siempre, pero que a falta de la nuestra encuentran otra
voz, esa que presta Pablo Cerezal, robando nuestras vivencias o regalándonos
las suyas, no lo sé.
Y retrata
nuestras vidas mientras nos cuenta la suya, mientras nos habla de la inocencia
que nos permite ser a los ojos de nuestras madres seres humanos dignos
de ternura; de nuestra cruzada por obtener un salario de fin de mes
y postrera esperanza; de esa añoranza de amor que reclama espejos
en que sorprender tu recuerdo; y de esa esperanza que llega de la diminuta
mano de un hijo, ese que se vierte en el caudal de ternura de nuestras
vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de
beso y futuro.
Y el texto deja
de ser ajeno porque, inmisericorde, saca a la luz aquello que quisiéramos
ocultar, y nos hace suyos; porque grita aquello que tememos incluso susurrar,
porque destruye nuestra intimidad, apropiándosela; porque nos incita a volver
atrás en sus páginas, a releer sus versos y a apreciar sus fotografías, para
así prolongar el viaje hasta la línea final, cautivándonos.
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De ENTRE LÍNEAS
(blog del autor), 19/07/2017
excelente comentario ¡¡!!, BUSCARÉ EL LIBRO
ReplyDeleteBuenísimo, Fernando. Lo aconsejo.
DeleteMuchas gracias por la publicación estimado Claudio.
ReplyDeleteUn abrazo.
Gracias por las lecturas y los textos, Álvaro.
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