Saturday, September 30, 2017

Vikingos

ÁLEX AILLÓN VALVERDE

Llegamos junto a Thomodr Helgason navegando por los oscuros ríos irlandeses.

A lo largo y ancho del Shannon, desde el Lough Derg hasta el Lough Ree, viajaban junto a nosotros el trueno, el dragón y la tormenta.

En la noche los sueños se desplomaban sobre nosotros. Nosotros nos desplomábamos sobre los muertos. Los muertos se desplomaban sobre nuestros dioses. Nuestros dioses se desplomaban en el vacío.

Una madrugada, entre la bruma del aliento de Heimdall, te vi en la orilla de ese lugar al que llaman Limerick.

Ambos nos quedamos parados por un instante y el cuervo voló sobre nuestras cabezas. El barco siguió su curso. Esa mañana yo habría de morir en la batalla. Antes de cerrar los ojos para navegar hacia Niflheim, pensé en ti y pedí a los dioses para que te tuvieran piedad.

La oscuridad cayó pesada sobre mis ojos. Mientras tanto el cielo era un sepulcro ensangrentado que cubría a todos con un rumor de oscuros presagios.

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Imagen: De la exhibición sobre los vikingos en el Denver Museum of Nature & Science


Scott Walker, matarife

PABLO CEREZAL

Atardece en chiquillos de sonrisa fácil y facilidad lingüística que invitan al turista a descubrir Fez siguiendo el hilo de Ariadna que enmaraña las calles de su zoco, uno de los más longevos y extensos de la geografía musulmana... eso, al menos, aseguran, mientras te dicen sin guía tú perder, ¿quieres ver pieles?, mejor vista yo enseño, y mezquita también, sí, no problema, yo enseño, y casi se enredan tus pies en los suyos para mejor perder el paso y, de paso, la brújula. Tomarás, ya sin remedio, la dirección de juguete y propina de su caminar niño.

Fez se desdibuja y se marea cuando comprendes formar parte del rebaño de turistas que se han dejado conducir por el pastoreo de moneda de la necesidad más acuciante. Pero... ¿quién genera este comercio?

Afuera, lejos, ajenos a las murallas de la medina, en una calle atestada de Grand Taxi, chóferes vociferan nombres cuyo significado y dicción no alcanzas a desentrañar. ¡Sefrou!, ¡Sefrou! Un nombre como un golpe sordo que martillea oídos y ánimos. Repetición cáustica, acorde breve, ritmo montaraz que despierta instintos temerosos de revelar su nombre... tal vez los de lo oscuro, que te llama.

Entro en el Gran Taxi. Tomo asiento en la parte trasera. Contemplo el suicidio de los relojes. Minutos necesarios para que se ocupen los asientos aledaños. Partimos, no sé hacia dónde. Pero partimos, al fin. Y llegamos. Atrás, poco más de media hora. Atrás, carreteras cuya seguridad no obtuvo el certificado de buena conducta. Arribamos a las faldas del Atlas. Sefrou, ahí, agazapada tras un murmullo de siglos que nadie contabilizó.

Suena Khaled en la radio del vehículo. Scott Walker en mi mente, repitiendo mordiscos de voz como el taxista repetía ¡Sefrou! no hace tanto... sfrú... sfrú... sfrú...

... como un mantra tortuoso de esos a los que nos acostumbra Walker, antes de decapitar el ritmo con un desacorde brusco para sumergirnos en los avernos de aquello que llamamos música y que hoy, ahora, ya, acompaña mi naufragio en esta pequeña población en que mellah y medina ven separado su abrazo imposible por el fragor del río Agay que, antes de irrumpir en la ciudad como bramido de conquistador medieval, dibujó sus alrededores de un verde imposible. Sus interiores, marrón carne corrupta, tendré tiempo de comprobarlo. Pero antes, el atardecer que fue, y una bombilla que despierta susurros de luz en chilabas remendadas de mugre y vino, en la licorería sita en las afueras de la ciudad: borrachos y mostachos que se expresan en un idioma que no conozco y guardan silencio cuando entro al local con la única intención de comprar unas cervezas.

Camino callejas caminadas por sombras y nadie, Walker gritando en mis oídos I'm the only one left alive, las cervezas en una bolsa, estilo yanqui pero mutada en plástico la estraza.

Me sorprende, en una esquina, el fantasma de humo de una parrilla que aún regenta aromas de sacrificio. En la siguiente me sorprende un humo distinto, una caverna desde la que lo gutural me susurra hasch. Y yo me acerco. Y me envuelve un vaho de familiaridad mal entendida. Y quemo y olfateo y compro, rápido y sin ruido, como Walker cuando calla para inventarle nuevas melodías al silencio. Camino y busco un lugar en que pasar la noche. La meta en forma de azotea blanqueada como un erial de adobe.

Fumo y bebo y contemplo galaxias por las que se desplazan estrellas con estrépitos siderales que abruman mis oídos, amplificados por esta pesadilla en que Scott Walker me ha naufragado esta noche. A lo lejos, o no tanto, el rebuzno de un asno cargando cosechas de piedra, como el berrear de un cordero conducido al sacrificio. Suena Scott Walker -¿ya lo dije?- y me advierte de que introduzco mis dedos, calcinados por la mínima combustión del hachís, en el abismo. Este abismo que semeja, ahora, la cremallera de mi pantalón -un nuevo trago, otra Casablanca- ya desgajada, circuncidada al estilo islámico para aflorar la flora fatua de una erección de saldo que se agiganta mientras mi memoria escucha los alaridos del bardo británico, su temple de barítono bastardo, su cantar de sepulturero. La sangre, en su existencia bipolar, se agolpa a la par en mis sienes y en las fronteras de mi glande, que te añoran... por eso inauguran granates tan violentos como los que en la dermis de mis oídos colorea esta escucha onanística de The Drift. No hay vocabulario lógico que logre describir lo que Scott Walker plasmó en ese álbum, ni lujuria que pueda explicar el desbarajuste en que tornado el camastro que me expone al guiño lejano de las galaxias. Me abandono. Floto. Muero... sin ti, muero. Sin ti, que paseaste la medina advirtiéndome de que no pasar al otro lado, de no pisar la mellah, territorio judío, jeroglífico de brujerías. Alguien me advirtió también, hace años, que no escuchase aquel disco: nunca pasar al otro lado. Floto. Muero...

Mañana, aún atolondrado por el exceso, me llegaré hasta Bahlil, el pueblo de las cavernas, y compartiré mesa de hambre y mantel de exequias con una familia que me interpela, en un idioma que no conozco, preguntas sin respuesta. Viven en una cueva. Humedad, sombra, mordisco al aire. Y la voz de Walker despertando gritos rupestres a esta caverna que Platón no hubiese deseado siquiera imaginar.

Afuera, un pollino rebuzna -otro-, y un matarife asesta el golpe de gracia al cordero de dios tú que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros... pero no hay piedad, y Walker golpea y golpea, haciendo de la carne percusión y de su música veneno. Lo imagino desordenando las paredes de esta vivienda que es cueva y es hogar y es caverna y es nada con brochazos de polifonía lacerante, sólo por jugar... o por aprender, qué sé yo... el hachís es potente, lo fue, anoche, mientras me vertía escuchando Jesse, en un orgasmo separado por un río, a un lado el placer al otro el asco, lo repugnante, el rechazo... en Sefrou, una ciudad habitada sólo por musulmanes y en que un río los separa de los judíos que allí ya no viven. Walker aúlla I'm the only one left alive... ya nadie más queda vivo, salvo yo, tal vez, y esta familia que me ofrece harira en el interior de una cueva que es hogar.

Dormiré aquí, entre andrajos y cazoletas de kif. Mañana regresaré a Sefrou. Después a Fez, para abrillantar mis desvaríos con el trapo sutil del turismo.

No busquéis Sefrou, por favor, y mucho menos Bahlil. No existen, salvo en mi mente desquiciada y el timbre agónico de Scott Walker que, lo siento, lo sé, nunca estuvo aquí. Por eso, os aseguro, Sefrou y Bahlil no existen. Él aún no los ha imaginado. Por eso y porque no desearía que ensuciaseis sus calles con vuestros andares de piara weekend. En cuanto dobles una esquina, Scott Walker puede propinarte un hachazo en la cerviz... o una bella musulmana puede maldecirte por cruzar el puente que conduce hasta la mellah. También, tal vez, os advierta que bahlil puede traducirse al español como bobo, tontorrón... quién sabe, lo mismo te miente.

(este texto se añade al resto de los que conforman mi sección en Red Marruecos: El tiempo de los asesinos... pero esta vez va por libre).

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De VISLUMBRES DE EL DORADO (blog del autor), 29/09/2017


Friday, September 29, 2017

How Hugh Hefner Invented the Modern Man

AMBER BATURA

LUBBOCK, Tex. — In December 1953, the inaugural issue of Playboy magazine hit newsstands without a date. Hugh Hefner, its creator, was unsure whether it would be a success and have a future, so by withholding the date he hoped he could continue to sell that issue until he sold out of that first run.

Mr. Hefner, who died on Wednesday at 91, had nothing to worry about.

In its prime, the magazine ranked among America’s top-selling publications, alongside Life and Time, sometimes beating their subscription rates. The magazine, intended for men, quickly transcended Mr. Hefner’s target audience, with a subscriber base that cut across gender, race, class and ideology.

Today it’s easy to write off Playboy, and Mr. Hefner, as the last remnants of a more sexist age. But seen from the perspective of the 1950s and ’60s, they were progressive icons — not just in the libertine styles they promoted, but in the causes that they featured. The magazine became central to what it meant to be a modern man.

The masculine ideal of the era was narrowly defined: aloof, outdoorsy, a breadwinner, “manly.” Showing too much of an interest in culture, fine food or travel was anathema. Mr. Hefner felt trapped by conformity and designed a magazine that promoted a very different idea of what made an individual a “man” through its features and advice on clothing, food, alcohol selections, art, music and literature. Though it quickly became a cliché, many male readers really did “read it for the articles,” telling surveys that they enjoyed features on the ideal bachelor pad even more than the centerfold.

Of course, Playboy was never just about the articles. From the beginning, its goal was to combine and appeal to men’s entire range of interests — the intellectual, the entertaining and the erotic. Hence the Playboy Playmate, which Mr. Hefner modeled after Esquire’s Vargas Girls, popular among servicemen during World War II. Women in the magazine, he said, were intended more as the girl next door than as sex objects.

Still, the fact that they were often topless (full nudity didn’t appear until 1972) brought criticism that Mr. Hefner objectified women; promoted an unrealistic standard of female beauty; and promulgated the idea that women should be subservient playmates for the modern man. To Mr. Hefner, women were simply one of the interests of most heterosexual men. The magazine featured discussions of equal rights, contraception and reproductive choice. Mr. Hefner never saw that as a contradiction.

As the magazine’s editorial style evolved, Mr. Hefner and his editors delved more into politics and current events. By the 1960s, he was writing a frequent installment, “The Playboy Philosophy,” in which he addressed topics like the First Amendment and sexual mores. He advocated gay rights. He pushed for women’s access to birth control and abortion. He discussed censorship as well as what constituted “obscene” in the United States, and he promoted the free exchange of thoughts and ideas.

And readers responded. So many wrote in that the magazine created “The Playboy Forum,” where it published readers’ letters discussing the content of the “Philosophy.” Playboy became more than just a magazine, but a place that facilitated dialogue among a wide variety of readers: Men, women, veterans, draft dodgers, congressmen and clergy all wrote into the Forum.

Mr. Hefner went beyond the pages of Playboy to spread his message. He created the Playboy Club franchise to bring the atmosphere of the magazine to life for its readers. They could buy good food, good liquor and good entertainment.

He integrated his staff and membership; he hired men and women of all races, and often provided black comedians and musicians their first chances to perform in front of white audiences. When a New Orleans and Miami club owner segregated the membership, Mr. Hefner bought those franchises back. The clubs provided female employees with tuition reimbursement and encouraged them to attend college.

Mr. Hefner also set up the Playboy Foundation, which supported First Amendment rights, often contributing to defendants in free-speech cases. The foundation went on to support other works, including research on post-traumatic stress disorder, commissions on Agent Orange and programs and organizations for veterans.

Those latter causes were no coincidence: Playboy played a major role in the American war in Vietnam. For hundreds of thousands of young men “in country” — their average age was 19 — the magazine made them feel as if they were back home. The centerfold pages hung on tent flaps and office walls, and could be found stashed in pockets, helmets and packs. The interest went beyond the women: Young soldiers eagerly perused the glossy advertisements for the latest stereos, cars and fashion, which they could buy at one of the mall-like PXs on the military’s sprawling bases (yes, even cars, which the government would ship home). It acted as a how-to guide for consumption and consumerism for many young men who had never had disposable income before.

Articles and interviews in the magazine were some of their only sources of real news about the growing antiwar and counterculture movements stateside. They went beyond the headlines, too, discussing and critiquing strategy, the draft and the politicians who moved the chess pieces. But the magazine also remained supportive of the men fighting the war. Countless letters from servicemen to the magazine, now stored in the Playboy archives, reveal how much the magazine lifted morale, how it brought a welcome respite from the boredom, terror and chaos they endured on a daily basis.

While the magazine deserved criticism, its evolution reflected changing norms and values in American society.

In August 1967, a soldier named Donald Iasillo wrote to Playboy thanking the magazine for literally saving his life. An issue folded in his chest pocket had prevented a bullet from entering his heart. “Usually for reasons other than its value as armor plate, Playboy is by far the biggest morale booster in Vietnam,” he wrote. “For this, we all thank you.”

Amber Batura is a doctoral candidate in history at Texas Tech University.

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De THE NEW YORK TIMES, 29/09/2017

Fotografía: Dan Mouer in Vietnam in 1966. The magazine was sent by his wife, along with a batch of chocolate chip cookies.

Thursday, September 28, 2017

Una mujer así no se avergüenza de morir: Anne Sexton

JACINTA ESCUDOS

Podría decirse que el viernes 4 de octubre de 1974 fue un buen día. El sol brillaba. Era otoño. Las hojas de los robles y los arces comenzaban a cambiar de color. Por la mañana había ido a ver a su terapeuta, la doctora Schwartz. Le contó del viaje del que recién había retornado el día anterior, un viaje para leer su poesía. Fumaba, siempre fumaba. Cuando terminó la sesión, manejó su Cougar rojo modelo 67 hasta Norton, para almorzar con su entrañable amiga Maxine Kumin.

Comieron sandwiches de atún. Bebieron vodka. Fumaron. O fumó ella. Era inconcebible verla sin un cigarro entre los labios, entre los dedos. Hablaron de poesía y también de cosas triviales. Revisaron las pruebas de su próximo libro. Maxine también era poeta, pero no sólo eso. Desde que se conocieron en el invierno de 1957, habían formado un vínculo intenso gracias a la identificación de dos amas de casa de los suburbios convertidas en poetas. Ganadoras ambas del Premio Pulitzer, Maxine apenas el año anterior. Ella, en el 67, que fue cuando compró el Cougar. 

Hablaban a diario, se veían a menudo. Si estaban lejos, se escribían cartas. Entre ambas trabajaban sus poemas con la misma rigurosidad como si estuvieran en el taller literario donde se conocieron. Instalaron una segunda línea telefónica, en cada una de sus casas, para dedicarla exclusivamente a hablar dos o más horas diariamente sobre sus versos. Escribieron juntas cuatro libros para niños. Se retaban: escribamos algo a partir de equis idea. Veinte minutos después se llamaban con un poema que se leían y trabajaban, mientras trataban de mantener sosegados a hijos y esposos.

Terminado el almuerzo, ella se monta en el Cougar, arranca, baja la ventanilla y le grita algo a Maxine, algo que ésta no entendió. Siguió con la mirada el Cougar rojo hasta perderlo de vista preguntándose qué le habría dicho. Se lo preguntaría el resto de su vida.

Cuando llegó a su casa en el 14 de Black Oak Street en Weston, se metió a la cocina y tomó otro trago de vodka. El vodka era como agua, no le hacía efecto alguno. Vaso en mano, encendió un cigarrillo e hizo una llamada telefónica. En la noche tenía una cita y llamaba para retrasar la hora del encuentro.

Luego de colgar, se quitó los anillos y los metió en su cartera. A pesar de ser un día soleado, el clima refrescó así es que buscó algo en el armario. Se puso un abrigo que era de su madre. Un abrigo de piel con forro de satín que le quedaba algo pequeño pero que insistía en ponerse. Con el vaso de vodka en la mano caminó hacia el garaje cerrando todas las puertas de acceso.

Mientras tanto, en el consultorio donde había estado por la mañana, la doctora Schwartz encontraba el paquete de cigarrillos y el encendedor de Anne Sexton, escondidos detrás de un jarrón con margaritas. Le pareció muy extraño, pues era obvio que habían sido puestos allí a propósito. Anne no podía estar sin fumar. La doctora tuvo un mal presentimiento.

Maxine Kumin, la última persona en verla viva, se negó durante años a hablar sobre aquel día o sobre su relación con Sexton. Era la segunda vez que le pasaba, perder a una querida amiga por suicidio. Cuando al fin rompió el silencio, Kumin declaró, entre otras cosas, que sabía que tarde o temprano Sexton se suicidaría, pero que también estaba segura que todos los intentos anteriores, más de 5, eran sobre todo maneras de llamar la atención.

Ambas se conocerían en el taller literario del escritor John Holmes, al que Anne Sexton llegaría por recomendación médica. Las múltiples crisis de Sexton comenzarían en 1954, después del nacimiento de su primera hija, cuando le fue diagnosticada depresión post-parto. Al año siguiente tendría a su segunda hija y la depresión fue tal que hubo que internar a Sexton en un hospital mientras las niñas fueron enviadas a casa de sus abuelos paternos. En el 56, un aparente intento de suicidio, el primero, en el que no llegó a tomar las pastillas con las que intentaba matarse, la llevaron al psiquiatra. 

Comenzaría entonces una larga relación con el doctor Martin Ome quien, como mecanismo de catarsis, la alentó a escribir poesía y a integrarse a un taller literario. Mediante la escritura de sus poemas y las sesiones con el doctor Ome, Sexton parecía por fin tener una manera de descargar un sinnúmero de culpas, temores y demonios que la acosaban. Parecía que nada de lo que ocurría en su vida estaba impoluto.

Sus padres eran bebedores y tenían una vida social muy activa, dejando un poco al descuido a Anne y sus dos hermanas durante su infancia. Su tía abuela, a la que llamaba Nana y con quien compartía el nombre de Anne, llegó a sufrir de demencia senil y fue internada varias veces para recibir electroshocks. Era con Nana con quien Anne se sentía más vinculada de toda su familia, y su muerte a los 86 años supuso un duro golpe para Sexton.

Sus piernas largas, su delgadez, sus facciones y sus ojos de un azul intenso le permitieron obtener trabajo como modelo para la agencia Hart de Boston. Estando comprometida para casarse se fugó con otro hombre, Alfred Muller Sexton, con quien eventualmente se casaría y cuyo apellido adoptaría.

En 1959, sus padres morirían. Su padre había sufrido un derrame el año anterior y su madre murió de cáncer. Conoce a Sylvia Plath en el taller literario de Robert Lowell. Ambas se hacen amigas y también rivales poéticas. Sus conversaciones giran en torno a la muerte y los intentos de suicidio de ambas. El círculo de la muerte parecía cerrarse en torno a ella. Cuando Plath se suicida en 1963, Sexton no puede menos que admirarla por el hecho de haberlo logrado.

Mientras tanto, la poesía de Anne crece en calidad y en intensidad. Sexton confiesa que no se queda con nada adentro. Se desnuda totalmente en palabras. Toca el dolor, mete la mano en sus llagas. Escribe sobre lo que otros no se atreven. Los personajes de su vida, la infancia, los recuerdos, lo que no entiende, la menstruación, el aborto, pero sobre todo la muerte y el suicidio son los temas en torno a los cuales construye sus poemas.

La escritura se alterna con intentos de suicidio y crisis depresivas. Se vuelve alcohólica. Nembutal, Deprol, todo tipo de somníferos y calmantes son parte de su repertorio suicida. Sus libros son muy bien recibidos, tanto por la crítica como por los lectores. Es invitada a dar recitales a los cuales llega siempre 10 minutos tarde. Poco antes de morir forma un grupo de rock, Anne Sexton and Her Kind, que musicaliza sus presentaciones. 

Y comienza sus lecturas precisamente con “Her Kind”, “De ésas”, que se convierte en su tarjeta de presentación:

He salido al mundo, una bruja poseída,
rondando el aire negro, más valiente por ello;
soñando el mal, he sobrevolado
las casas planas, de luz en luz:
pobre solitaria, con mis 12 dedos, enajenada.
Una mujer así no es una mujer, lo sé.
Yo he sido de ésas.

He encontrado las cuevas tibias del bosque,
las he llenado de sartenes, esculturas, estantes,
de armarios, sedas, de incontables bienes;
he preparado la cena para gusanos y elfos:
llorando, aullando, ordenando lo que estaba mal.
A una mujer así no se la comprende.
Yo he sido de ésas.

He viajado contigo, carretero, saludando
con los brazos desnudos a los pueblos que pasaban,
aprendiéndome las últimas rutas de la claridad, superviviente
allí donde tus llamas aún muerden mis muslos
y crujen mis costillas bajo la presión de tu carreta.
Una mujer así no se avergüenza de morir.
Yo he sido de ésas.

Cuando verificó que todas las puertas del garaje estaban bien cerradas, Anne se sentó en el asiento del conductor de su Cougar rojo modelo 67. Encendió el motor. Encendió la radio. Siguió tomando su vodka. Y mientras aspiraba con tranquilidad el inodoro veneno del monóxido de carbono, Anne Sexton deseó que sonase alguna canción de The Beatles o The Doors, sus grupos favoritos, para que se la llevaran, por fin, de este mundo.

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De JACINTARIO (blog del autor), 18/02/2008 

Wednesday, September 27, 2017

Cabra da peste

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Cabra da peste... ideas que me llegan desde Bolivia, de la mano de Juan Pablo Piñeiro, novelista y ensalmador de ocasión.

Vamos ruta Nordeste... Vamos la...
Yo no soy brasileiro
Yo soy filho do Nordeste
Yo soy cabra da peste
Yo gostei do Ceara
Yo soy estrangeiro
Vagabundo e cachaceiro
Soy galego e atrevido
Perdido no Ceará

Manu Chao. Ser o no cabra da peste, esto es, una persona corajuda y batalladora, que se impone a las dificultades, y algo más, cabeza dura que se sobrepone a las adversidades, que desarzonado sigue a pie su camino, por tozudez y empecinamiento, o por el contrario conformarse con sobrevivir a la riada de los días, a la climatología sorpresiva, a los ruletazos de la suerte, al demonio que te habita.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 27/09/2017


Los nombres en Tolstói

ALEJANDRO ARIEL GONZÁLEZ

Entre los múltiples aspectos que colocan a Tolstói en un lugar especial dentro de la literatura rusa del siglo XIX cabe mencionar no sólo aquellos que lo diferencian “positivamente” de la pléyade de escritores de su época, es decir, los recursos de los que se valía en su creación artística, sino también aquellos otros que, a despecho de su tradición literaria, están casi ausentes en sus obras. Buen ejemplo de ello es el caso de los apellidos cargados semánticamente: cuando el apellido de un personaje denota bien sus rasgos psicológicos o físicos, bien su actitud hacia los demás, bien su destino, bien la relación del autor con él (paródica, irónica, evocativa).

La lengua española aún no tiene, como la inglesa o la rusa, una palabra afianzada para referirse a este fenómeno. En inglés existe charactonym cuando el personaje es literario, y aptronym cuando la persona es real. Permitámonos entonces valernos de una versión castellanizada del concepto: caractónimo.

Si ya en las representaciones populares rusas podían encontrarse caractónimos, es a partir de mediados del siglo XVIII, con dramaturgos como Lukin y Fonvizin, que el recurso entra de lleno en la literatura. Desde entonces fue utilizado inagotablemente por autores de la talla de Griboyédov, Gógol, Ostrovski, Dostoievski, Saltykóv-Shchedrín, Chéjov, Bulgákov, etcétera. Algunos ejemplos clásicos: el apellido Raskólnikov proviene de la palabra raskol, que significa “escisión”, “cisma”; quien haya leído Crimen y castigo entreverá su carga simbólica. El doctor de Corazón de perro, que transforma a un perro en hombre, lleva el sugestivo apellido Preobrazhensky, que deriva de preobrazhenie, “transfiguración”.

Los caractónimos son uno de los recursos expresivos por excelencia de las letras rusas. No obstante, brillan por su ausencia en la narrativa tolstoiana. Con excepción de algún que otro cuento, no encontramos caractónimos en sus obras. Se ha discutido sobre el origen de algunos de los apellidos de sus personajes. Así, por ejemplo, el carácter cerebral y juicioso del esposo de Anna Karénina estaría reflejado en su apellido: Karenin viene del griego karenon, “cabeza”, palabra que Tolstói, que leía griego, encontró en Homero. Sin embargo, la alusión es muy críptica y sólo para entendidos; el común de los lectores no traza esa genealogía.

¿Cómo explicar esta ausencia de caractónimos en Tolstói? Quien mejor lo ha hecho es Borís Eichenbaum en su libro Lev Tolstói: los años setenta (1940): “En toda la literatura vinculada a Gógol y la escuela natural, el hombre es representado como tipo social o psicológico; se le atribuyen rasgos definidos que se ponen de manifiesto en cada acto, en cada palabra, incluso en su apellido [...] En Tolstói ocurre algo absolutamente distinto: sus hombres no son tipos y ni siquiera del todo caracteres; ‘fluyen’ y cambian, son presentados como individuos con características humanas que entran fácilmente en contacto. Por eso el rasgo típico de los personajes de Tolstói no son los apellidos [...] sino los nombres [...] Lo característico en Tolstói son las designaciones familiares, domésticas de sus protagonistas: el lector los conoce íntimamente, los siente en mayor o menor medida parecidos a él. El principio tolstoiano de intimidad y ‘fluidez’, que distingue claramente su realismo psicológico del realismo de otros escritores, se remonta a Pushkin, como desarrollo y maduración de su método.”

Así, pues, el uso o no de ciertos recursos expresivos encierra una concepción del hombre, del arte, de la representación artística. A dicha concepción puede llegarse a través de esquemas teóricos estéticos y filosóficos; más apasionante y rica –en hallazgos y perplejidades– es la vía de la lectura lenta, atenta y privilegiada (a través de la filigrana del texto) que abre la traducción.

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De LA JORNADA SEMANAL, 04/08/2013

Imagen: Tolstoi en 1848, a los veinte años y en 1910, año de su muerte

Tuesday, September 26, 2017

Aporías de un borracho

JORGE MUZAM

El sol de enero amarillenta el musgo alrededor del estanque. Los patos se ventilan con las alas abiertas. Las vacas se apelotonan bajo la sombra de un aromo negro. 

El domingo parece un día apropiado para pensar. Los otros días son para arañarse, machacar piedras, ajedrecear convenciones, sonrisas de esqueleto. Pero el pensar entristece, ensimisma. La manada se aleja. Algunos se voltean y te miran con reprobación.

Distraigo mis horas en voyeurismos librescos, chismes de la historia, circunstancias anómalas, imprevistos como norma, recreos de la mente, drogas inútiles. Los circuitos de la lógica se entrecruzan y echan chispas.

Me desgajo en aporías como un borracho que se lanza desde un acantilado sin alas certificadas. No hay soluciones a la vista, solo exploraciones sin catalejo ni mapas chapuceros ni exactitudes satelitales. Voy donde las dimensiones se diluyen, donde pasaron los beat de parranda sin siquiera percatarse. No hay sendero, ni duendes escurridizos, ni siquiera una soga para suicidarse. 

La nada no me alegra, la esperanza es vaho matinal de estiércol. El paraíso de un intelectual es frío y solitario, como el risco de un carnero que mastica nieve antes de fenecer.

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 26/09/2017


Imagen: Kazimir Malevich

Monday, September 25, 2017

La palabra

MAURIZIO BAGATIN

"Miraba el cuerpo dormido de Alcibíades, veía los últimos destellos en la chimenea, en la copa de vino, y me preguntaba si las cosas más importantes de la vida no existieran más allá de la palabra, sino antes." - Thodoros Kalliafatidis -

Contemplando el paisaje dejado por las ruinas de Babel… encontraremos al primer grito humano, allí está la tabula rasa de la palabra, aquella voz primordial, luego chismosa o ausente, nunca dicha, saltada y abortada, a la palabra que aún no ha nacido, a la recién sembrada y a la borrada, a la que Adorno temía darle un mañana; ahí están el Gilgamesh inmortal, el profeta bíblico y el cronista evangélico, el hidalgo y el vate, el trovador…                                                                                                                                                          
El lenguaje nace dialectal, el lenguaje reconoce el territorio donde nació, reconoce las huellas del pasado y traza las del futuro, como en un viaje a las raíces, el lenguaje es la lengua materna, es la semilla de la primera acción, es el verbo que nunca traiciona su primavera y puede convertirse en cualquier otra estación; el lenguaje es una concepción del mundo - un modus vivendi - porque contiene la humillación, la opresión y la evocación de los hechos, el lenguaje es nuestra historia, toda su violencia y toda su poesía… Un pueblo deviene pobre y servil/cuando le roban su lengua/heredada de sus padres:/está perdido por siempre (Ignazio Buttitta).                                                                                                                                                               
En el incansable maratón de la palabra nacen el argot, el patois, el dialecto y el runa simi, surge la jerga, el oíl y el oc, el portuñol y el occitano, se vislumbra el spanglish, el quechuañol, el cocoliche, el ladino, el lunfardo y el grikanico… mujeres siempre en fuga y hombres eternamente en guerra, epopeyas y cantos, odas y llantos de una sola actriz, la palabra… el aedo enceguecido en la voluntad del sueño y Rimbaud coloreando vocales, siempre en búsqueda de lo imposible y de la libertad. La palabra: vulgar, jeroglífico, pictogramas, palíndromo, disparate, braille, ideograma, pleonasmo, oxímoron, lapsus, neologismo, blasfemia, proverbio, quid pro quo, toda poesía del hombre, uno grita, uno calla, uno habla y el otro escucha, uno escribe y el otro lee. Ella es la actriz, la palabra. La de amor y la traicionera… perdidas cosas, perdidas palabras… el nombre es arquetipo de la cosa/en las letras de 'rosa' está la rosa/y todo el Nilo en la palabra 'Nilo' (J.L.Borges).                                                                                                                                                           
Diptongos, adjetivos troncos, hiatos que se abren y se cierran como el grito de una gaviota            (Fabrizio De André)… palabra de confín, misiót como le dicen a mi dialecto, el Meneghél que nace con la sal del mar de Venecia y en las peripecias de su viaje, un viento de tramontana del Nord y unas caricias bárbaras lo endulza y lo violenta, con el trabajo campesino y el esfuerzo artesano, toda una poesía hecha de sudor y paciencia, de callos y minuciosidades. La palabra es el arabesco encantador, el trabajo cartujo, es el viaje trovador y la maña pícara, el cincel que extrae y el fuego que forja todo el arte, toda la vida. De ahí las cosas desaparecen por arcaicas y así desaparecen las palabras… luego vendrán nuevos lenguajes: alquimias, metamorfosis, magias… un gallardo Diccionario del diablo de Ambrose Bierce y un curioso Coda al diccionario de Jorge Patiño Sarcinelli, un extravagante Inventario general de insultos de Pancracio Celdrán Gomariz y un elucubrado Vocabulario criollo-español de Ciro Bayo… y así buscándose y encontrándose, enfrentándose y enamorándose… Las palabras te calzan de oro/te coronan con laureles/te reverencian/te abruman de lisonjas/ luego te lapidan. /Las palabras te santifican/te cantan alabanzas/te levantan en el aire/ ¡qué alto vas!/luego te entierran (Oscar Cerruto).                                                                                                                                                                
Las palabras, piedras a la entrada de Auschwitz y poemas posmodernos en el hormigón de Harlem y Manhattan, esculturas marmóreas en Sócrates y Platón y amargor e tormento en el papeleo burocráticos cotidiano… las opacas palabras del poeta real evocan el habla de antes del lenguaje, el entrevisto acuerdo paradisiaco (Octavio Paz)… estrella fugaz o aún quimera en el esperanto, hipogrifo en el sueño y en la conciencia del Poeta, mythos y logos, fábula y orden en el eterno encuentro y desencuentro, en el amor y en el desamor… no es lo mismo oír lo hablado que escribir lo oído (Augusto Roa Bastos).    

Nota: el íncipit es del poeta cochabambino Juan Cristóbal Mac Lean; algunas citas poéticas las debo a los poetas, a ellos la palabra.
septiembre 2017

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Imagen: Parte de la Tableta V de la épica de Gilgamesh


LU XUN: WHAT IS REVOLUTIONARY LITERATURE?

LU XUN

A speech delivered April 8, 1927, at the Whampoa Military Academy. From Lu Xun’s Jottings Under Lamplight.

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Today I would like to say a few things on the topic of “Literature in Times of Revolution.” This academy has invited me on a number of occasions, but I have always put off coming. Why? Because I thought that the reason you gentlemen invited me was probably because I have written several works of fiction and am a man of letters, and so you would like to hear something about literature from me. In truth, that’s not who I am, and I really don’t understand much about literature. My formal studies were first in mining, so the results might be somewhat better if you asked me to speak on the mining of coal than on literature.

Naturally, because of my own interests, I also read some literature from time to time, but I never learned anything that might be of use to you gentlemen. Added to that, my experience in Beijing over these past few years gradually led me to start doubting all the old literary discourses I am familiar with. That was when they opened fire and murdered students and censorship was especially tight. I thought: Literature, oh literature, you are a most useless thing. Only those without power talk about you; no one with real strength bothers to talk, they just murder people. Oppressed people who say a few things or write a few words will be killed. Even if they are fortunate enough not to be killed, and shout out, complain of their suffering, and cry out against injustices every day, those with real strength will still continue to oppress, abuse, and kill; there is no way to deal with them. What value does this literature have for people, then?

The natural world also works this way. When a hawk hunts a sparrow, it is the hawk that is silent while the sparrow squawks. When a cat preys on a mouse, it is the cat that is silent while the mouse squeals. The result is still that those who cry out are eaten by those who remain silent. If a writer does well and writes a few essays, he might garner some fame for himself in his time or earn a reputation for a few years. This is like how after a memorial service, no one mentions the feats of the martyr; rather, everyone discusses whose elegiac couplets are best. What a stable business this is.

However, I’m afraid that the literary specialists in this revolutionary place are always fond of saying how close the connection between literature and revolution is. For example, they say literature can be used to publicize, promote, incite, and advance the revolutionary cause, and thus bring about revolution. Still, it seems to me that this sort of literature has no strength because good literature has never been about following orders and has no regard for its effects. It is something that flows naturally from the heart. If we write literature according to a preselected topic, how is that any different from the formal prose of an imperial examination? It has no value as literature, not to mention no ability to move people.

For revolution to occur, what is needed are revolutionaries; there is no need to be overly anxious about “revolutionary literature.” Only when revolutionaries start writing will there be revolutionary literature.

Still, it seems to me that, after all, there is a relationship between revolution and writing. The literature in times of revolution is not at all the same as literature in times of peace. When there is revolution, the contours of literature itself change. However, only real revolution can change literature; a small revolution won’t because it doesn’t revolutionize anything, so neither can it change literature. Everyone here is used to hearing the term revolution. But when the term is mentioned in Jiangsu or Zhejiang, the people who hear it become fearful, and those who speak it are put in danger. In truth, though, there’s nothing special about revolution; only with it can society reform and humanity progress. That humans were able to evolve from protozoans and civilizations to evolve from barbarism is precisely because there is never a moment without revolution. Biologists tell us: “There is no great difference between humans and monkeys; humans and monkeys are cousins.” But why have humans come to be humans, while monkeys remained monkeys?

The reason is that monkeys refuse change—they insist on walking with their four limbs. Perhaps there was once a monkey who stood up and attempted to walk on two legs. But many other monkeys said: “Our ancestors have always crawled. We forbid you to stand!” And then they bit the monkey to death. Not only did they refuse to stand, they also refused to speak, all because they had to follow old behaviors. Humans are different. They finally came to stand and speak, and they emerged victorious as a result. Now, things are not finished yet. So I say that revolution is nothing special. Every race that has not yet gone extinct is earnestly engaged in revolution on a daily basis, even if it is only a small revolution.

What influence does real revolution have on literature, then? We can roughly divide things into three periods.

(1) Before the revolution, all literature is, in the main, attuned to the inequities and suffering in various social conditions. So this literature complains of suffering and cries out against inequities. There is no dearth of examples of this sort of writing in world literature. However, this literature that complains of suffering and cries out against inequities has no influence on the revolution because it has absolutely no power to it; the oppressor pays it no mind. Even if the mouse were to produce excellent literature from its squeals, the cat would still unceremoniously devour it.

Therefore, at a time when literature merely complains of suffering and cries out against inequities, the race will have yet to find hope because it remains limited to complaining of suffering and crying out against inequities. This is similar to the situation in a court case when the defeated is reduced to asserting that an injustice is being rendered—his opponent then knows that he no longer has power to fight anymore and that the case is closed.

Similarly, literature that complains of suffering and cries out against inequities amounts to such an assertion of injustice and makes the oppressor feel at ease. Some races simply don’t bother to complain of suffering or cry out against inequities since doing so is futile, and they become silent and gradually fall into decline: the Egyptians, the Arabs, the Persians, and the Indians have all lost their voices! As far as races that are defiant and powerful are concerned, since complaining of suffering and crying out against inequities is useless, they see the light and progress from sorrowful laments to shouts of anger. Once this angry literature arrives on the scene, resistance is soon to follow. They are already enraged, so works of literature from this period when the revolution is about to erupt are often accompanied by sounds of rage. This literature wants to resist, and it wants revenge. There was quite a bit of such literature just before the Russian Revolution. Of course, there are also exceptions, for example, Poland. Although the Poles early on had a literature of revenge, it took the Great War in Europe for Poland to become independent.

(2) When revolution arrives, there will be no literature, no voice anymore. This is because, under the influence of the revolutionary tide, everyone has shifted from shouting to action, everyone is busy with revolution, and there is no leisure for discussing literature. Seen from another angle, when life is destitute and people think only of finding nonexistent food to eat, who would be in the frame of mind to discuss literature? Because they have taken a blow from the revolutionary tide, those who long for the past are furious and can no longer indulge in their sort of literature. Some say, “literature is written in times of misery,” but this is not necessarily true; it may be that in times of misery there is no literary output.

In Beijing, whenever I was in dire straits, I went all over looking to borrow money and couldn’t write a single word. It was only once my salary was paid that I could sit down and write. It is also impossible to write when you are busy: a porter with a load must put it down first before he can write; a rickshaw puller must park his rickshaw first before he can write. Revolution is an extremely busy state. At the same time, poverty is widespread during a revolution. This faction is fighting that faction. It is absolutely necessary to first change the social conditions. No one has the time or the mind to write literature. So in times of revolution, literature must temporarily fall silent.

(3) When the revolution is successful, social conditions have improved, and there is abundance in people’s lives, then literature can be produced again. There are two kinds of literature in this period. The first kind acclaims and lauds the revolution. It sings the praises of revolution because progressive writers find it meaningful when they reflect on how society has changed, and progress will contribute to the collapse of the old society and the establishment of the new. On the one hand, they are pleased to see the collapse of the old system; on the other hand, they praise the establishment of the new one. The second kind of literature, which mourns the eradication of the old society—the elegy—is also a kind of literature you find after a revolution. Some feel that this is “counterrevolutionary literature,” but it seems to me that there is no need to label it as such a serious crime.

Although the revolution is in progress, there are still a great many old-style people in society who can’t possibly be converted right away into new-style people. Their minds are full of old thoughts and things. As their environment gradually changes, affecting everything about them, they then recall the comfort of the old times and become nostalgic for the old society. Accordingly, they will create a sort of literature using ancient and stale language. This sort of literature is tragic in tone, expressing the unease in their hearts, witnessing the victorious establishment of the new alongside the destruction of the old system, so they start singing elegies. But this nostalgia and elegiac literature shows that revolution is in progress. If there were no revolution, these old-style people would be ascendant and would not, therefore, sing elegies.

Nonetheless, China has neither of these two types of literature: elegies for the old system or songs lauding the new system. This is because the revolution has not yet succeeded, and we are still engaged in it. However, the old literature remains quite prevalent: nearly everything in the papers is in the old style. I think this is indicative of the fact that the revolution in China has not had a great effect on society and has had no great influence on old-style people, so they can transcend world matters. The literature discussed in Guangdong’s papers is all in the old style; very rarely is new literature taken up. This is evidence of the fact that Guangdong’s society has not been influenced by the revolution. There are no songs lauding the new, no elegies for the old. Guangdong today remains the same as the Guangdong of ten years ago.

Not only is this the case, there isn’t even any literature that complains of suffering or cries out against inequities. All we ever see are reports of unions marching in protest, but even this is limited to what has been permitted by the government; it isn’t resistance to oppression but rather revolution by imperial order. There has been no change in Chinese society, so there are no nostalgic laments, nor are there any battle hymns for the new. These two types of literature exist only in Soviet Russia. The majority of the literary works written by their old-style writers who have fled to foreign lands are mournful and nostalgic laments. The new literature, by contrast, is vigorously moving forward. While there are no great masterpieces yet, even now there are a large number of new works that have already left angry shouts behind and transitioned to the period of singing in praise. It is impossible to know now exactly what the effect this literature extolling the establishment of a progressive, revolutionary society will be, but we may conjecture that it likely will be a people’s literature, since a world for the masses is the goal of revolution.

Of course, there is no people’s literature in China; indeed, there is no people’s literature anywhere in the world yet. All literature that exists now—songs, poetry, and whatnot—in the main is written for the elite. With full bellies, they recline on a couch and read. A scholar encounters a beauty, and the two fall in love. A scoundrel appears causing mischief and creating misunderstandings, but it’s happily ever after in the end. It’s so pleasant to read such things. If the literature doesn’t describe such elite pleasures, then it ridicules the lower classes.

A few years ago, New Youth published a few stories describing the life of a criminal in the barren north. A number of college professors were displeased on reading them since they don’t like reading about this sort of low-class person. If a poem describes a rickshaw puller, then it is lowbrow; if a play includes criminal events, then it is lowbrow. For these professors, the characters in a play should be restricted to scholars and beauties: the scholar is ranked highest among imperial examinees, the beauty is ennobled as a lord’s wife. They like the idea of scholars and beauties, so they are fond of reading such literature and are filled with delight after reading it. The lower classes have no choice but to share in their delight. If today someone writes a novel or poem about the people—workers or peasants— we call it people’s literature.

But in truth this is not people’s literature for the reason that the people have not yet begun to speak. This is the writing of someone else observing the life of the people and adopting the people’s manner of speaking. There are some writers before us who, although poor, are still better off than workers or peasants, otherwise they couldn’t afford to read or write. On first glance it seems that this is the people’s voice. But this is not the case; these are not true stories of the people.

Nowadays there are also people who transcribe the mountain songs and folk ballads that the people sing. They imagine that this is the true voice of the people since this is what ordinary folks sing. But the fact of the matter is that they have to a large extent been indirectly influenced by ancient books. The ordinary folks greatly admire the immense holdings of land of the local gentry; and so they often model their own thoughts on that of the gentry. The gentry recite poetry of regulated verse in either five or seven-character lines. Accordingly, the majority of the mountain songs and folk ballads sung by the ordinary folk also have five or seven characters per line. This is to speak merely of form; in terms of plot and theme, it’s all very hackneyed and worn out, and we can’t call this a true people’s literature.

Chinese fiction and poetry today just isn’t comparable to that of other countries. Since nothing can be done, all we can do is call it literature, but it doesn’t qualify as literature in times of revolution, let alone people’s literature. The writers today are all scholars. If workers and peasants are not liberated, their thought patterns will remain the same as those of the scholars. We must await the true liberation of the workers and peasants before there can be a true people’s literature. Some say, “China already has a people’s literature,” but this is wrong.

You, gentlemen, are true fighters, are warriors of the revolution. For now, I think, it is best not to hold literature in overly high regard. Studying literature doesn’t benefit the war. At best, a war song, if written well, can be read while resting between battles and may provide some amusement. To put it somewhat more grandly, it’s like planting a willow tree: once it has grown tall, providing broad and dense shade from the sun, the farmers, having plowed until noon, might sit under the tree to eat their meal and rest. The present state of affairs in China is that we are in the midst of a revolutionary war. A poem will not scare off Sun Chuanfang, but a cannon shot might send him scurrying for cover. Of course, some say that literature gives strength to the revolution, but personally I have my doubts. Literature has always been a product of leisure. To be sure, though, it can reflect a nation’s culture.

For the most part, people aren’t satisfied with their present occupations. I have no abilities other than writing some essays, and I have grown tired of doing it. But you, gentlemen, grasping your rifles, want to hear a speech on literature.

For myself, I’d naturally prefer to hear the sound of artillery. It seems to me that the sound of artillery is a much finer thing than the sound of literature. This is the end of my speech; thank you, gentlemen, for listening to the end.

Translated by Andrew Stuckey.


From Jottings Under Lamplighted. Eileen J. Chang and Kirk A. Denton. Used with permission of Harvard University Press. Copyright © 2017 by the President and Fellows of Harvard College.

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De LITERARY HUB, 25/09/2017

Imagen: Lu Xun

El texto en francés

JORGE CUBA LUQUE

Alguna vez Jorge Luis Borges declaró que la palabra del idioma francés que más le gustaba era arc-en-ciel, arco iris. Si a alguien le interesara saber cuál es la mía, yo le diría étoile, estrella. Lo era ya en 1989, cuando llegué a Francia e instalado en París una tarde quise ir a ver el Arco del Triunfo. Tomé el metro, salí en la estación Charles de Gaulle-Étoile que queda justo a un lado del célebre monumento: me di con una desmesurada plaza circular a la que desembocan doce amplias y largas avenidas; hasta 1970 se llamó solo Place de l’Étoile, Plaza de la Estrella (el nombre del general De Gaulle fue añadido en 1970, poco después de su muerte). Años más tarde, en el sur de Francia, husmeando un día en las estanterías de un bouquiniste, encontré un ejemplar de La  place de l’étoileEl lugar de la estrella, de Patrick Modiano, título ambiguo que hace alusión tanto a la plaza donde se encuentra el Arco del Triunfo como al lugar (“place” en francés) en la vestimenta que, por orden de los nazis en el París de la Ocupación, los judíos tenían que adosar una estrella de David amarilla.

Así, étoile es la bisagra que articula dos etapas de mi relación con la lengua francesa: una primera, de casi una década, en París, la otra, actual, en los alrededores de Toulouse. Si bien en los años que pasé en la Ciudad Luz el francés era el medio de comunicación de la vida cotidiana, hablarlo tenía algo de superficial, muy ajeno a mí. Tal vez porque poseía ya un cierto dominio del idioma (estudiado en la Alianza Francesa) no me interesé demasiado en perfeccionarlo. Era el castellano el idioma que hablaba con pasión, el castellano de la Lima que había dejado atrás, el habla criolla que era parte de mí y que me vinculaba a los amigos peruanos coetáneos con los que compartía no solo el descubrimiento de París sino también nuestras lecturas de autores latinoamericanos, nuestras tentativas de creación literaria. Era una situación inusitada en la que París, el espacio que nos albergaba y que admirábamos, parecía un pretexto, una circunstancia.  

Sin embargo, el francés venía por las noches, en mis horas de lectura de literatura francesa: primero fue la vuelta a las obras leídas en castellano, de las que ahora tenía el texto en francés: “Nous étions à l’étude, quand le Proviseur entra, suivi d’un nouveau…”, o “Aujourd’hui maman est norte. Ou peut-être hier, je ne sais pas…”, o “Madame Vauquer, née de Conflans, tient à Paris une pension bourgeoise établie rue Neuve-Sainte-Geneviève…” o “Sur ce sentiment dont l’ennui, la douceur m’obsèdent, j’hésite  à apposer ton nom, le nom grave de tristesse…” La nueva lectura de lo ya leído enriqueció lo ya leído, y se amplió con nuevos títulos, nuevos autores. Poco a poco el francés empezó finalmente a venir  también por las calles, en el quehacer de los diversos oficios practicados, en las letras de las canciones, en el cine (cómo olvidar Cléo de 5 à 7), y venía con su cadencia, con sus giros coloquiales, y hasta del cielo de París que parece besar esas buhardillas de fachada de latón plomizo en las que se puede ser muy pobre y muy feliz, para decirlo con la frase de Hemingway. Los almanaques se habían entre tanto sucedido unos a otros y seguía hablando el castellano como cuando me fui del Perú sin percatarme que todo idioma es como un ser vivo, cambiante.

Seiscientos kilómetros al sur de París, lugar al que me mudé, encontré el acento del habla meridional, esa forma de entonar el francés pautada de occitanismos y un qué sé yo de Francia de otro tiempo. Llegaba con mi acento esforzadamente parisino en el que sonaba un eco extranjero (por lo que no faltaba quien me preguntara si yo era español). Por entonces empecé a ganarme la vida como profesor de español en las escuelas públicas francesas, un español tanto de España como de los diversos países latinoamericanos, o sea de todas partes y de ninguna, para todos pero no para mí. Vivía en una campiña, en la que rara vez me encontraba con un connacional, por lo que creía que había perdido mi habla esencial, algo imposible, desde luego.

Si bien no tenía oportunidad de hablarla (salvo durante algunas escapadas a París, en donde reencontraba a los viejos amigos), la cultivaba con la escritura, siendo ahora consciente de que en mis textos intentaba contar acaso algo anticuado, no tanto por sus temas, sino mediante un lenguaje que se quedó en el pasado, varias décadas atrás. A la vez, este lenguaje ha experimentado un curso normal de cambio, influenciado además por los tonos y giros de la inmigración interna. Por momentos creo ser un Rip Van Winkle de nuestro castellano, como aquel cuento homónimo de Washington Irving, en el que mi larga ausencia del país se relaciona con el sueño de Winkle, que duró años, lapso en el que el mundo, tal y como lo conocí, se transformó sin él.

Por eso la literatura, la que leo en castellano y en francés, me permite paliar esa pérdida. La primera me ancla en mi habla, regodeándome en ella: Ricardo Palma, José Diez Canseco, Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce, Manuel Scorza, Mario Vargas Llosa, entre nuestros clásicos; la segunda, la que amplía la realidad que veo en mi día a día en Francia. Soy incapaz de escribir un cuento, por muy corto que sea, en francés; soy incapaz, hoy, de escribir a una administración peruana en castellano, me haría falta un corto periodo de inmersión. El idioma francés no ha influido en mis escritos pero sí en mi manera de apreciar en el texto en francés una cadencia que me gusta, una subjetividad elaborada con un dominio formal de la lengua, una sobriedad, por así decirlo. Et j’aime la nuit écouter les étoiles.

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De LIBRERÍASUR, 25/09/2017


Sunday, September 24, 2017

Aquí vivió Evo Morales Ayma

ÁLEX AYALA UGARTE

LA CARRETERA es una recta infinita. En los bordes hay paja brava, maleza, arbustos, grietas, y en el horizonte, algunos cerros del color de una tubería oxidada. A izquierda y derecha aparecen y desaparecen algunas viviendas. La mayor parte del tiempo la superficie es pura pampa, a veces ocre, a veces blanquecina. Los postes de luz son lo más parecido a un árbol en varios kilómetros a la redonda. En un surtidor de gasolina, un motorista como los de las películas de Mad Max, con rastas interminables y la ropa salpicada por un polvo minúsculo, escudriña con unos ojos azules tan inquietantes y apocalípticos como el paisaje. En algunos tramos del viaje, las dunas amenazan con comerse el camino. Pero el sol no calienta: hace frío.

En esta tierra recóndita, a seis horas en coche desde La Paz, nació el presidente boliviano Juan Evo Morales Ayma. Un cartel en Isallavi, la comunidad campesina donde aprendió a pastorear camélidos, recuerda la fecha —26 de octubre de 1959— y un letrero con el fondo verde anuncia: “Casa Evo”. La construcción tiene unos siete metros de largo por tres de ancho, las paredes de adobe, el techo de paja, la puerta cerrada y las ventanas selladas, y es similar a las que hay en las inmediaciones.
Aquí, en esta casa, comienza un país.

Aquí creció el niño que dormía entre cueros de oveja y de llama; el niño que después vendería helados en Argentina, mientras su padre trabajaba en la recolección de caña; el niño que luego, como dirigente cocalero, tomaría prestados los zapatos de otros compañeros para asistir a las bodas de sus amigos; el niño que en uno de sus primeros discursos como primer mandatario diría: “Gracias al voto de ustedes, aimaras, quechuas, mojeños, somos presidentes”; el niño icono de la Bolivia indígena.

Aquí, sin que nadie lo intuyera, comenzó a finales de los años cincuenta un cambio de rumbo.

“En ese otro ambiente de allá estaba la cocina”, dice ahora Paulino Crispín Bonifacio, de 63 años, mientras apunta hacia otro lado.

“Antes, todo se cocinaba a leña”, ­añade luego, “y a veces se comía únicamente una vez al día. El desayuno era el almuerzo”.

Don Paulino, que se mueve a cámara lenta porque es temprano y no ha logrado aún desentumecer los músculos bajo el poncho verde, trabaja como guía del Museo de la Revolución Democrática y Cultural, en Orinoca, un pueblo cercano al que Evo se trasladó a los ocho años.

El museo es nuevo, ha costado alrededor de siete millones de dólares —­el equivalente a unos 24.360 sueldos mínimos bolivianos— y es una mole de cemento que nos acerca a la historia desde la mirada indígena, y a los más de 11 años de gobierno de Morales y el Movimiento al Socialismo.
En el interior de la estructura hay réplicas: de las enigmáticas cabezas del templete semisubterráneo de las ruinas prehispánicas de Tiahuanaco; de los montículos de piedra o apachetas que aún se usan en algunas montañas para honrar a las divinidades de la cosmovisión andina; de los dibujos de Felipe Guamán Poma de Ayala, un cronista quechua que se atrevió a denunciar los malos tratos de los españoles tras la conquista. Hay un cómic en blanco y negro, de los años setenta, que primero fue una radionovela que enumeraba las hazañas de los líderes rebeldes que se enfrentaron al colonialismo hace más de dos siglos. Hay varios titulares de prensa que resumen la lucha de los movimientos sociales en las últimas décadas. Hay salas sui generis: entre ellas, una dedicada a “la fiesta” y otra a la minería. Hay una estatua de Evo, un busto de Evo y un retrato de Evo hecho con quinua. Hay vídeos que reproducen las palabras de Morales con relación al deporte o al litoral perdido en la guerra del Pacífico. Hay un muro con sus diplomas que recuerda al consultorio de un médico. Hay un cristal donde está atrapado el famoso jersey a rayas con el que viajó por el mundo. Hay decenas de obsequios más o menos significativos que Evo ha recibido tanto fuera como dentro de Bolivia: matrioskas, rompecabezas, un portacedés de Cuba, un tótem de madera de Oceanía, un poemario chino, camisetas de equipos de fútbol y hasta unas pantuflas con los colores de la selección brasileña. Hay un panel informativo que dice: “El regalo, como gesto humano, es un acto que obliga moralmente a la reciprocidad”. Hay un centro de documentación y una biblioteca, y un sinfín de cajas de cartón que se utilizan como papeleras.
Para Joaquín Sánchez y Juan Carlos Valdivia, que se encargaron de darle un sentido a toda esta narrativa, el museo es un espacio con el que los bolivianos se identifican, donde pueden ver los instrumentos que tocan o sus sombreros típicos, donde se sienten protagonistas. Para sus detractores, sin embargo, es un elefante blanco que recibirá pocas visitas y un monumento a la evolatría. “¿Cuántos días al año pierde el presidente alimentando su ego?”, tuiteó, cuando se inauguró, el político opositor Samuel Doria Medina. La estructura abrió sus puertas en febrero y en los tres primeros meses de funcionamiento, según datos oficiales, hubo 1.272 visitas.

Frente al museo hay varias hileras de casas: algunas con luz, otras semiabandonadas y muchas de ellas sin baño. Entre hilera e hilera hay gallinas, un grupo de niños, un par de perros traviesos y algunos locales —­muy pocos— que ofrecen pollo a los comensales. Cuando Evo viene de visita, según los vecinos, suele pedir maíz tostado con charque, una carne seca que muchos agricultores llevan encima para matar el hambre.

En la plaza principal del pueblo, Moisés Villca —sombrero de ala, cabello con canas, ojos pequeños— dice que todo ha mejorado desde que el presidente hizo asfaltar el camino. “Antes, en la época de lluvia, tardábamos varios días en llegar a las ciudades con nuestros productos”, recuerda. Y a continuación comenta que las heladas y las sequías destrozan a menudo una parte de sus cosechas.
A cinco minutos de Orinoca en auto, Raymundo Villca descansa en una habitación desprolija, tumbado sobre un colchón delgado, con el cuerpo encogido. Su esposa dice que está enfermo, que apenas se mueve, que necesita ayuda. No sabemos si esta escena —que queda lejos del circuito turístico— es una casualidad o un patrón que se repite en otros hogares. Nosotros hemos llegado aquí un día de junio porque nos dijeron que su hijo se llama como el presidente.


(Vitoria, 1979). Fue fundador Pie Izquierdo, primera revista boliviana de no ficción y Premio Nacional de Periodismo de Bolivia en 2008. Obtuvo la primera beca Michael Jacobs para periodistas de viajes en 2015. Tiene tres libros publicados: 'Los mercaderes del Che', 'La vida de las cosas' y 'Rigor mortis'.

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De EL PAÍS SEMANAL, 23/09/2017

Fotografías: Patricio Crooker 

Saturday, September 23, 2017

La casa de la infancia del Che

Ramón Díaz Eterović

Es temprano cuando abordamos con el escritor Bartolomé Leal un destartalado bus que nos llevará a Alta Gracia, ciudad ubicada a 39 kilómetros de Córdoba, en la que Ernesto Che Guevara pasó varios años de su infancia por voluntad de sus padres que buscaban una cura para el asma que lo acompañaría hasta el último de sus días. Alta Gracia es una ciudad tranquila y hermosa, con abundantes parques y naranjos que crecen en las veredas. Sus casas, antiguas y nuevas, delatan el buen pasar de la mayoría de sus vecinos; y muchas de ellas son verdaderas joyitas arquitectónicas que invitan a ser observadas con atención. La ciudad, además de un casino moderno y amplio, tiene varios atractivos históricos que atrae a los turistas; entre ellos una antigua estancia jesuítica y la casa donde vivió el compositor Manuel de Falla cuando salió al exilio después de la derrota de los republicanos en la Guerra Civil Española de 1936.
 
Al finalizar el viaje, descendemos del bus y caminamos una decena de cuadras hasta llegar a la Casa del Che, construida el año 1911 por la Compañía de Tierras y Hoteles. En esa casa vivió el pequeño Ernesto, desde 1935 hasta 1937, y de 1939 a 1943. La casa, pintada de blanco, tiene una terraza en la que se ve una escultura del Che niño, sentado sobre una baranda de concreto. La escultura muestra a un niño de pantalones cortos y con una mirada profunda que parece estar observando más allá del jardín.

La casa cuenta con una docena de habitaciones en la que se presenta una pequeña y ordenada muestra de fotos y objetos que recorren distintos momentos de la vida del guerrillero. Es una exposición que respeta la intimidad de la casa, sus rincones hechos para la vida familiar, los objetos que sobreviven acariciados por los años y los rayos del sol. En la primera sala están sus objetos de la infancia. Dos triciclos, una cama pequeña, juguetes, un escritorio de madera, y sobre éste las primeras lecturas del Che: Mark Twain, Edmundo De Amicis y Emilio Salgari, entre otros autores que alentaron el hábito lector que lo acompañó toda su vida. Todos publicados en la colección Robin Hood, con sus características portadas amarillas. “La madre es quien le enseña a leer porque no puede ir a la escuela (…) a partir de entonces se convierte en un lector voraz” –señala Ricardo Piglia en su ensayo “Ernesto Guevara, rastros de lectura”.
En otra de las salas, que lleva el nombre de su amigo Alberto Granados, encontramos una réplica de la moto que el Che usaría en su viaje por Latinoamérica, incluyendo parte del sur de Chile. Cuesta imaginar que un vehículo tan reducido haya podido transportar a dos personas por caminos de tierra y senderos perdidos en los mapas. En un recorte exhibido en una de las paredes de la pieza, leemos una noticia del Diario Austral de Temuco que dice: “Dos expertos argentinos en leprología recorren Sudamérica en motocicleta”. En esta misma sala se encuentra una parte de las cenizas de Alberto Granados. En otras habitaciones del museo, encontramos fotos que muestran al Che junto a varios líderes mundiales: Salvador Allende, Mao, Nasser. También algunos de sus cuadernos de viajes, lapiceras gastadas por el tiempo, una vieja mochila, cartas, documentos, su carné de médico. Llama la atención la letra diminuta y ordenada con la que escribía en sus cuadernos; y desde luego, su afán de registro, de estricta contabilidad de los hechos cotidianos.

En lo que alguna vez fue el baño de la casa, la foto de un Che de pocos años, sentado en su bacinica de loza, nos devuelve el tono familiar de la exposición. Es un niño, parece feliz y mira desafiante el ojo de la cámara. Un rato más tarde entramos a la cocina, dedicada al recuerdo de doña Rosario, la mujer que conoció a Ernesto Guevara cuando éste tenía cuatro años y ya sufría sus devastadores ataques de asma. Sobre una pared, los recuerdos de la nana: “Muchas veces lo llevé en mis brazos hasta su cama, porque no podía caminar (…) Él era un niño generoso, cuando compraba golosinas no eran sólo para él, sino para sus amigos y para los que trabajaban en la casa…”

Cerca del mediodía, la visita llega al patio de la casa. Un Che de bronce y a tamaño natural está sentado en un escaño. Parece disfrutar el habano que fuma. Unos pájaros se posan sobre las ramas de un árbol. Decimos adiós al Che y su casa de la infancia. No hay nada más por apreciar en el lugar y sus alrededores, salvo la tranquilidad del barrio que se huele en el aire.
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De INMACULADA DECEPCIÓN (blog de Hugo Vera Miranda)