BIANCA BATTILOCCHI
En mi fiebre
cerebral o mi locura, no sé cómo llamarlo, mis pensamientos han navegado muchos
mares. (Vincent Van Gogh)
¿Habéis oído
hablar alguna vez del rugido de Toni? ¿De un extravagante personaje que vagaba
por los campos a lo largo del Po? ¿Del vagabundo que hacía trueque con sus
primeros cuadros por un plato de sopa y después se convirtió en un artista
reconocido?
No, no es un
cuento, sino la increíble historia de Antonio Ligabue (1899-1965), pintor y escultor entre las
décadas de los 20 y los 60 del siglo XX, nacido en Zúrig, hijo de una emigrante
friulana pero pronto expulsado de Suiza y llevado a Italia. Y es aquí, en los
campos lombardos, donde prosigue su interminable peregrinación de una familia
de adopción a otra, escuelas para chicos difíciles e instituciones psiquiátricas.
Aquí trabaja como bracero – solo hizo hasta 3º de primaria- y trata de mantenerse
siempre al límite de la supervivencia. Y es en este refugio de ermitaño en el
que Ligabue, hombrecillo solitario y asilvestrado, comienza a distinguirse por
la habilidad para el dibujo y el amor a los animales, sujeto preferido de su
arte.
Trazando con
carbón dibujos sobre los muros, pintando carteles y telones de fondo para
circos ecuestres, Toni, así lo llamaban, empieza a dedicarse con verdadera
pasión a la pintura. Aunque ninguna escuela le dio formación, su excelente
intuición y su continua búsqueda formal dan vida enseguida a obras de gran
dignidad y, sobretodo, de fuerte personalidad. Pero sus primeras creaciones
pictóricas, que se ve obligado a ceder para poder comer o para ganarse un lecho
donde pasar la noche, no son consideradas más que el producto de un marginado
de mente enferma. Algunos de sus cuadros se encontrarán de hecho abandonados en
los desvanes y en los gallineros de Basa.
Sin embargo, la
fortuna se puso de su parte. Un día hacia finales de los años 20, encuentra a
un conocido escultor y pintor italiano, Marino Renato Mazzacurati, que descubre sus dotes, lo instruye en
el uso de la pintura al óleo y lo introduce en el mundo artístico. Es un
verdadero giro para el destino de Antonio Ligabue que gracias a ello,
desde 1932, puede vivir por fin con el fruto de su propio arte y
consagrarse plenamente a la pintura. Partiendo de un imaginario interior, que
provenía de los cómics, del cine y también de los cuadros de fonda, añade a su
arte emotividad, imaginación e invención.
Vayamos ahora al
rugido. Viviendo siempre al margen de la sociedad y comparándose más con los
animales que con los hombres, Ligabue elige a los primeros como principales
protagonistas de sus pinturas y de sus esculturas. De la representación de la
humilde realidad que lo rodea -hecha de animales domésticos, casas coloniales,
campesinos trabajando- evoluciona después a la representación de animales
exóticos y feroces; junto al jabalí, a la zorra, inmortalizados como
depredadores, encontramos tigres y leones que rugen y atrapan con sus garras a
las presas. El artista con un estilo lleno de color, de violencia cromática muy
similar al expresionismo, crea así fantásticos bestiarios.
El rugido del
animal, en concreto, estará a menudo presente en sus obras y esto puede
interpretarse como un largo grito que se repite de lienzo en lienzo denunciando
la aspereza del mundo. Junto a esto podemos encontrar también un segundo rugido
o el propio alarido del autor en sus innumerables autorretratos. Su casi
obsesiva predilección por la representación de estas bestias y su propia
imagen, como delante de un espejo, son índice de una alucinada pero realista
ansia de comunicar: una urgencia de transmitir lo que evidentemente no le era
posible de otro modo. Se trata de una desesperada búsqueda de identidad, quizá
un deseo de salir de la marginación. Así este pequeño hombre solitario, nacido
en unas condiciones difíciles, expresa su tormento existencial. No es
comprendido por la sociedad agrícola y provinciana padana que incluso lo
rechaza ferozmente, y no acepta sus histriónicas expresiones artísticas.
Un universo
simbólico y de cuento el de Ligabue, desgraciadamente hoy encasillado
como arte naif,en el cuál, solo parte de su obra se
puede englobar. Ligabue no tiene formación profesional ni sigue dictámenes
técnicos o filosóficos de las expresiones artísticas del momento. La suya es
una pintura espontánea vista muy a menudo como producto de una mente cercana a
la locura, menospreciada. Se puede en cambio afirmar que Ligabue poseía una
“razón para el arte”. Logra, de hecho, encontrar en la creación artística una
pausa de paz a la irrefrenable fuerza de los impulsos interiores, un diálogo
positivo entre naturaleza y sociedad. Esta lógica es evidente además en su
continuo y autónomo aprendizaje empírico, quizá no culto, pero cuyos frutos son
dignos de ser comparados con alguno de los maestros del arte. A Van Gogh por
ejemplo le une la violencia cromática y una cierta estilización de los sujetos.
La elección existencial de Antonio Ligabue de dedicarse a la pintura, se puede
encontrar bien expresada en esta afirmación de su colega flamenco:
“Si llego a
valer algo más adelante, lo valgo también ahora porque el trigo es trigo aunque
los ciudadanos al principio lo confundan con hierba”.
Traducción
de Maria Luisa Garcia-Motos, profesora de italiano de la escuela de idiomas de
Ciudad Real.
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De HYPÉRBOLE, 2012
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