Saturday, March 17, 2018

Cortes, quebradas y leyendas en la milonga que cruza tres siglos

NICOLÁS GARCÍA RECOARO

Doris Bennan pertenece a una especie en extinción: la bolichera que vive en su boliche. "Allá en el fondo está la vivienda. Soy bolichera con todas las letras", afirma la dueña orgullosa y alma máter del histórico bar Los Laureles. Decimonónico, popular y sobre todo bien tanguero. Apostado en el sur último de la ciudad, el bodegón notable que comanda acredita ¡124 años! de historia bien servida sobre sus mesas. 

"Si tiene dudas, ahí en la pared están colgados los planos originales. El local abrió como pulpería en 1893, cuando esto era puro campo, aljibe y tranqueras. Al poco tiempo se convirtió en almacén de ramos generales y después en un espacio de bar y billares. En esos años, los barrios estaban poblados por estos boliches. Casi todos corrieron la misma suerte. Cerraron y quedaron en el olvido". Los Laureles resiste estoico como el último guapo del 900, en el cruce de la avenida Iriarte y la adoquinada Gonçalves Dias. Una de las esquinas más bellas de Barracas. Quizá también de Buenos Aires.  

La peña de los viernes es un clásico de clásicos del establecimiento. A las 9:30 de la noche, los parroquianos comienzan a apersonarse en el boliche bien emperifollados. Antes de que comience la acción en la pista, Bonnen disfruta un abundante plato de sorrentinos, uno de los tantos manjares de la generosa carta. Confiesa que antes de hacerse cargo del bodegón no tenía pedigrí tanguero: "Vengo de otro palo, más rockero, soy productora de espectáculos hace 35 años. Pero usted sabe, el tango siempre te espera". Hace justo una década, le ofrecieron alquilar el local, que estaba a la miseria, a punto de ser demolido. En un primer momento pensó en abrir un espacio dedicado al rock, pero las charlas con los vecinos le hicieron pegar un volantazo: "Me contaban de la vieja feria de frutas y verduras. Traían sifones, cubiertos, discos de pasta... Y sobre todo me hablaban de los músicos que venían: Eduardo Arolas, Anselmo Aieta, Enrique Cadícamo y Ángel Vargas, que era vecino y se crió entre estas mesas. Este lugar pedía tango". 

Pero no sólo de tangueros vivió el bodegón. Fue tribuna de doctrina política y escenario de tórridos debates entre conservadores y socialistas. Dicen que Alfredo Palacios era comensal habitual. Llegaba caminando desde la Casa del Pueblo de la calle Alvarado, siempre bien acompañado por Benito Quinquela Martín. Entre bocado y bocado, el autor de la "Ley de la silla" se ponía de pie y disparaba certeros discursos contra el régimen oligárquico. 

Otros luchadores, más duchos con los puños que con la palabra, también visitaban el local. Barracas es barrio de boxeadores: Tito Saenz, los hermanos Cañete, sólo para nombrar algunos. "Y no se olvide de Gatica –agrega la dueña y señala una mesa junto al tocadiscos–. Se ubicaba en la ochava, para recibir a los comensales. Así se hacía unos pesos, porque estaba proscripto, en la lona". A estos gladiadores y sus imaginarias coronas debe su nombre Los Laureles. Sus retratos en guardia siguen dando pelea en las paredes del boliche.

Antes de que arranque la ronda de cantores, Bennan recorre sus dominios: "El mejor piropo que me hacen los clientes es cuando me dicen que al entrar se transportan en el tiempo, vuelven a ser jóvenes. Acá el pasado sigue vivo".

Grandes valores 
Mauricio Díaz es un joven de la vieja guardia. Tiene 42 años, pero cultiva un look digno de los muchachos de antes, sin gomina. Bigotito sardina, timbos lustrosos y guayabera bien planchada. "Hace 30 años que empilcho así. No usé nunca un vaquero, menos zapatillas. Con este lorca, la guayabera es ideal. Salgo impecable de la pista". 

Díaz cuenta que a los 8 años, escuchó en la radio de su abuelo la más maravillosa música, que es la voz de Carlos Gardel interpretando "Tomo y obligo". Desde ese día consagró su vida al tango. Es historiador del género, coleccionista –tiene más de 10 mil discos en su casa–, organizador de milongas y, por supuesto, cantor: "Es difícil ganarse el mango, pero yo vivo por y para el tango. Es un orgullo laburar acá, porque Los Laureles son un cacho de historia". Esta noche también despunta el vicio del DJ en el inmortal combinado Ken Brown: "En una tanda que no falla meto Troilo del '40, algo de Tanturi y Pugliese. Una patada en la silla para que salgan a bailar". 

Cuando termina de cantar "Qué me van a hablar de amor", Marcela Prado recibe el aplauso cariñoso de la tribuna. "Esto es un hobby, venimos todos los viernes con una barra de amigos, la hinchada. Al principio me daba vergüenza cantar, pero ahora es una fija", cuenta la dama de 57 años, que se gana la vida como médica y periodista. Su pasión por el 2x4 viene desde cuando peleaba con sus hermanas para ver en la tele Grandes valores del tango. 

Como intérprete, Prado se mira en el espejo de las "minas con voz grave", como Beba Bidart. También envidia a la Merello, aunque dice "que no llega ni a la tapita del taco" de la eterna Tita. "¿Si esto va a morir? Sabe cuántas veces quisieron matar al tango. Cada día se acerca más gente joven. Mire cómo bailan".

En el boliche, conviven sin complejos los caballeros de riguroso saco, los coloridos turistas que se le animan al suburbio y muchos jóvenes de chupines y barba hipster. Al final de la noche, siempre triunfa la elegancia. 

Con 76 años recién cumplidos, Norma García está a punto de tener su debut triunfal en la peña de cantores. Es mendocina, llegó a la Reina del Plata en el '91 y canta en peñas desde que tiene uso de razón. Aunque la encasillaron en el folklore, es una dama del tango. "Está en mi biografía. Soy una mujer con padres de antes, que querían a la hija cocinando y planchando. Pero yo me largué nomás. Disfruto el sabor del aplauso, siempre con el micrófono en mano, ese fierrito bendito que asusta a más de uno". 

Norma lubrica su garganta antes de entrar al ruedo para cantar su versión aguardentosa de "Whisky". Como si recitara un fragmento de la Summa de Santo Tomás de Aquino, la mujer predica: "En esta ciudad, el tango está en el aire, en los adoquines, en los taxis. Existe en todos lados. El tango es Buenos Aires".  

La Calandria de Pompeya 
A Julio César Fernán le sobran pergaminos de la academia del tango. Cantó con todos: Troilo, Goyeneche, Hugo del Carril y siguen las firmas. También animó las veladas del mítico Bar El Chino de Pompeya por más de 15 años. Desde hace seis capitanea –llueva o truene– la peña de los viernes: "Este lugar tiene 'el ángel', querido. La mística heredada del Chino", asegura, al tiempo que acelera una milanesa a caballo con papas fritas que es una pinturita. "¿Hasta cuándo voy a cantar? Qué sé yo, pibe, hasta que dé la voz. Mi vida es esto".  

Si los parisinos tuvieron a Edith Piaf, el "Gorrión de París", los porteños atesoramos a Inés Arce, "La Calandria de Pompeya". La pequeña gran cantante, esta noche ataviada de elegantísimo vestido largo en tono dorado, es el plato fuerte de Los Laureles. Hace un rato se despachó con una versión de "Nostalgia" que hizo delirar al barrio entero. En pocos minutos tiene su segunda entrada al escenario: "No, nunca me canso de cantar. Si me dejan, me mando diez piezas seguidas". 

Sapiente ex obrera textil –trabajó por décadas en la fábrica de medias Carlitos–, La Calandria bordó una carrera sólida en el circuito de milongas porteñas. Con 91 pirulos recién cumplidos, es toda una institución. Su canto atrae fanáticos de Europa, Japón y más allá. Antes de abrir las alas y volar hacia el centro del salón, revela su mayor secreto: "Yo estoy recontrahecha, muchacho. Sólo quiero seguir cantando. ¿Sabe qué es la fama? Que me sigan aplaudiendo todos los viernes en el boliche".  «

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De TIEMPO ARGENTINO, 10/02/2018


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