NICOLÁS GARCÍA RECOARO
Doris Bennan
pertenece a una especie en extinción: la bolichera que vive en su boliche.
"Allá en el fondo está la vivienda. Soy bolichera con todas las
letras", afirma la dueña orgullosa y alma máter del histórico bar Los
Laureles. Decimonónico, popular y sobre todo bien tanguero. Apostado en el sur
último de la ciudad, el bodegón notable que comanda acredita ¡124 años! de
historia bien servida sobre sus mesas.
"Si tiene
dudas, ahí en la pared están colgados los planos originales. El local abrió
como pulpería en 1893, cuando esto era puro campo, aljibe y tranqueras. Al poco
tiempo se convirtió en almacén de ramos generales y después en un espacio de
bar y billares. En esos años, los barrios estaban poblados por estos boliches.
Casi todos corrieron la misma suerte. Cerraron y quedaron en el olvido".
Los Laureles resiste estoico como el último guapo del 900, en el cruce de la
avenida Iriarte y la adoquinada Gonçalves Dias. Una de las esquinas más bellas
de Barracas. Quizá también de Buenos Aires.
La peña de los
viernes es un clásico de clásicos del establecimiento. A las 9:30 de la noche,
los parroquianos comienzan a apersonarse en el boliche bien emperifollados.
Antes de que comience la acción en la pista, Bonnen disfruta un abundante plato
de sorrentinos, uno de los tantos manjares de la generosa carta. Confiesa que
antes de hacerse cargo del bodegón no tenía pedigrí tanguero: "Vengo de
otro palo, más rockero, soy productora de espectáculos hace 35 años. Pero usted
sabe, el tango siempre te espera". Hace justo una década, le ofrecieron
alquilar el local, que estaba a la miseria, a punto de ser demolido. En un
primer momento pensó en abrir un espacio dedicado al rock, pero las charlas con
los vecinos le hicieron pegar un volantazo: "Me contaban de la vieja feria
de frutas y verduras. Traían sifones, cubiertos, discos de pasta... Y sobre
todo me hablaban de los músicos que venían: Eduardo Arolas, Anselmo Aieta,
Enrique Cadícamo y Ángel Vargas, que era vecino y se crió entre estas mesas.
Este lugar pedía tango".
Pero no sólo de
tangueros vivió el bodegón. Fue tribuna de doctrina política y escenario de
tórridos debates entre conservadores y socialistas. Dicen que Alfredo Palacios
era comensal habitual. Llegaba caminando desde la Casa del Pueblo de la calle
Alvarado, siempre bien acompañado por Benito Quinquela Martín. Entre bocado y
bocado, el autor de la "Ley de la silla" se ponía de pie y disparaba
certeros discursos contra el régimen oligárquico.
Otros luchadores,
más duchos con los puños que con la palabra, también visitaban el local.
Barracas es barrio de boxeadores: Tito Saenz, los hermanos Cañete, sólo para
nombrar algunos. "Y no se olvide de Gatica –agrega la dueña y señala una
mesa junto al tocadiscos–. Se ubicaba en la ochava, para recibir a los
comensales. Así se hacía unos pesos, porque estaba proscripto, en la
lona". A estos gladiadores y sus imaginarias coronas debe su nombre Los
Laureles. Sus retratos en guardia siguen dando pelea en las paredes del
boliche.
Antes de que
arranque la ronda de cantores, Bennan recorre sus dominios: "El mejor
piropo que me hacen los clientes es cuando me dicen que al entrar se
transportan en el tiempo, vuelven a ser jóvenes. Acá el pasado sigue
vivo".
Grandes
valores
Mauricio Díaz es
un joven de la vieja guardia. Tiene 42 años, pero cultiva un look digno de los
muchachos de antes, sin gomina. Bigotito sardina, timbos lustrosos y guayabera
bien planchada. "Hace 30 años que empilcho así. No usé nunca un vaquero,
menos zapatillas. Con este lorca, la guayabera es ideal. Salgo impecable de la
pista".
Díaz cuenta que a
los 8 años, escuchó en la radio de su abuelo la más maravillosa música, que es
la voz de Carlos Gardel interpretando "Tomo y obligo". Desde ese día
consagró su vida al tango. Es historiador del género, coleccionista –tiene más
de 10 mil discos en su casa–, organizador de milongas y, por supuesto, cantor:
"Es difícil ganarse el mango, pero yo vivo por y para el tango. Es un
orgullo laburar acá, porque Los Laureles son un cacho de historia". Esta
noche también despunta el vicio del DJ en el inmortal combinado Ken Brown:
"En una tanda que no falla meto Troilo del '40, algo de Tanturi y Pugliese.
Una patada en la silla para que salgan a bailar".
Cuando termina de
cantar "Qué me van a hablar de amor", Marcela Prado recibe el aplauso
cariñoso de la tribuna. "Esto es un hobby, venimos todos los viernes con
una barra de amigos, la hinchada. Al principio me daba vergüenza cantar, pero
ahora es una fija", cuenta la dama de 57 años, que se gana la vida como
médica y periodista. Su pasión por el 2x4 viene desde cuando peleaba con sus
hermanas para ver en la tele Grandes valores del tango.
Como intérprete,
Prado se mira en el espejo de las "minas con voz grave", como Beba
Bidart. También envidia a la Merello, aunque dice "que no llega ni a la
tapita del taco" de la eterna Tita. "¿Si esto va a morir? Sabe
cuántas veces quisieron matar al tango. Cada día se acerca más gente joven.
Mire cómo bailan".
En el boliche,
conviven sin complejos los caballeros de riguroso saco, los coloridos turistas
que se le animan al suburbio y muchos jóvenes de chupines y barba hipster. Al
final de la noche, siempre triunfa la elegancia.
Con 76 años
recién cumplidos, Norma García está a punto de tener su debut triunfal en la
peña de cantores. Es mendocina, llegó a la Reina del Plata en el '91 y canta en
peñas desde que tiene uso de razón. Aunque la encasillaron en el folklore, es
una dama del tango. "Está en mi biografía. Soy una mujer con padres de
antes, que querían a la hija cocinando y planchando. Pero yo me largué nomás.
Disfruto el sabor del aplauso, siempre con el micrófono en mano, ese fierrito
bendito que asusta a más de uno".
Norma lubrica su
garganta antes de entrar al ruedo para cantar su versión aguardentosa de
"Whisky". Como si recitara un fragmento de la Summa de Santo Tomás de
Aquino, la mujer predica: "En esta ciudad, el tango está en el aire, en
los adoquines, en los taxis. Existe en todos lados. El tango es Buenos
Aires".
La Calandria
de Pompeya
A Julio César
Fernán le sobran pergaminos de la academia del tango. Cantó con todos: Troilo,
Goyeneche, Hugo del Carril y siguen las firmas. También animó las veladas del
mítico Bar El Chino de Pompeya por más de 15 años. Desde hace seis capitanea
–llueva o truene– la peña de los viernes: "Este lugar tiene 'el ángel',
querido. La mística heredada del Chino", asegura, al tiempo que acelera
una milanesa a caballo con papas fritas que es una pinturita. "¿Hasta
cuándo voy a cantar? Qué sé yo, pibe, hasta que dé la voz. Mi vida es
esto".
Si los parisinos
tuvieron a Edith Piaf, el "Gorrión de París", los porteños atesoramos
a Inés Arce, "La Calandria de Pompeya". La pequeña gran cantante,
esta noche ataviada de elegantísimo vestido largo en tono dorado, es el plato
fuerte de Los Laureles. Hace un rato se despachó con una versión de
"Nostalgia" que hizo delirar al barrio entero. En pocos minutos tiene
su segunda entrada al escenario: "No, nunca me canso de cantar. Si me
dejan, me mando diez piezas seguidas".
Sapiente ex
obrera textil –trabajó por décadas en la fábrica de medias Carlitos–, La
Calandria bordó una carrera sólida en el circuito de milongas porteñas. Con 91
pirulos recién cumplidos, es toda una institución. Su canto atrae fanáticos de
Europa, Japón y más allá. Antes de abrir las alas y volar hacia el centro del
salón, revela su mayor secreto: "Yo estoy recontrahecha, muchacho. Sólo
quiero seguir cantando. ¿Sabe qué es la fama? Que me sigan aplaudiendo todos
los viernes en el boliche". «
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De TIEMPO ARGENTINO, 10/02/2018
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