Es una tarde de
enero de 2018 y camino al lado del poeta mexicano David Huerta. Estamos en
Tepoztlán, entre sus calles empedradas y el frío intenso de sus madrugadas.
Caminamos hacia la Librería Fata Libelli, pues él quiere regalarme un ejemplar
de la poesía de su padre: Efraín Huerta. Días atrás, nos descubrimos dialogando
sobre José Lezama Lima, Regino Pedroso, Fayad Jamís y otros tantos poetas
cubanos. Finalmente no encontramos el libro de su padre, pero hallo una
antología de poemas de José Lezama Lima, publicada por Era, con prólogo del
propio David y él termina regalándomela.
Hurgo en las
estanterías de Fata Libelli, me maravillo ante sus libros, pero he llevado
medio centenar de ejemplares de mi última novela publicada en Cuba y no he
logrado venderla. Sí logré regalarlas, pero ese gesto no me garantiza el dinero
para comprar libros allí o luego en la Librería Gandhi, en Cuernavaca, donde
deposito nuevamente la Poesía Completa de Jorge Luis Borges en el estante de
madera, junto a un libro de Octavio Paz. Adiós les digo… y me marcho.
No sé cuántas
librerías visité en México. Sin dudas, el espectáculo más cautivador, lo viví
al entrar al Centro Cultural Rosario Castellanos, en CDMX. Es un sitio inmenso,
casi una pequeña ciudad, donde uno puede beber un café o sentarse en unos
confortables butacones, buscar el libro que deseas y sentarte allí, sin más
preámbulos a leerlo, a hurgarlo, a conocerlo. Luego puedes comprarlo o, como en
mi caso y el de tantos otros, devolverlo a su sitio. Tuve entre mis manos El
canon occidental, tres tomos de la poesía de Sylvia Plath; caminaba por aquel laberinto
entresacando aquí, leyendo una contracubierta allá. Subía y bajaba entre tapas
duras, ediciones de bolsillo, colecciones únicas, libros que anhelo, autores
que desatan en mí su furia y su dolor, pero una vez más me descubría en medio
de una misión imposible: He viajado a México con quinientos pesos y eso no
basta para que el libro y tú salgan por aquella puerta enorme, que gira y se
abre a la noche inmensa en CDMX.
Transito por la
céntrica calle Donceles. A un lado y a otro de la calle: librerías, librerías,
librerías. Cientos, miles de libros de uso. Frente al Palacio de Bellas Artes,
entro a la librería de la Editorial Porrúa. En el metro, entre el Zócalo y Pino
Suárez, “El Paseo de los Libros”. Editoriales infinitas: FCE, Era, Alfaguara,
Planeta y otras, otras muchas. Entras y sales. Sales y entras. Encuentras una
escultura de Sor Juana Inés de la Cruz. Otra de Carlos Monsiváis. Entras y
sales. Sales, sales, sales… sin un libro. Los quinientos pesos han ido
quedándose en el camino: has bebido algún café, no tantos como hubieses
deseado, algo has comido y los amigos te salvan, te salvan del hambre y la
intemperie.
En algún momento
reconozco que no podré traer libros a casa, salvo aquellos que me han regalado
David Huerta, algunos escritores en Tepoztlán y la familia Dreser en
Cuernavaca: para mis hijos, la mayoría.
Regreso de México
con una enorme sed, imaginando un mundo donde los libros estarán allí, en las
librerías del planeta, esperando a sus lectores que llegarán sin mayores
preámbulos, escogerán el suyo y se lo llevarán a casa, felices del hallazgo:
para aplacar su dolor, para compartir su risa, para que el frío sea menos frío
y la torpeza menos torpe.
Soy un ser que
añora libros. Siempre lo he sido y lo seré. En casa me espera mi BIBLIOTECA. Solo
allí me siento omnipotente.
Los libros que no
traje a casa aguardan mi regreso.
Aún puedo sentir
el papel tornasolado sobre mis manos sedientas. Y la palabra AGRESTE al centro
de la hoja.
Todo un símbolo
—pienso—, para enumerar mis días.
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De INMEDIACIONES,
02/03/2018
Imagen: Librería Porrúa, sucursal Tezontle, Ciudad de México
Imagen: Librería Porrúa, sucursal Tezontle, Ciudad de México
Excelente texto. Disfrutado y sentido.
ReplyDeleteDebieras compartirlo en PLUMAS, querido Jorge.
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