Pese a lo que
pueda parecer, no tengo intención de hacer un discurso incendiario o mostrar
erudición alguna sobre política nacional, internacional o zarandajas varias.
Soy de las que caminan y pagan impuestos -se me rompen las botas solas- Soy de
las que va al súper más barato y controla gastos para llegar a fin de mes. Tan
sólo, estoy harta.
Me cansa, me
agota, me cabrea, me duelen las vísceras al escuchar que este, otro o el de más
allá gobiernos del mundo van a hacer no sé qué por la población. Creo que, a
estas alturas del partido, ninguno deberíamos esperar nada de ellos. Y no es
que sea más lista que nadie, es la tozudez del ladrillo. Ya lo dijo el
maraviglioso del Kennedy, aquel al que hicieron santo tras asesinarlo: “No
preguntes qué puede hacer el país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por
él”. ¿Alguien lo quiere más claro?
Estamos exhaustos
de escuchar promesas y ver resultados. Agotados de creer tener la miel en los
labios y no llegue, de esperanzas vanas, de buenos para nada, de que nada
cambie por los siglos de los siglos. Amén. Yo, por lo menos, ya ni me
escandalizo de la chulería, de la necedad, de la impertinencia y asquerosidad
del poder, aunque sí me duela nuestro infantilismo.
Supimos pronto
que había algo más fuerte e importante que nosotros: la naturaleza y nos
agrupamos para sobrevivir. Luego nos dimos normas, elegimos a los más
capacitados, a los más espabilados para negociar, que hablasen en nuestro
nombre, de la misma forma que confiamos en el médico para que nos cure, en el
profesor para que nos enseñe o en la costurera para que nos vista. Cambiamos el
trueque por la moneda, el campo por la ciudad, la vida por el trabajo. Ya
estábamos perdiendo, sin saberlo. O tal vez sí lo sabíamos pero no importaba
perder si lo conseguido compensaba. Llega un momento en que ya nada puede
compensar el abuso, el ninguneo, el despotismo, la manipulación. Me he hartado
de que un estamento sea más importante que quienes lo componen, que un estado
sea más importante que sus habitantes. Llegará el momento en que el territorio
sea un páramo o alguien dragará el océano de cadáveres porque no pueden
circular las mercancías. Perdimos el partido. Dicen algunos que con la caída
del muro de Berlín, cuando la URSS dejó de existir. Yo creo que lo perdimos
mucho antes, que aquellos eran más de lo mismo pero teníamos la esperanza de
que no. Nos vendieron que el pueblo unido jamás será vencido. Creímos pero,
¡ay!, se nos adelantaron creando un mundo global. Se unieron, ellos, los del
poder, los que nos venden cristalitos a precio de oro, los que decían que el
trabajo nos hacía libres y no esclavos, los que soflamaban justicia para todos
y nos ponían coches, casas, lujos alcanzables a un módico precio para dejar de
llamarnos pobres y ser clase media. Y en la medianía nos quedamos. Tragando
mierda, eso sí, pero medianamente. Y comenzamos a lerdear, a decir “ay, pobre
gente” a aquellos que veíamos por la tele y creíamos estaban peor que nosotros.
Ilusos, buenos, creyentes, tontos… póngase ustedes el calificativo. Y nos
venden la democracia como panacea, que todos somos iguales en el mundo, que
cuentan contigo para formar un espacio mejor, más justo, más seguro… Estoy
cansada de tanta venta. No tengo manos, dinero, vida para tanto oprobio, para
tanta cosa.
He comenzado a
verlos, a los distintos gobiernos, como los extras de alguna película
esperando hacer méritos para que les den una escena con frase. Un
puestito, que poner el careto cuatro años seguidos bien lo merece ¿no? Y ya no
hablemos de los demócratas de por vida, de los partidos y los
partidarios. Y se visten de pana, de comprensión, de ti, de pájaro carpintero
para salir en los papeles. Y se dicen de izquierdas o derechas, que no sé qué
de la transparencia… como si el dinero tuviese ideología, como si el capital
fuese a repartirse, como si fuese solidario, igualitario, transparente. Si
conociéramos su cara, podríamos actuar, y lo saben.Y se reúnen para ver cuándo
se reunirán para discutir la reunión que tendrá lugar cuando se reúnan por
segunda vez por el problema del hambre. Y así, entre reunión y reunión, se
acaba el hambre por incomparecencia del muerto. Que somos más de lo productivo.
Y tras la reunión llegan a acuerdos y hacen proclamas y se dan las manos y
firman tratados y se comprometen a cumplir lo que saben incumplirán y ven a la
cámara y nos lo cuentan. Y crean organismos y organismos y más organismos que
se encarguen de que se cumpla lo que se incumple, que tampoco se cumple con el
organismo y que ni el organismo cumple. Y pagamos impuestos y más y más
para mantener los organismos que organizarán como vamos a pagar impuestos. Y
acabarán con los paraísos fiscales mientras los rellenan de pasta, con las
guerras mientras la industria crece y venden los excedentes a los muertos de
hambre. ¡Qué más dará, si ya están muertos! Acabarán con la enfermedad y las
epidemias mientras se blindan a las farmacéuticas y la luz y el agua y los alimentos
y la tierra y la luna y, ahora, ya nos venden viajes a Marte. Nos dicen que
cuidado con el vecino, que es más pobre que tú, que viste raro y es más claro u
oscuro o vietnamita o con tres pies, y nada tiene que perder. Que la cultura
está en peligro, que tu modo de vida tradicional terminará, que más vale malo
conocido que bueno por conocer. Pero, aunque sepas que el vecino se ha muerto
hace dos años, tiene hijos, amigos, primos, una esposa o dos, que esa gente era
muy rara y ya se sabe o no, pero qué más dará. Siempre es bueno temer a algo
¿no? Y venga leyes, y venga policía, y venga blindajes y Charlies Hebdos que
somos todos, pero no siempre.
He llegado al
punto de no retorno: ni espero ni quiero ni participo de nada que tenga su
tufillo. Si pudiese, me daría de baja para convertirme en apátrida. Ni a eso
tengo derecho: a no existir.
Dirán que es una
tristeza ser un descreído, que si no participas no tienes derecho a decir, a
pensar, a criticar. Lo siento, nací con boca, cerebro y un problema en el
cuello que me lo deja bien tieso. Me dedicaré a mis viejis, a mis niños, a mis
clases, a mis viajes y tonterías. Seguiré dedicándome a lo que me den las
manos, los ojos, las ganas, porque sé que es la única manera de lograr algo: la
solidaridad con el hijo y las ocho esposas del vecino muerto. Que si algún día
necesito una mano, vendrá de ahí y no de otro sitio. Y si no llega, me da igual
porque sigo esperando morir a los 180 y ruego para que me dejen en paz, que me
olviden porque, dice la ONU, que hoy es el día internacional de la felicidad y
motivos, me sobran.
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De INMEDIACIONES, 29/03/2018
Imagen: Ilustración de Max Hunziker (1901-1976) para Simplicius Simplicissimus (Zurich, 1945)
Imagen: Ilustración de Max Hunziker (1901-1976) para Simplicius Simplicissimus (Zurich, 1945)
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