A excepción de
dos novelas breves, un libro de poemas y un puñado de textos en revistas, toda
la obra de Osvaldo Lamborghini fue publicada tras su muerte, gracias
principalmente al entusiasmo de César Aira y a un grupo de lectores notables
(Rodolfo Fogwill, Héctor Libertella, Arturo Carrera y Néstor Perlongher, entre
otros) que reconocieron en ella una de las más importantes del siglo XX
argentino. Al parecer (lo cuenta Ricardo Strafacce en su voluminosa Osvaldo
Lamborghini, una biografía, de 2008), Lamborghini careció de domicilio fijo
y de profesión aparente durante buena parte de su vida y tuvo ideas políticas
por lo menos singulares que lo vincularon a la derecha del movimiento
peronista. Al menos desde 1884, año de publicación de Les poètes
maudits de Paul Verlaine, todos estos aspectos (una existencia
malograda, la publicación póstuma, el rechazo radical y explícito a las convenciones
de la vida burguesa y el conservadurismo político) llevan inevitablemente a
pensar en Lamborghini como un “maldito”, pero hacerlo en esos términos (o en
los equivalentes de “atípico”, “excéntrico” o “raro”) soslaya el hecho de
que la validez de estos epítetos depende estrechamente de que se establezca un
centro de la escena y una normalidad literaria que no son menos imaginarios que
los márgenes en los que esa escena toleraría la disidencia. Leer la obra de
Osvaldo Lamborghini a partir de su biografía no es poco atractivo, pero puede
llevarnos a olvidar el hecho de que, como sucede con los mejores “malditos” de
la literatura, la rareza del escritor argentino no se encuentra tanto en su
vida (que comenzó en Buenos Aires en 1940 y culminó en Barcelona en 1985) sino
en su obra o, mejor aún, en la confluencia entre esa obra y las particulares
condiciones sociales de su producción. Esa producción se inició con El
fiord, un relato de 1969 que apenas circuló y en el cual un grupo de
personajes se arroja a una bacanal de sexo y drogas y muerte que anticipa el
final trágico de la experiencia política revolucionaria en Argentina, a la que
alude explícitamente; su siguiente obra, Sebregondi retrocede (1973)
comparte con El fiord algunas características textuales (en
particular, la profusión perversa de asesinatos y sexo), pero también el uso de
una lengua inusualmente personal que, en sus mejores momentos, es el paroxismo
de usos lingüísticos asociados a la militancia revolucionaria en Argentina. En
ese sentido, toda ella puede ser leída como la parodia voluntaria de esa
parodia involuntaria que es La hora de los hornos (dirigida
por Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968[1]) y de su travesti de una lengua popular concebida
como vehículo de adoctrinamiento, y como una advertencia dirigida a sus
contemporáneos de que esa lengua carecía de idoneidad como vehículo político.
Así, esa forma tan personal del enmudecimiento que practicó Lamborghini al
producir en los últimos años de su vida más y más textos prácticamente
ilegibles (es decir, una forma de enmudecimiento caracterizada por el gesto de
la escritura pero su renuncia al sentido) puede pensarse como el resultado de
una voluntad nihilista de documentar las ruinas: las de un lenguaje que fracasó
trágicamente en su empeño de conformar una comunidad de hablantes y fue
reemplazado por la jerga militar de la dictadura y las de una experiencia política.
En “Sebregondi se excede”, el propio Lamborghini anota: “Ya nada que decir.
Después del 24 de marzo de 1976, ocurrió. Ocurrió, como en El fiord.
Pero ya había ocurrido en pleno fiord. El 24 de marzo de 1976, yo, que era
loco, homosexual, marxista, drogadicto y alcohólico, me volví loco, homosexual,
marxista, drogadicto y alcohólico.” La fecha (tal vez sea necesario recordarlo)
es la del golpe de Estado más violento y de consecuencias más terribles que
haya tenido lugar en Argentina. A partir de ese momento, Lamborghini siguió
escribiendo, pero lo hizo a sabiendas de que la comunidad de hablantes de la
lengua revolucionaria en Argentina estaba siendo diezmada, asesinada y
torturada “como en El fiord”. No sabemos qué habría hecho Franz
Kafka de haber vivido lo suficiente para comprobar que su obra era profética;
Osvaldo Lamborghini, por su parte, continuó escribiendo (Las hijas de Hegel, Tadeys, Teatro
proletario de cámara, etcétera), pero lo hizo a sabiendas de que hablaba
una lengua muerta. Es difícil (y creo que erróneo) pensar en elementos de su
biografía que superen este malditismo, el de ya no escribir para nadie, en una
lengua perimida, alcanzando los límites del sentido para ir más allá. ~
[1] Aunque se
realizó en 1968, La hora de los hornos no se estrenó en
Argentina hasta 1973 (N. del E.).
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De LETRAS LIBRES, 05/08/2012
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