Soy un escritor
esencialmente político. Una Corea del Norte armada hasta los dientes de
posibilidades narrativas. Aborrezco la derecha y me burlo de la ineptitud de
las izquierdas, de casi todas, porque son miles, tal como derecha hay una sola,
soez, irracional y feroz. Así es difícil tener compañía, una legión que combata
desde una posición parecida, porque no respondo a ningún mando, a ninguna
parcialidad, solo apoyo eventualmente, presto mi artillería a una causa justa,
y me repliego cuando el enemigo a vencer se ha hecho humo. Estar fuera de
control es un valor agregado de mi pluma. Al menos así me gusta verme, antes
que el vino me entristezca la mirada, o me la aclare, y me exponga una
condición humana turbulenta y maldita, donde en lugar de sangre circula mala
leche.
Busco los libros
de Israel Yehoshua Singer y alguna novedad de su hermano Isaac Bashevis Singer,
pero me encuentro con abundantes manuales de costura. De su hermana Hinde
Esther Singer, prodigiosa novelista, queda muy poco. Ni siquiera el apellido.
Desde hace una década dialogo con la mente de Isaac. De Israel solo
conozco Los hermanos Ashkenazi. Y es por eso que llegué a los
manuales de costura. Buscando La familia Karnowsky. La operación
tiene un resultado inesperado, accidental, pues llego a La rebelión de
Joseph Roth, libro hasta hace poco inencontrable. Las ácidas reflexiones de
Andreas Pum, ex combatiente a quien el gobierno ha otorgado una condecoración y
una licencia para tocar el organillo.
El cóctel de mi
mente suele ser explosivo. Un parque de diversiones hecho de despojos, de
héroes caídos en desgracia, de payasos de circo pobre apretando sus largas
suelas con neoprén, de comienzos y finales amarillentados por el sol de marzo.
Me siento bien entre los personajes de Joseph Roth, los atardeceres de
Steinbeck, los colores de Nabokov. Y ante muy pocas personas de mi entorno.
Algunos viejos campesinos me estiman y me confían la dirección de sus
camionetas, me piden consejo para orientar sus proyectos productivos, me hacen
narrarles lo que es una universidad por dentro, y a cambio me convidan una copa
de vino de montaña, una chupilca en jarro de porcelana, un durazno de abril. El
funcionariado me mira de lejos con adusta sospecha, como potencial amenaza, tal
como la ralea pobre de extrema derecha que ya se dispone a fascistear las
calles con su abanderado Piñera.
Avanzan las
horas de un sábado infecundo. Las letras boxean con el espejo sin dejar tiempo
para maquillar personajes secundarios. Mi ternura sonambular añora abrazos
filiales, épocas ruidosas de biberones y espantacucos. La mitad de mi
rostro se asoma desde una cortina púrpura. Ha florecido el cedrón. Mi mano
derecha, rugosa y fría, palpa lo que la mirada apenas distingue, una sombra,
una ilusión, un recuerdo, mientras la izquierda roza mi barbilla barbuda como
interpretando a un dios filósofo aterido de incertidumbre.
Así están las
cosas esta fresca tarde de marzo. Las nubes se estacionaron a baja altura.
Corre un viento mentiroso de lluvia. Caen membrillos pasmados sobre el poleo
reseco. Sé que lo único que tengo de mi lado es mi arbitrariedad para contar
las cosas de una manera distinta. Para emboscar por sorpresa como un Pierrot
con resorte. Mis neuronas psicodélicas hacen un producto por defecto, como un
Chauncey Gardiner operando la relojería final.
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De CUADERNOS DE
LA IRA (BLOG DEL AUTOR)
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