ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA
En 1935, Simone
Weil, filósofa y ensayista que llevó la coherencia de carácter ideológico a los
extremos más desconcertantes, escribió una carta para su amiga Albertine
Thévenon. Ya había tenido la experiencia de trabajar en una fábrica,
distanciándose del mundo teórico que a numerosos izquierdistas, protectores
entusiastas del proletariado, les bastaba. Ella dejó su puesto de profesora,
cargo ganado merced a un excepcional desempeño académico, para tener esas
vivencias. Por esta razón, cuando se dirigió entonces a su corresponsal,
aprovechó para criticar al considerable grupo de sujetos que prometían un nuevo
mundo, una genuina utopía obrera, pero jamás habían realizado labor alguna.
Resumiéndolo, en sus palabras, los jerarcas bolcheviques eran una “siniestra
payasada”.
No es necesario
que recurramos al infortunio soviético para subrayar sucesos de tal índole. La
economía, pongamos por caso, tiene varias épocas en las cuales ese absurdo
resulta evidente. Pienso en los burócratas que, pese a no haber tenido negocios
de ninguna clase, aunque sea una tienda para comercializar papel higiénico, pontifican
cuando opinan sobre crecimiento, exportaciones y demás asuntos del ámbito ya
señalado. Son diestros en divulgar predicciones acerca de políticas que, en sus
sueños −o, para los demás, pesadillas−, tienen a la perfección como principal
atributo. De esta manera, ellos pueden tomar pedestales de cualquier cámara
empresarial, marcar el rumbo a seguir, indicar cuáles son los pasos que
garantizan la victoria frente al fracaso, los triunfos ante toda miseria. El
problema es que, cuando llega la hora de pasar a las acciones concretas, sus
discursos triunfalistas y soberbios no sirven en absoluto. Es el instante en
que su grosera falta de experiencia se vuelve dañina para quienes conforman la
sociedad.
Desgraciadamente,
no se creen sólo geniales en materia económica. Nos topamos también con
autoridades que hablan de educación, pero sienten un profundo desprecio por el
conocimiento. Pueden haber sido pésimos estudiantes o, entre otras facetas,
bastante mediocres al momento de ejercer cualquier profesorado; sin embargo, no
se sonrojan si se les pide legislar al respecto. Tienen, pues, la fórmula para
resolver todos los problemas que, en su época de aprendices, nunca estimaron
importantes. No interesa que jamás sientan el anhelo de acabar con su propia
ignorancia, aun cuando ésta sea inagotable; para ellos, la cuestión puede ser
despachada gracias a pocas afirmaciones. Es que lo único relevante pasa por
reconocerlos como propietarios indiscutibles de la verdad. No cabe, por tanto,
enseñar a pensar con libertad, sino adoctrinar para garantizar la existencia de
obsecuentes ciudadanos.
Finalmente,
siempre a cómoda distancia, reflexionarán acerca de la indigencia del prójimo.
En circunstancias como éstas, los siniestros payasos expresarán su indignación
por la injusticia que se produce cuando pocos se quedan con tanto, ahondando
las desigualdades, eternizando un sistema del peor tipo. Siguiendo esta línea,
pueden elogiar el poncho, alabar las bondades de abarcas y chinelas, aun
reivindicar la sencillez de quienes tienen apenas una camisa dominguera. Con
todo, una vez terminada su perorata, sentirán la urgencia de volver a usar
prendas importadas, zapatos de cueros exóticos, corbatas estampadas, al igual
que festines en los cuales su anterior auditorio no tiene entrada. Pese a ello,
dicen ser la voz del oprimido, un verdadero portaestandarte de los marginados.
*Escritor, filósofo y abogado.
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De EL DÍA, 23/03/2018
Dibujo: Jacques Callot/El duelista
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