BRU ROVIRA
Cuando a finales
de la primavera del año pasado una enorme masa de refugiados empezó a andar a
través de los Balcanes,
desde Grecia hasta las fronteras austriacas y alemanas, se prestó escasa
atención al hecho de que aquella gente que huía del campo de batalla caminaba
sobre un campo minado. Pongamos sólo un ejemplo: Kumanovo, en la frontera entre
Macedonia y Serbia, es una de las vías de paso en este tránsito de refugiados.
Sin mirar más allá del dedo que les señalaba, pocos percibieron que en la misma
ciudad se había producido en mayo una batalla campal en un barrio albanés,
donde la policía asaltó las casas de un grupo guerrillero independentista de la
antigua UÇK —kosovar y macedonia—, con el resultado de 8 policías y 10
guerrilleros muertos.
Si observamos hoy
el mapa del trayecto que recorre la larga marcha de los refugiados en los
Balcanes, el panorama resulta desolador: la frágil Grecia a punto de salir del euro, levantando campos de internamiento; la corrupta
Macedonia, a la que Grecia bloquea su ingreso a la UE por culpa de un antiguo
conflicto territorial, empobrecida por un Gobierno autoritario; Serbia, donde
mandan los herederos de Milosevic y que sueña con meter la mano en Bosnia y en
Kosovo; Croacia, la católica pura con el confesionario lleno de pecados
inconfesos… Y sobre este polvorín, se ha reactivado un choque en el tablero
global de la geopolítica, con Rusia y Turquía aprovechando la debilidad europea
para hacerse un puesto entre las comunidades ortodoxas y musulmanas.
En la ciudad
kosovar de Mitrovica encontré este verano enormes fotos de Putin colgadas en la
fachada de las casas que se levantan al lado serbio de la ciudad dividida por
un puente que separaba a los albaneses de los serbios. Kosovo, el país
“independiente” que sueña con la Gran Albania; Kosovo, la “protegida de
Occidente”, sigue todavía hoy bajo administración de la UE y se ha convertido
en un ejemplo inquietante de este nuevo colonialismo consistente en meter
dinero a mansalva y tolerar una élite corrupta, criminal, a cambio de que
mantenga el orden. Se trata del mismo colonialismo que ahora se exige en el
resto de los Balcanes. La infamia por encargo. En vez de asosegar la tensión en
la Europa periférica ocupándose de los refugiados, la UE tensa los países más
necesitados y toma partido por la autarquía y la corrupción, aunque sea a
cambio de renunciar al reto esperanzador e idealista de la Europa política de
los ciudadanos, la democracia y los derechos humanos.
Hace 25 años, a
finales del mes de junio de 1991, Eslovenia declaró su independencia. Al día
siguiente, empezaba la guerra que terminaría con la República
Federal Socialista de Yugoslavia (RFSY). La guerra en Eslovenia fue corta y de baja intensidad: los
combates duraron escasos 10 días y solo hubo 18 muertos por parte eslovena, 44
del Ejército yugoslavo (JNA), además de 12 extranjeros.
Aquellos combates
se conocen como la Guerra de los 10 Días y fueron el principio de un nuevo
estallido de violencia que duraría hasta finales del año 1999, y depararía en
los Balcanes algunos de los sucesos más espeluznantes ocurridos en Europa
después de la II Guerra Mundial. Srebrenica, Vukovar, Mostar, Gorazde o Sarajevo
forman parte de los nombres que quedarán en el recuerdo de la ignominia, el
terror, el genocidio y la limpieza étnica entre comunidades y religiones.
El nunca
más del armisticio de 1945 volvería a ser una vez más, sin
que apenas hubiera pasado una generación. “De regreso a Belgrado después de
visitar Vukovar llena de cadáveres”, me contó una periodista serbia, “abracé a
mi padre, que, sobresaltado, se apartó como si hubiera recibido una sacudida
eléctrica. Pensaba que nunca más volvería a sentir este insoportable olor de la
guerra, dijo rechazándome antes de arrancar a llorar desconsoladamente”.
Durante aquellos
últimos días de junio y primeros de julio de un soleado verano de 1991, decenas
de periodistas acudieron en masa hasta Liubliana, capital de Eslovenia. Al
entrar en el hotel donde se alojaba la prensa, mi primera visión fue la del
veterano corresponsal Francisco Eguiagaray, sentado en la cabecera de una larga
mesa, rodeado de jóvenes periodistas.
Eguiagaray, cuya
voz en Radio Nacional había retumbado desde Moscú en los tiempos de Franco,
vivía entonces en Viena y trabajaba para TVE. Al llegar a Liubliana, se agenció
varias cajas de champán y encargó etiquetar cada botella con la palabra Svoboda —libertad—.
Todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar sus largas lecciones de historia,
historia de la Europa Central y del Este, del Imperio austrohúngaro, era
invitado a champán hasta altas horas de la madrugada, momento en el que un
camarero le ofrecía el brazo para acompañarle hasta su habitación y se retiraba
por el pasillo tarareando la melodía de la Marcha Radetzky. Hoy
estoy convencido de que si hubiéramos escuchado con más atención a aquel
periodista enamorado de la historia no se habría tardado tanto en entender que
la nueva guerra que empezaba en Liubliana era una guerra vieja, una guerra que
venía de lejos. Y que si no éramos capaces de escuchar los latidos que
palpitaban bajo la tierra que pisábamos nada podríamos descifrar de lo que se
avecinaba.
De hecho, sin
saberlo todavía, ya estábamos caminando en Eslovenia sobre los restos de una
historia europea donde todavía podía escucharse de viva voz la experiencia
personal de dos guerras mundiales, un imperio, un reinado y un régimen
comunista.
Veinticinco años
después, Europa vuelve a cometer los mismos errores. Como antes ocurrió con la
guerra yugoslava, se muestra de nuevo sin un proyecto político común en los
Balcanes. En vez de trabajar para los ideales europeos, levanta vallas,
discrimina y maltrata. Prefiere sacarse el problema de encima, y lo hace
atizando el fuego allí donde las sociedades son más frágiles, volviéndolas
todavía más, en una suerte de subcontratación del trabajo sucio que no se
quiere hacer en el propio territorio.
Cuando finalizó
esta última guerra, la necesidad de acallar la violencia no tuvo entonces una
segunda parte donde se trabajara para zurcir las heridas y ayudar a construir
unos Estados democráticos integrados a la UE. De tal manera que la ficción de
estabilidad se asentó sobre la aceptación de Estados donde la política
autocrática se ha convertido en norma y la economía criminal funciona como la
gasolina. Países donde los oligarcas controlan el Estado. El dinero público
subvenciona una administración de amigos, paga campañas electorales, engrasa el
fluido de la corrupción. Se trata de comunidades cuya base ideológica construye
la política a partir de las identidades, la etnia, la religión, el territorio o
la familia en una especie de ultraliberalismo corrupto donde la pertenencia al
grupo es hoy la protección, el colchón emocional, del trauma provocado por el
conflicto entre vecinos.
Es como si un
leñador decide cortar las ramas de un árbol enfermo pensando que salva el
tronco sin comprender que está matando el árbol. O que, quizás, como ocurre en
los chistes idiotas de leñadores, estemos todos los europeos sentados encima de
la rama que serramos.
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Bru Rovira es periodista. Cubrió como enviado
especial las guerras de la antigua Yugoslavia. Acaba de publicar Sólo
pido un poco de belleza (Ediciones B).
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De EL PAÍS,
26/04/2016
Fotografía: En septiembre de
2015, un grupo de refugiados caminaba por la frontera entre Macedonia y Serbia,
cerca del pueblo de Miratovac. MOISES SAMAN (MAGNUM)
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