ÁLVARO VÁSQUEZ
Eisejuaz, texto
escrito por Sara Gallardo hace casi medio siglo y rescatada para Bolivia por la
flamante editorial Dum Dum, es una novela cuya lectura no deja
indiferente al lector.
Es una historia
diferente, y está relatada de una manera diferente.
Podría
llamársela, seguramente, un novela indigenista, pero no en el sentido en que lo
son los textos de Ciro Alegría, José María o Alcides Arguedas, ni de Jorge
Icaza. No busca tomar partido frente a un conflicto siempre presente en los
países latinoamericanos: indio-blanco. No maneja una postura maniquea que
reparta virtudes a uno y defectos al otro, y muestra al indígena Eisejuaz como
lo que es en su sentido más elemental: un ser humano, con virtudes y defectos,
con dudas y certezas.
Es también una
novela distinta por la forma que tiene el relato, reflejando una oralidad
propia de ciertas culturas. No es casual que las dos primeras partes del libro
comiencen con la palabra “dije”. La forma en que se usan las palabras muestra
mucho del que las pronuncia. Y Eisejuaz (la novela) logra eso,
que el relato, además de transmitir al lector ideas, diálogos y circunstancias,
le comunique también cómo piensa, siente y vive Eisejuaz (el personaje).
Especialmente en culturas ágrafas como la mataca, la palabra tiene una
importancia que excede el acto comunicativo puntual e inmediato.
Vargas Llosa, en
el prólogo de su novela El hablador, rescata la función de cohesión
social de los contadores de historias entre los indios machiguengas del Perú, y
esas líneas vinieron a mi memoria al leer Eisejuaz, pues en varios
lugares de la novela, un diálogo simple, que podría tomar apenas unas líneas,
se extiende por media página o más, debido a que el personaje que habla incurre
en múltiples digresiones antes de llegar al concepto que desea comunicar, es
decir… cuenta una historia, aquella que no podrá ser registrada en una hoja de
papel, pero que quizá sobreviva gracias a su repetición, aparentemente
injustificada.
Y la palabra
juega también otro rol fundamental en la novela: Relacionar al protagonista con
la divinidad.
El
judeo-cristianismo prácticamente equipara a la palabra con la divinidad, por su
capacidad creadora: El primer capítulo del Génesis menciona varias veces “dijo
Dios” (tal como al inicio de Eisejuaz), citando a continuación las
distintas etapas de la creación. Por otra parte, el primer versículo del
evangelio según Juan inicia diciendo: “Al principio, ya existía la palabra, y
la palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios” (otras traducciones
cambian “palabra” por “verbo”).
Como antecedente
literario, García Márquez rescata en Cien años de Soledad el poder
creador de la palabra, cuando en la primera página de su célebre novela dice
“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Es decir, que si algo no tiene
nombre (si no es nominado a través de la palabra), se necesita señalarlo/verlo
para saber qué o cómo es, para comprobar su existencia.
En la página 19
de la edición boliviana de la novela, Eisejuaz dice: Veo y digo: “Aquí
descansaremos, aquí paramos”. Los lugares no tenían nombre en aquel
tiempo. La primera edición de Cien años de Soledad se
lanzó (en Buenos Aires) en 1967. Y Eisejuaz se publicó (en la misma ciudad y
también con Editorial Sudamericana) en 1971. ¿Simple casualidad o Gallardo leyó
la obra cumbre del colombiano antes de escribir su propia novela, y fue
influenciada por aquella? Supongo que es imposible saberlo, y parece bien que
así sea.
La palabra
relaciona a Eisejuaz con la religión y la divinidad. El texto habla de la
religión cristiana (menciona a las misiones holandesas, que eran jesuíticas),
pero da a entender que el aspecto religioso en Eisejuaz era anterior a la
influencia misionera. Por eso, incluso después de su conversión, reza a los
ángeles del anta, del tigre, del sapo, de la abeja y de la serpiente; y ante el
regaño del sacerdote, responde que él no es traidor, que es buen cristiano,
pero que conoce a los mensajeros del Señor, desnudando un sincretismo evidente
en nuestro país hasta hoy (pienso en los sacerdotes bendiciendo ekekos y
billetes de alasitas, compitiendo con yatiris que metros más allá, sahuman y
ch´allan los mismos objetos; pienso en el cráneo de Mariano Melgarejo,
compartiendo espacio y fieles con diversos santos en dorado retablo de la
iglesia de Tarata).
Eisejuaz sabe que
su tiempo ya pasó, quizá sienta que el tiempo de su religión también pasó, y de
forma casi obsesiva busca en su nueva religión alguna señal que le ayude a
definir su destino y justificar sus acciones (¿acaso no todos los creyentes
hacemos lo mismo en alguna medida?), sabiendo que él no eligió esa vida, pero
debe vivirla. Y transmite vívidamente esta sensación a través de algunas de las
mejores líneas de la novela, de una belleza casi poética:
¿De qué vale
la baya, la algarroba del mes de abril? Ya perdió el gusto, ya perdió su suavidad,
pero ella no eligió la hora de su vida. Debe cumplir. Debe ser molida,
alimentar al hombre. Deber caer y sembrarse. Debe cumplir.
¿De qué vale
el hormiguero que quedó en el desmonte, donde la tierra es negra, donde pondrán
la caña? ¿De qué vale? La hormiga mira lejos y ve negro. Mira cerca y ve negro.
No hay hojas, no hay pastos. Debe cumplir. No eligió la hora de su vida. No
eligió su lugar.
No eligió. No
eligió. Debe cumplir. Oh, no eligió. Debe cumplir.
Es sintomático
que el sacerdote llame a Eisejuaz siempre por su nombre “cristiano”, Lisandro
Vega, confirmando que un nombre no es solo una etiqueta, sino una forma de
mostrar la esencia del nombrado. Por eso, quizás, el personaje que da nombre a
la novela es nombrado a lo largo del relato con tres nombres distintos, acaso
mostrando esa confusión de identidad que marca su vida.
Y la contracara
de la palabra, el silencio, también tiene un valor en el texto. Eisejuaz calla
cuando podría decir “no sé” o “prefiero no hablar de ello”. El valor del silencio
parece haber sido relativizado por la cultura occidental, como si su presencia
significara no tener nada que comunicar, pero Eisejuaz nos recuerda
que el silencio también comunica. Y tal como Eisejuaz repite tantas veces la
expresión “dije…”, también varias otras menciona “nada dije”. En ambos casos
tiene algo que comunicar.
Eisejuaz se
siente en deuda con el Señor, por quien dice haber sido “comprado”, a quien le
“entregó sus manos”, y de quien busca la aprobación para poder, finalmente,
encontrar sentido a su existencia, tan marcada por constantes contradicciones.
Es así que llega
a la inmolación, que algunos podrán entender como aceptada, otros como
provocada, redondeando la idea cristiana de la redención a través del
sacrificio.
Aunque el relato
se desarrolla en el norte argentino, bien podría ocurrir en el sur boliviano. Y
es que las fronteras políticas y religiosas se vuelven linderos opacos,
divisiones absurdas, cuando recorremos estas páginas de la mano de Eisejuaz.
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De TENDENCIAS (La
Razón/La Paz), 19/11/2017
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ReplyDeleteGracias por compartir el texto en tu blog, estimado Claudio.
ReplyDeleteMe siento halagado por esta publicación.
A ti, Álvaro, con mucho gusto. Gracias.
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