Saturday, November 11, 2017

Néstor Majno, el hombre que salvó a los bolcheviques

ALEXANDRE BERKMAN

Un hombre acaba de morir en el hospital Tenon. Se llamaba Néstor Majno. Ha muerto en la pobreza y la soledad, lejos de millones de hombres que antaño lo habían saludado como liberador y héroe del pueblo. Algunos hombres aparecen como los camafeos de la vida; se destacan en un potente relieve sobre su lienzo y nos facilitan una mejor comprensión del segundo plano social. La historia, de por sí, esculpe con frecuencia seres de una dimensión tal que ni tan siquiera el paso del tiempo puede borrar. Son los que simbolizan el genio de su pueblo; su vida y sus acciones iluminan el pasado, a la vez que proyectan una luz profética hacia el porvenir.

Néstor Majno fue uno de ellos. Producto legítimo de una época revolucionaria, su vida y su actividad estuvieron impregnadas de una potente conducta voluntaria, y es más que probable que sin él, y sin el ejército de campesinos ucranianos que él dirigió, la Rusia soviética nunca hubiera llegado ser una realidad.

Fue en 1920, cuando yo viajaba por Rusia, que oí hablar por primera vez de Néstor Majno. Los relatos que corrían sobre él eran tan fabulosos, sus proezas tan fantásticas, y los juicios que sobre él se hacían, tan contradictorios, que me pareció un personaje de leyenda.

—¿Quién es ese Majno del que tanto se habla? —pregunté a un bolchevique eminente.

—Un bandido —me replicó con irritación—, un contrarrevolucionario peligroso que nos causa muchas preocupaciones.

—He oído a gente calificarlo de héroe revolucionario —dije.

—Es un bandido —repitió con rabia—, su cabeza ha sido puesta a precio y lo matarán en cuanto lo vean.

Después de mi llegada a Ucrania es cuando Majno comenzó a adquirir una forma más precisa. Sin embargo, allí también su personalidad se reveló huidiza durante cierto tiempo, y sólo reuní los hechos que le concernían, a él y a sus actividades, cuando la suerte me hizo entrar en contacto con hombres que lo conocían directamente.

En el marco de mi trabajo, que consistía en reunir elementos sobre la historia de la Revolución, me presenté un día en la casa del presidente del Partido Comunista de Jarkov, como esperaba hacer en cada ciudad que visitara. El gobierno soviético todavía no había afirmado en aquel entonces su autoridad en Ucrania, y Jarkov parecía un campamento militar. Era difícil poder ser introducido cerca de bolcheviques con cargos importantes, pero mis cartas de recomendación del «Centro» (nombre que se daba a Moscú en las provincias) sirvieron para allanar todos los obstáculos. Estaba conversando con el secretario cuando un joven, con uniforme militar cruzó la sala. Me miró con aire distraído, me volvió a mirar y se acercó a mí.

—Perdóname, tovarich —dijo—, ¿no eres Berkman?

Asentí.

—¿Alexandre Berkman, de verdad?

Y antes de darme cuenta de lo que hacía, me estrujó entre sus brazos y me abrazó tres veces a la usanza rusa.

Era Leo, mi viejo compañero de América, jefe de intendencia del Ejército Rojo de guarnición en Jarkov. El muchacho delgado y delicado que yo había conocido en Nueva York varios años antes se había convertido en un buen mozo de aspecto militar y seguro de sí mismo. Una profunda cicatriz en la cara, de toda evidencia un sablazo, daba todavía más resolución a su aspecto.

—¡Qué cosa más increíble —exclamó—, jamás hubiera soñado encontrarte aquí! No sabía que estuvieras en este país, alguien me había dicho que estabas en la cárcel. Sabes… me gustaría discutir contigo de un montón de cosas.

Se interrumpió bruscamente y me preguntó:

—¿Estás aquí en misión secreta?

—En lo más mínimo —contesté.

—Muy bien, entonces quiero que vayas a verme; hay un grupo de gente conmigo que estarían muy contentos de verte.

Escribió una dirección en un papel y marchó.

Me resultó algo difícil encontrar la casa donde vivía Leo. El oficial y su familia residían en un campamento fuera de la ciudad. Entre los que allí estaban reconocí a varios conocidos de los Estados Unidos, entre ellos uno que se hacía llamar Emigrante y que yo había conocido en Detroit.

—Llegas con retraso ¡hombre!, no es costumbre norteamericana —me reprochó Leo con buen humor—, y sin escuchar mis excusas agregó:

—Está bien… estamos un poco apartados, pero aquí se está tranquilo y podemos charlar en paz.

Hablamos del tiempo pasado y de las últimas noticias que cada uno conocía. Todos estaban impacientes por saber lo que ocurría en el mundo y, más particularmente en América. Rusia sufría el bloqueo y se sentían cortados del resto de la humanidad. No obstante, la conversación se orientó rápidamente hacia la Revolución. Ucrania seguía en guerra. Los Blancos habían lanzado una nueva ofensiva y el combate se proseguía en diferentes puntos del Sur.

Leo había desempeñado un papel activo desde el comienzo de la Revolución. Había luchado en diversos frentes y estaba perfectamente al corriente de la situación.

—Aquí encontrarás condiciones diferentes de las de Petrogrado o Moscú —dijo—. Allí las cosas son más o menos estables, pero aquí, nos encontramos en plena Revolución. En Rusia, sabes, propiamente hablando, la victoria fue relativamente fácil, pero Ucrania no es Rusia. Nosotros somos un país de cuarenta millones de habitantes, de origen diferente, con una cultura y un idioma propios. La Revolución no ha seguido el mismo camino aquí que en el Norte. Allí, los bolcheviques tomaron fácilmente el poder después de caer Kerenski, pero aquí hemos tenido catorce gobiernos diferentes en los últimos dos años…

—Y también ningún gobierno —agregó el Emigrante.

—Se refiere a Majno —explicó Leo—. Debes haber oído hablar de él ¿no?

—Sí. En Moscú se me dijo que era un bandido y que lo matarían sin el menor aviso.

—Primero tienen que capturarlo —dijo riendo el Emigrante.

—A ti te trataron bien ¿verdad? —dijo con tono burlón.

—¿No es verdad lo de bandidos? —pregunté.

—¡Qué bandidos! —gritó con furor Leo—. No te creas semejantes pamplinas. ¿Majno un bandido? Majno y sus hombres formaban parte del Ejército Rojo en aquel momento.

Al ver el asombro que se reflejaba en mi cara agregó:

—Tienes que aprender muchas cosas antes de comprender lo que pasa aquí.

—Aprenderá muy bien, no te preocupes —comentó el Emigrante con ardor—, no hay mejor escuela que la Revolución.

—En Moscú no lo aprenderá jamás —insistió Leo—, pero si se queda bastante tiempo y si tú…

Dudó un instante mientras dirigía una mirada interrogativa a su amigo.

—¿Se lo digo? —le preguntó.

—Claro que sí, díselo —respondió el Emigrante.

—Está bien, Alexandre, él puede decirte cosas que serán grandes revelaciones para ti; ha trabajado con Majno ¿sabes?

Yo me acordaba del Emigrante como de un muchacho apacible y serio, interesado por los problemas sociales; tenía un temperamento más estudioso que militante, y no me lo podía imaginar en el papel de bandido o de aventurero, bajo cualquier bandera; por consiguiente me preguntaba «qué clase de trabajo» podía haber efectuado con Majno.

—Hablando de revelaciones —dijo el Emigrante con aire tentador— ¿Qué os parece si bebemos alguna cosa? Hace un calor terrible…

El kvas ruso del país, destilado a partir de la patata, estaba fresco y refrescante. Era una noche típica del pleno verano ucranio: ni un soplo de aire, la bóveda celeste sembrada de estrellas, todo era tranquilidad, salvo el murmullo monótono de un manantial próximo, y el canto intermitente de un pájaro en el bosque. La inmensa estepa se extendía a lo lejos, majestuosamente silenciosa e indiferente al combate humano.

Estuvimos hablando hasta altas horas de la noche. El Emigrante se reveló ser una verdadera enciclopedia, con una memoria fenomenal para los nombres, fechas, acontecimientos… Me diseñó el curso de la historia de la Revolución desde su comienzo, con una penetración explicativa sobre las causas y los efectos, lo que indicaba un historiador creativo.

Cada fase del gran combate parecía serie familiar; puntuaba regularmente sus análisis con referencias concretas: «es un documento así y asá, de tal o cual fecha, firmado por fulano». Era un archivista imparcial, y cuando más tarde tuve la ocasión de examinar sus archivos, descubrí documentos raros y de gran valor: proclamas y decretos de Lenin y de Trotski, de las fuerzas alemanas de ocupación, de Majno, y también de Denikin, Wrangel y otros generales blancos.

Fue de boca del Emigrante que escuché por primera vez la historia de Majno. Con estupefacción aprendí que en vez de ser un bandido como me habían afirmado los bolcheviques, era un «político» de antiguo, que había sido condenado en 1908 a la pena capital por actividad revolucionaria bajo el régimen zarista. Debido a su juventud (no había cumplido 19 años) la sentencia fue conmutada por la de cadena perpetua, y Majno pasó largos años en Butirki, la prisión central de Moscú, donde durante nueve años permaneció atado de pies y manos, hasta que salió en libertad con la insurrección del proletariado de Moscú el I2 de marzo de 1917.

En aquella época, el Emigrante vivía en Ucrania y tropezó con Majno poco después de que este último hubiera regresado a Gulai-Polé, su pueblo natal, en la provincia de Ekaterinoslav. Majno tenía entonces treinta años, una estatura inferior a la media, de fuerte constitución; ojos de un gris acero penetrantes y un rostro voluntarioso. Hijo de campesino ucraniano, por sus venas corría sangre de antepasados cosacos, reputados por su espíritu independiente y sus cualidades combativas. Aunque debilitado por su largo encarcelamiento, durante el cual enfermó de los pulmones, Majno asombraba a todo el mundo por su vitalidad y su energía. Muy pronto se habló de él como cabecilla de pequeños grupos de insurrectos, que combatía contra los invasores austroalemanes de Ucrania, que gobernaban la región desde la paz de Brest-Litovsk. Aparentemente, era un combate sin esperanza, contra fuerzas desmesuradamente superiores, el que emprendieron Majno y su puñado de campesinos sublevados; pero sus fantásticas hazañas, de una audacia extraordinaria, se ganaron rápidamente el fervor popular y, en poco tiempo, Majno dispuso de una fuerza considerable, generosamente abastecida en víveres y caballos por el campesinado agradecido.

Hizo una guerra de guerrillas encarnizada contra la burguesía campesina y contra el opresor extranjero, y combatió a todo general contrarrevolucionario que intentó someter al campesinado en armas para quedarse con la tierra que había sido expropiada a los grandes terratenientes. Ejércitos enteros fueron enviados para «capturar y castigar a Majno», según la fórmula consagrada, pero era inasible; atacaba al enemigo en el momento y el lugar más inesperado y sembraba el terror en las fuerzas atacadas. Invariablemente, en cabeza de su caballería, parecía tener una existencia mágica. Tenía la reputación de no haber perdido jamás una batalla de no haber sido jamás herido, aunque su método favorito fuera el combate con sable, cuerpo a cuerpo.

Su fama se propagó por todas partes y en poco tiempo los campesinos llegaron a creer que Majno estaba inmunizado contra las «balas y los sablazos».

Fue principalmente con el mando y la estrategia excepcional de Majno que, desde el final de 1918, Ucrania fue liberada de los invasores extranjeros.

Sin embargo, el cabecilla rebelde no se contentó con victorias militares. Empezó a poner en práctica los ideales no realizados de la revolución, tanto política como militar. Dejó el sable y utilizó la palabra y la pluma, se convirtió en consejero y educador. Soviets de campesinos y obreros fueron organizados en toda la Ucrania del sudeste, soviets que se diferenciaban de los bolcheviques por ser totalmente independientes de los partidos políticos y de toda autoridad gubernamental.

Moscú vio con desconfianza la nueva experimentación social intentada por Majno. La prensa bolchevique lanzó ataques contra él y muy pronto fue tratado de enemigo del Partido comunista. El movimiento campesino dirigido por Majno y conocido con el nombre de majnavchina, fue calificado de bandidaje y de contrarrevolución.

Sin embargo, Majno prosiguió su obra a pesar del Kremlin, y siempre que la revolución estuvo en peligro, Majno se precipitó en ayuda de los bolcheviques. Así, pues, cuando en el otoño de 1919 Denikin consiguió llegar al Orel, amenazar Moscú y la propia existencia del gobierno soviético, fue Majno y su ejército quien atacó al general zarista, derrotándolo en varias batallas decisivas, cortando el ejército de los flancos de sus bases de aprovisionamiento y obligando a Denikin a batirse precipitadamente en retirada.

No obstante, a pesar de los grandes servicios que Majno hizo a la Revolución, los bolcheviques siguieron denunciándolo y finalmente Trotski lo declaró fuera de la ley.

Lo que me contaron el Emigrante y Leo me desconcertó mucho. Yo sabía que mis amigos eran profundamente sinceros y adictos a la Revolución —ambos habían sufrido y combatido por ella— pero no lograba creer lo que me habían dicho. Me parecía demasiado monstruoso. Decidí saber toda la verdad. Quizá todo se debía a un malentendido derivado del trastorno y de la agitación del momento —pensaba yo— y quizá estuviera en mis manos la posibilidad de aclarar la situación de alguna manera.

Mi trabajo me llevó de Jarkov hacia otras regiones de Ucrania. Cuanto más penetraba en el Sur, más contradictorias y fantásticas eran las historias sobre Majno y sus acciones. Visité lugares que unidades majnovistas habían ocupado en determinado momento y encontré gentes de diversas posiciones sociales —soldados, obreros, campesinos— de los cuales algunos habían luchado con Majno o contra él. Cosa extraña: hasta sus más implacables enemigos, aún denunciándolo como contrarrevolucionario y perseguidor de judíos, no podían disimular su secreta admiración por el hombre que sólo con un puñado de adictos, había afrontado ejércitos enteros y siempre había salido vencedor de los combates. Sus hazañas eran tan excepcionales que incluso los comunistas ucranios se inclinaban ante su extraordinario coraje y su genio militar.

Fue un bolchevique el que me contó cómo Majno, que proyectaba atacar un pueblo ocupado por Denikin, se las arregló para hacer celebrar una boda campesina en la plaza principal del lugar. Haciéndose pasar por alegres juerguistas, los majnovistas distribuyeron generosas raciones de vodka a los soldados de la guarnición. En lo más fuerte de la borrachera, apareció repentinamente Majno a la cabeza de un pequeño grupo de jinetes. Desbordados por este ataque salvaje e inesperado, los mil hombres de la guarnición capitularon sin combate.

Majno tenía fama de recurrir con frecuencia a tales estratagemas, como cuando conquistó la ciudad de Ekaterinoslav donde Petlura había concentrado un importante contingente de su ejército. Protegidos por el Dniéper con todos los alrededores fuertemente guarnecidos, los petluristas parecían al amparo de cualquier sorpresa. Pero nada hubiese podido disuadir al temerario cabecilla de campesinos insurrectos de su intención de conquistar la ciudad. Solos o por parejas, campesinos de aspecto inofensivo comenzaron a concentrarse en Nijne-Dnieprovsk, un pueblo situado en la orilla opuesta a Ekaterinoslav.

Al día siguiente, al despuntar el alba, los hombres llenaron el tren que establecía comunicación entre el pueblo y la ciudad. El tren entró en la estación y, bruscamente, salieron de él mil hombres armados con ametralladoras. Un combate sangriento se desarrolló en el centro de la ciudad, y, al atardecer, Ekaterinoslav estaba en manos de los majnovistas.

Cuanto más me acercaba a la región de Majno, más sorprendido quedaba de ver el respeto que los campesinos tenían por él. Una vez, cuando estaba hablando con un viejo mujik, un verdadero patriarca con una luenga barba blanca, quedé sorprendido al ver que se descubría cuando se pronunciaba el nombre de Majno.

—Es un gran hombre lleno de bondad —dijo—, que Dios lo proteja. Pasó por aquí hace dos años y todavía me acuerdo como si fuera hoy: sobre el banco de la plaza, con el cuerpo erguido, dirigiéndonos la palabra. Nosotros somos pobre gente y nunca hemos podido comprender los discursos de los bolcheviques cuando nos hablaban. Pero Majno, él, hablaba nuestra lengua, sencilla y directa: «Hermanos —decía— hemos venido para ayudaros. Hemos expulsado a los terratenientes y a sus mercenarios, y ahora somos libres. Distribuid la tierra entre vosotros con justicia y equidad, y trabajad como compañeros para el bien de todos». Un santo —concluyó con ardor.

Se dirigió hacia el icono suspendido en un rincón de la cabaña, se inclinó y se persignó; luego volvió a mí, con toda la majestad de una piadosa convicción.

—La profecía de Pugachev se ha realizado, ¡alabado sea dios! —exclamó el anciano—. Hace cincuenta años, cuando el gran rebelde estaba a punto de ser ejecutado, dijo a la zarina Catalina II: «Solamente os asusté, pero dentro de poco llegará una escoba de hierro que os barrerá a todos vosotros, los tiranos de nuestra santa tierra de Rusia. ¡Esta escoba está aquí, es batko Majno!

Hizo una pausa; luego dijo con solemnidad:

—Hijo mío, fue un milagro. Los campesinos de toda la región se reunieron por la mañana en la plaza. El viejo Vassili, mi vecino, era su portavoz.

—Padrecito —dijo a Majno— eres nuestro liberador. A partir de ahora serás nuestro batko y juramos seguirte hasta la muerte.

La voz del anciano temblaba:

—Aquella noche perdí a mi otro hijo —dijo con voz entrecortada pero es así como Majno se convirtió en nuestro batko.

—¿Batko? —dije sorprendido.

—Sí, batko Majno. No es nuestro comandante, ni nuestro general. Es nuestro amigo, nuestro «padrecito», nuestro batko bien amado, el título más honorable que podemos darle. He pagado caro para ello, pero se lo merece.

Lo interrogué con la mirada.

—El año pasado, Chkuro, el general sanguinario de Denikin, vino aquí —prosiguió el viejo—. Devolvió nuestra tierra a sus antiguos dueños, nos lo quitó todo y obligó a los jóvenes a enrolarse en su ejército. Nos resistimos a ello. Iván, mi hijo mayor, fue detenido y asesinado, otros muchos también. Previnimos a Majno. Llegó acompañado de unos cien jinetes solamente y Chkuro tenía tres mil hombres en nuestro pueblo. Creímos que estábamos perdidos. Pero aquella misma noche Majno se abrió paso a través de las avanzadillas enemigas, atacó a los Blancos y consiguió llegar al mismo centro de nuestro pueblo. Nosotros acudimos todos en su ayuda, con horcas y hachas, y al amanecer habíamos echado a Chkuro y sus asesinos del pueblo. Majno los persiguió hasta el otro lado del río.

Algo más tarde visité Kiev. Una noche, cuando ya iba a acostarme, golpearon a mi puerta. Me pregunté quién podía ser a una hora tan tardía. El río no estaba lejos y la ciudad estaba bajo la ley marcial. Andar por la calle durante el toque de queda estaba prohibido bajo pena de muerte, y sólo se podía circular con un permiso especial de las autoridades militares. Pensé que podía ser la Cheka, la temible policía secreta. Siempre operaban de noche y, en aquel tiempo, su visita no presagiaba nada bueno. Pero mis relaciones con los bolcheviques eran siempre de lo más amistosas. Una detención era poco probable.

Abrí prudentemente la puerta. El pasillo estaba sombrío y desierto, pero bruscamente una persona surgió de una especie de nicho de la pared. Era una mujer, campesina, con un capazo en el brazo, un mantón le cubría la cabeza y escondía casi totalmente sus rasgos.
—Quiero verte —dijo.

Hablaba ruso con ligero acento ucraniano. Le invité a sentarse. Se quitó el mantón y con sorpresa vi que era una joven de una belleza extraordinaria.

Soy Galina, la mujer de Majno —dijo con voz baja y dulce—, traigo un mensaje de su parte.

El solo hecho de pronunciar ese nombre, en tales circunstancias, ya era un gran riesgo. Se me ocurrió bruscamente la idea de que era Majno quien en aquel preciso momento, combatía contra los bolcheviques. Se oía a lo lejos el tronar de la artillería.

—¿Majno, aquí? —exclamé.

Puso un dedo sobre sus labios como una advertencia.

—No está muy lejos.

—Pero… ¿Cómo has podido correr tan gran peligro? —pregunté alarmado. ¿Sabes lo que esto significa?

—Lo sé —respondió tranquilamente— pero Néstor te ha esperado. Pensaba que encontrarías el medio de venir. Deseaba mucho que supieras lo que pasa.

—¿Y tú has arriesgado tu vida por eso?

—Quizás; tú no te das cuenta de la importancia que tiene. Néstor quiere que sepas que es tu compañero, tu verdadero compañero —subrayó.

—No estoy de acuerdo con que luche contra los bolcheviques —dije.

—¿Sigues creyendo en ellos? —preguntó con cierta amargura en la voz.

—En muchas cosas no estoy de acuerdo con ellos —respondí—, pero están cercados de enemigos y considero que todo el que sienta de corazón la Revolución debe ayudarlos a defenderse.

—Es Majno quien defiende la Revolución —interrumpió ella con arrebato.

—¿Luchando contra los bolcheviques?

—Mientras los bolcheviques han luchado por la Revolución, Majno ha estado con ellos —dijo gravemente—. El y los insurrectos han formado parte del Ejército Rojo. Hemos combatido contra el atamán Skoropadski, Petlura, Grigoriev, Denikin y todos los demás enemigos Blancos. Cuando los bolcheviques se encontraban en dificultad, siempre llamaban a Majno en su ayuda, y él siempre acudió. Pero en cuanto el peligro había desaparecido, Moscú se volvía contra nosotros. Nos ha tratado de bandidos y de contrarrevolucionarios, ha puesto precio a la cabeza de Majno, e incluso ha intentado asesinarlo.

—¡Es increíble! —exclamé—, ¿cómo creer que Lenin o Trotski…?

—Néstor sabía que te sería difícil creer en su traición. He traído documentos para convencerte.

—Pero… ¿Qué es lo que tienen contra Majno? —pregunté—. Bien debe existir alguna buena razón.

—¡Excelentes razones! —contestó ella—. Es lo que Néstor quiere que te explique, y por eso estoy aquí.

Con rasgos netos y decididos Galina me relató la historia de Majno y del movimiento a cuya cabeza se encontraba. Había organizado comunas en la región de Gulai-Polé y en una gran parte de Ucrania que abarcaba centenas de kilómetros, donde millones de hombres vivían libremente y se negaba a someterse a la dominación de cualquier partido.

Los bolcheviques intentaron imponer su autoridad al campesinado, pero éste no la acató. Finalmente, Moscú decidió liquidar a Majno, y Trotski dio la orden de suprimir el soviet militar revolucionario de la región de Majno y de proscribir a todos sus miembros.

—Toma —dijo ella tendiéndome un documento—, puedes leerlo tú mismo.

Era una orden del soviet militar revolucionario de la República, fechado el 4 de junio de 1919 y con la referencia nº 1824. Se podía leer en él, particularmente:

La sesión del Soviet convocada por el comité ejecutivo de Gulai-Polé y por el estado mayor de la brigada de Majno para el 15 de junio, queda prohibida por la presente orden y no será autorizada a celebrarse en ninguna circunstancia. Cualquier participación en esa sesión, será considerada como una traición a la República soviética y será tratada en consecuencia… La presente orden entra en vigor inmediatamente y por telégrafo.
Trotski, Presidente del Soviet revolucionario militar de la República (SRMR)

—Era una declaración de guerra contra nosotros —prosiguió Galina—. Al mismo tiempo, Trotski dio órdenes secretas para la captura de Néstor, de todo su estado mayor, y de todos los hombres de nuestro servicio cultural.

—¿Servicio cultural?

—Sí, naturalmente. Tenemos una comisión especial en nuestro ejército que publica diarios, folletos y panfletos para explicar nuestras ideas y nuestros objetivos a los trabajadores. ¿Conoces al Emigrante? Trabaja conmigo, y es un hombre de gran valor. —Sonrió alegremente—. Hemos capturado a la mayor parte del ejército de Grigoriev mediante nuestra propaganda. Néstor está deseoso de que veas lo que hacemos. Pero… te hablaba de la orden de Trotski. Bien; tú conoces a Trotski, habla seriamente. Cinco días más tarde las fuerzas rojas atacaron Gulai-Polé, nuestro cuartel general. Varios miembros de nuestro soviet y el estado mayor militar fueron capturados mediante engaño y ejecutados. Trotski sabía que en aquel momento Néstor afrontaba una nueva ofensiva de Denikin, pero se negó a abastecernos en municiones. Declaró que Majno era un peligro mayor que Denikin. Y tenía razón —comentó ella amargamente— nuestras ideas libres son más peligrosas para Moscú que los Blancos.

—Pero tú me has dicho que Majno pertenecía al Ejército Rojo…

—¡Sí!

—Entonces… ¿Cómo podía negarse Trotski a facilitarle municiones?

—No es lo peor que ha hecho. Ha retirado varias unidades del Ejército Rojo de nuestro frente al Noroeste. Con lo cual ha permitido que la caballería de Denikin atacara el flanco izquierdo de Majno. Sin municiones, nuestros hombres por primera vez han tenido que batirse en retirada. ¿Y qué piensas que hizo Trotski entonces?

—¿Qué? —pregunté sin respirar.

—Nos acusó deliberadamente de haber abierto el frente a Denikin. —Se detuvo un momento para controlar su emoción—. Néstor se encontraba en una situación terrible. Se dio cuenta de la siniestra conspiración tramada contra él, pero se negó a volver sus armas contra los bolcheviques. Amaba demasiado la causa de la Revolución. Decidió rescindir su mando en el Ejército Rojo y así lo comunicó a Moscú. Hizo un llamamiento a los insurrectos, pidiéndoles que siguieran combatiendo a los Blancos, y luego se retiró.

—¿Completamente?

—Has debido oír hablar de lo que pasó. El Ejército Rojo siguió retrocediendo ante Denikin. Este llegó al Orel y amenazó Moscú. El pánico se apoderó de los bolcheviques. Ello significaba la derrota de la Revolución y el retorno al zarismo. Entonces Néstor volvió a la brecha. Reunió sus fuerzas y presentó batalla a Denikin. Lo atacó de flanco, aislándolo de su base de artillería. Denikin se vio obligado a dar media vuelta y Néstor lo hizo retroceder hasta el Don. Fue el fin de Denikin.

—Los bolcheviques apreciaron sin duda la ayuda de Majno…

—¡Tú no los conoces todavía! —exclamó ella con impaciencia—. Cuando ya no lo necesitaron, lo proscribieron de nuevo, exactamente como habían hecho cuando los salvó del atamán.

—¿Qué atamán?

—El atamán Grigoriev, un oficial zarista que se había sumado a los bolcheviques. —Galina cogió el legajo de documentos y me tendió un papel.

Era un telegrama bolchevique, fechado el 12 de mayo de 1919, enviado a Gulai-Polé para batko Majno, donde quiera que se encuentre. Estaba firmado por el comandante en jefe del Ejército Rojo del Sur en el cual se informaba a Majno que el atamán Grigoriev había traicionado en el frente y volvía sus armas contra los Soviets. El telegrama urgía al jefe de los insurrectos para que lanzara inmediatamente proclamas contra el traidor y sofocara el motín.

—No necesitó mucho tiempo Néstor para liquidar al atamán —prosiguió Galina—. Grigoriev disponía de un ejército potente, pero compuesto especialmente de campesinos enrolados a la fuerza. Néstor quiso evitar el derramamiento de sangre. Encargó a nuestro servicio cultural la publicación de una proclama acusando al atamán de contrarrevolucionario. Luego convocó una asamblea de varios destacamentos guerrilleros. El atamán fue invitado a defenderse de las acusaciones dirigidas contra él, y llegó acompañado de todo su estado mayor. Néstor lo acusó públicamente de traidor a la Revolución. Grigoriev se encolerizó y sacó su revólver. Yo vi cómo apuntaba a Néstor que le daba la espalda, frente al auditorio. —Se calló, pálida, ante el recuerdo…

—¿Disparó? —pregunté con ansiedad.

—Es contra él que dispararon, y más de la mitad de su ejército se pasó al nuestro. Pero no por ello Moscú abandonó su plan de aniquilamiento de Majno —prosiguió—. Cuando el país quedó limpio de generales contrarrevolucionarios, Trotski designó a Majno para que fuera a luchar contra Polonia. Eso era contrario a nuestro acuerdo militar que estipulaba que el ejército majnovista permanecería en el frente contra Denikin. Néstor comprendió que se trataba de una maquinación con miras a eliminarlo de Ucrania y a destruir el movimiento insurreccional; protestó contra la orden de Trotski y éste le proscribió una vez más. Moscú nos declaró la guerra y envió todo un ejército a nuestra región. Los comandantes rojos evitaban la guerra abierta contra nosotros, pero ejercitaban su artillería contra nuestros poblados, matando a miles de campesinos. Tuvimos que decidirnos a volver de nuevo a la guerra de guerrillas, como en tiempos de Skoropadski y del invasor alemán.

Quedé abrumado. No podía creer que Lenin y Trotski, que desde su juventud habían dedicado su vida a la causa del pueblo, pudieran ser capaces de traicionar la Revolución, que es de lo que les acusaba Galina. Y sin embargo los hechos eran ciertos, y existían los documentos que confirmaban todo lo que Leo y el Emigrante me habían contado.

—Galina —dije—, conozco personalmente a Lenin y a Trotski. Quizá se pueda hacer algo para arreglar las cosas y para inducirles a una mejor comprensión.

Me miró con escepticismo.

—Tu intención es buena, compañero Alexandre, pero ni hablar de ello. Es ya demasiado tarde.

—Me gustaría poder discutir de ello con Majno, pero ya sé que tal cosa es imposible.

—Quizá menos imposible de lo que tú crees —replicó Galina con ardor—; y es para eso que he venido. Néstor piensa poder verte.

—Pero nuestro trabajo es oficial, mis movimientos son vigilados.

—Si la montaña no puede ir al profeta… ¿comprendes? —dijo con una resplandeciente sonrisa.

El plan de Majno era muy sencillo —explicó ella—. Él sabía que cualquier tentativa de mi parte para estar con él tendría las más graves consecuencias e incluso me podría ser fatal. Así, pues, se proponía capturar el tren en el cual yo viajaría en mi próximo destino. Me haría «prisionero de guerra» y más tarde me daría un salvoconducto para el territorio bolchevique. Una maniobra así me dejaría limpio de toda sospecha de relaciones deliberadas con el «bandido proscrito». Era un plan muy atrevido, pero bastante había oído hablar de las proezas de Majno para dudar de su habilidad en realizar el proyecto con éxito.

—Con una condición —dije, que no se vierta una gota de sangre.

—De acuerdo —se apresuró a decir.

Esperé entonces con impaciencia una señal de Majno, pero iban pasando los días y nada. La ciudad se volvió apacible, con un aspecto menos militar; era evidente que los combates se desarrollaban más lejos. Poco tiempo después, salí de Kiev; mi trabajo, ahora me conducía a Odesa. El tren me transportó lejos de la región majnovista y yo me preguntaba qué es lo que había impedido a Majno «secuestrarme».

En la estación de un pueblo en nuestro camino, observé gente reunida alrededor de un gran cartel pegado en el muro. Los gritos y la excitación eran grandes, y oí a alguien exclamar: «Otro frente; ¡que Dios nos ampare!». Me acerqué precipitadamente. El cartel anunciaba con grandes caracteres que el general Wrangel había desencadenado una ofensiva contra los soviets. Avanzaba por el noroeste de Crimea y devastaba el país a su paso. Pero las palabras «bandido Majno» atrajeron mi mirada. Convertido en traidor, decía el cartel, Majno combatía al lado de Wrangel. Me quedé pasmado: ¿podía ser posible que Majno luchara realmente aliado de la contrarrevolución? Era increíble.

Rumores de pogromos perpetrados por Majno comenzaron a circular amplificándose. Nos encontrábamos en la zona del antiguo límite de residencia de los judíos y podía ver en todas partes los efectos terribles de las devastaciones y matanzas. Encontré a sobrevivientes de pogromos, víctimas de monstruosas torturas. Algunas localidades de mayoría judía, como Fastov, Belotserkov, Lisianka y otras habían sido objeto de pogromos por cada uno de los ejércitos que las había cruzado, incluidos Denikin, Petliura y los Verdes. Aquí y allá encontraba por azar judíos que afirmaban que su poblado había sido atacado por las bandas de Majno. Más tarde, en Odesa, me entrevisté con los representantes de diversas organizaciones judías sobre las investigaciones que habían realizado en lo referente a las exacciones antijudías así como con personas que habían reunido archivos sobre más de mil pogromos, y ninguno de ellos se había podido comprobar hubiesen sido obra de majnovistas.

Había judíos que habían sido hostigados por miembros aislados del ejército insurrecto majnovista, como también por grupos del Ejército Rojo. Sin embargo, Majno era tan implacable como los bolcheviques sobre este particular, y reprimía duramente tales persecuciones raciales y de odio. Su determinación al respecto era bien conocida en el sudeste de Ucrania y yo pude reunir gran número de proclamas contra las persecuciones antijudías. y lo que es más, yo sabía que muchos judíos trabajaban con él y que varios de sus amigos más íntimos, y hasta alguno de sus consejeros, eran judíos. Varias veces hice la curiosa experiencia de oír hablar a gente de un pogromo cometido por Majno, relatado con detalle, y dando una descripción minuciosa del aspecto del batko, y todo ello para saber después que Majno no había estado nunca a menos de 150 km del lugar referido. Estaba bien claro que los Verdes y otros merodeadores, que sabían el terror que inspiraba el nombre de Majno al enemigo, se presentaban como majnovistas cuando llegaban a un pueblo.

Mi destino siguiente fue el Cáucaso. Yo esperaba saber alguna cosa sobre las actividades reales de Majno, y quizá incluso entrar en contacto con su ejército.

Nuestra expedición estaba a punto de salir de Odesa cuando fuimos informados por las autoridades bolcheviques de que todas las carreteras hacia el Este estaban cortadas. Wrangel había derrotado a las fuerzas soviéticas en varias batallas, y avanzaba hacia Rostov del Don. Nos vimos obligados a modificar nuestro itinerario prosiguiendo nuestro camino hacia el Norte.

Al llegar a Moscú quedé sorprendido al encontrar la ciudad vestida de fiesta y la población regocijada. Las paredes estaban cubiertas de carteles que anunciaban la derrota total de Wrangel. Todavía fue más grande mi sorpresa cuando eché una ojeada a los diarios bolcheviques. ¡Estaban llenos de elogios a Majno! Lo llamaban la Némesis de los Blancos y relataban cómo su caballería perseguía en aquel momento, a través de la península de Crimea, lo que quedaba del ejército de Wrangel.

Algo más tarde, un día que me paseaba por una calle de la capital, atiborrada de gente, un hombre de barba negra y gafas ahumadas me llamó:

—¿En Moscú no me reconoces, eh? —dijo con un tono irónico que me recordó inmediatamente al Emigrante.

—¿Qué ha pasado? —pregunté desconcertado al darme cuenta de que andaba disfrazado.

—¿No te has enterado? —preguntó.

Nos retiramos a un lugar tranquilo. Mi amigo de Detroit, generalmente tranquilo y dueño de sí mismo, estaba visiblemente muy agitado.

—Acabo de escapar por un pelo a la muerte —dijo sin preámbulos—. Todo el Congreso ha sido detenido y varios de nuestros hombres ejecutados.

—¿Ejecutados? ¿Por qué? ¿Qué Congreso? —exclamé horrorizado.

—¿Pero no lo sabes? ¿Dónde diablos estabas? ¿Por qué no contestaste al mensaje de Majno?

Yo lo miraba, desconcertado.

—¡Oh! ¡Ya veo! —exclamó—. No te han transmitido el telegrama. No querían que tú formaras parte del comité de conciliación. ¡Qué maldita ralea!

Me enteré de que los bolcheviques habían pedido ayuda a Majno contra Wrangel y concertado un acuerdo político y militar con él. La caza de Majno y de sus hombres debía cesar, los miembros de su organización que estaban detenidos serían liberados, y se dejaría a la región majnovista su total autonomía. Majno me había enviado un telegrama, a través de Chicherin, ministro de Asuntos Exteriores (donde yo recibía mi correo, en la época), pidiéndome que desempeñara la función de representante en el comité de conciliación.

Al regresar Majno, después de la campaña contra Wrangel, se celebró un congreso anarquista en Jarkov, al cual acudieron delegados de todos los puntos de la región. En la primera sesión del congreso (el 26 de noviembre de 1920) todos los delegados fueron detenidos y algunos ejecutados.

—El mismo día, el cuartel general de Majno en Gulai-Polé fue atacado por la artillería de los rojos —prosiguió el Emigrante—. Varios regimientos de su caballería que volvían de Crimea fueron cercados a traición por el IV Ejército Rojo y aniquilados hasta el último hombre. Semion Karetnik, el comandante del cuerpo majnovista de Crimea, fue capturado a traición e inmediatamente ejecutado con varios miembros de su estado mayor.

—¿Y Majno?

—Herido en la batalla, debe estar muriéndose en este momento. Galina y algunos campesinos amigos se cuidan de él.

Su cabeza cayó sobre el pecho y sollozos reprimidos sacudieron sus hombros. Se recobró inmediatamente, irguió la cabeza, y me dijo:

—Esta noche salgo hacia Gulai-Polé. ¡A partir de ahora será una lucha a muerte!

Esta lucha fue bien real: raramente un genio militar fue sometido a más ruda prueba que lo fue Majno en aquel fatal año 1921. Con sólo 3.000 jinetes a su disposición, rodeado por un ejército de 150.000 hombres, su combate era evidentemente sin salida y, sin embargo, mantuvo ese combate desigual durante más de nueve meses, luchando día y noche. Pasó a través de las mallas de la muerte varias veces, libró batallas a derecha e izquierda, y continuó, invencible, en el empeño de llevar a su puñado de hombres a lugar seguro.

Pero, al quedar incapacitado por múltiples heridas, Majno decidió abandonar Ucrania.

El 28 de agosto de 1921, cruzó la frontera rumana. El gobierno leninista reclamó su extradición, sin disimular su intención de ejecutarlo. Rumania consideró que era un refugiado político y rechazó la demanda de Moscú. Después de numerosas peripecias, Majno consiguió llegar a Polonia, donde fue de nuevo detenido y encarcelado. Luego fue internado en Dantzig, de donde logró escapar en dirección de Alemania. Es en Berlín donde lo encontré en compañía de su fiel Galina.

—Es una entrevista bien diferente de la que yo había proyectado, compañero Alexandre —me dijo con una triste sonrisa—, pero la noche que yo había previsto estar contigo, fui llamado a 100 km de Kiev. Es una lástima, las cosas hubieran podido ser diferentes.

Su aspecto me conmovió. Los tormentos y pruebas debidos a su terrible combate, así como los sufrimientos físicos y morales que se sumaron, habían reducido al potente cabecilla de los insurrectos ucranianos al estado de una sombra. Su rostro y su cuerpo llevaban las huellas de heridas recibidas; su pie fracturado, lo convertía en un disminuido para toda la vida. Sin embargo, su espíritu estaba intacto y tenía siempre la intención de volver a su Ucrania natal para proseguir la lucha por la libertad y la justicia social. La vida en el exilio era insoportable para él; se sentía desarraigado y tenía nostalgia por su país bien amado.

—Alexandre, volvamos allí —me dijo varias veces—, nos necesitan.

Más tarde comprendió que el retorno era imposible. Una existencia gris y monótona, la miseria y las preocupaciones cotidianas, y sobre todo, el ardiente deseo de ayudar a sus hermanos ucranios, convirtieron su vida en una tortura constante. Se le veía desmejorar rápidamente y yo presentía que sus días estaban contados.

Quizá un día la historia narrará en su totalidad la epopeya del indomable rebelde que desempeñó un papel tan capital en la revolución rusa. De este hombre de una personalidad tan potente, que sintió un amor tan apasionado por la libertad, sólo queda un puñado de ceniza dentro de una urna en el cementerio parisiense del Pere-Lachaise; pero, hasta en la muerte, Néstor Majno permanece cerca de sus hermanos de espíritu, los hombres de la Comuna de París de 1871.

Publicado en Polémica, n.º 47-49, enero 1992

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De POLÉMICA, 19/02/2013


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