ALEXANDRE BERKMAN
Un hombre acaba
de morir en el hospital Tenon. Se llamaba Néstor Majno. Ha muerto
en la pobreza y la soledad, lejos de millones de hombres que antaño lo habían
saludado como liberador y héroe del pueblo. Algunos hombres aparecen como los
camafeos de la vida; se destacan en un potente relieve sobre su lienzo y nos
facilitan una mejor comprensión del segundo plano social. La historia, de por
sí, esculpe con frecuencia seres de una dimensión tal que ni tan siquiera el
paso del tiempo puede borrar. Son los que simbolizan el genio de su pueblo; su
vida y sus acciones iluminan el pasado, a la vez que proyectan una luz
profética hacia el porvenir.
Néstor Majno fue
uno de ellos. Producto legítimo de una época revolucionaria, su vida y su
actividad estuvieron impregnadas de una potente conducta voluntaria, y es más
que probable que sin él, y sin el ejército de campesinos ucranianos que él
dirigió, la Rusia soviética nunca hubiera llegado ser una realidad.
Fue en 1920,
cuando yo viajaba por Rusia, que oí hablar por primera vez de Néstor Majno. Los
relatos que corrían sobre él eran tan fabulosos, sus proezas tan fantásticas, y
los juicios que sobre él se hacían, tan contradictorios, que me pareció un
personaje de leyenda.
—¿Quién es ese
Majno del que tanto se habla? —pregunté a un bolchevique eminente.
—Un bandido —me
replicó con irritación—, un contrarrevolucionario peligroso que nos causa
muchas preocupaciones.
—He oído a gente
calificarlo de héroe revolucionario —dije.
—Es un bandido
—repitió con rabia—, su cabeza ha sido puesta a precio y lo matarán en cuanto
lo vean.
Después de mi
llegada a Ucrania es cuando Majno comenzó a adquirir una forma más precisa. Sin
embargo, allí también su personalidad se reveló huidiza durante cierto tiempo,
y sólo reuní los hechos que le concernían, a él y a sus actividades, cuando la
suerte me hizo entrar en contacto con hombres que lo conocían directamente.
En el marco de mi
trabajo, que consistía en reunir elementos sobre la historia de la Revolución,
me presenté un día en la casa del presidente del Partido Comunista de Jarkov,
como esperaba hacer en cada ciudad que visitara. El gobierno soviético todavía
no había afirmado en aquel entonces su autoridad en Ucrania, y Jarkov parecía
un campamento militar. Era difícil poder ser introducido cerca de bolcheviques
con cargos importantes, pero mis cartas de recomendación del «Centro» (nombre
que se daba a Moscú en las provincias) sirvieron para allanar todos los
obstáculos. Estaba conversando con el secretario cuando un joven, con uniforme
militar cruzó la sala. Me miró con aire distraído, me volvió a mirar y se
acercó a mí.
—Perdóname,
tovarich —dijo—, ¿no eres Berkman?
Asentí.
—¿Alexandre
Berkman, de verdad?
Y antes de darme
cuenta de lo que hacía, me estrujó entre sus brazos y me abrazó tres veces a la
usanza rusa.
Era Leo, mi viejo
compañero de América, jefe de intendencia del Ejército Rojo de guarnición en
Jarkov. El muchacho delgado y delicado que yo había conocido en Nueva York
varios años antes se había convertido en un buen mozo de aspecto militar y
seguro de sí mismo. Una profunda cicatriz en la cara, de toda evidencia un
sablazo, daba todavía más resolución a su aspecto.
—¡Qué cosa más
increíble —exclamó—, jamás hubiera soñado encontrarte aquí! No sabía que
estuvieras en este país, alguien me había dicho que estabas en la cárcel.
Sabes… me gustaría discutir contigo de un montón de cosas.
Se interrumpió
bruscamente y me preguntó:
—¿Estás aquí en
misión secreta?
—En lo más mínimo
—contesté.
—Muy bien,
entonces quiero que vayas a verme; hay un grupo de gente conmigo que estarían
muy contentos de verte.
Escribió una
dirección en un papel y marchó.
Me resultó algo
difícil encontrar la casa donde vivía Leo. El oficial y su familia residían en
un campamento fuera de la ciudad. Entre los que allí estaban reconocí a varios
conocidos de los Estados Unidos, entre ellos uno que se hacía llamar Emigrante
y que yo había conocido en Detroit.
—Llegas con
retraso ¡hombre!, no es costumbre norteamericana —me reprochó Leo con buen
humor—, y sin escuchar mis excusas agregó:
—Está bien…
estamos un poco apartados, pero aquí se está tranquilo y podemos charlar en
paz.
Hablamos del
tiempo pasado y de las últimas noticias que cada uno conocía. Todos estaban
impacientes por saber lo que ocurría en el mundo y, más particularmente en
América. Rusia sufría el bloqueo y se sentían cortados del resto de la
humanidad. No obstante, la conversación se orientó rápidamente hacia la
Revolución. Ucrania seguía en guerra. Los Blancos habían lanzado una nueva
ofensiva y el combate se proseguía en diferentes puntos del Sur.
Leo había
desempeñado un papel activo desde el comienzo de la Revolución. Había luchado
en diversos frentes y estaba perfectamente al corriente de la situación.
—Aquí encontrarás
condiciones diferentes de las de Petrogrado o Moscú —dijo—. Allí las cosas son
más o menos estables, pero aquí, nos encontramos en plena Revolución. En Rusia,
sabes, propiamente hablando, la victoria fue relativamente fácil, pero Ucrania
no es Rusia. Nosotros somos un país de cuarenta millones de habitantes, de
origen diferente, con una cultura y un idioma propios. La Revolución no ha
seguido el mismo camino aquí que en el Norte. Allí, los bolcheviques tomaron
fácilmente el poder después de caer Kerenski, pero aquí hemos tenido catorce
gobiernos diferentes en los últimos dos años…
—Y también ningún
gobierno —agregó el Emigrante.
—Se refiere a
Majno —explicó Leo—. Debes haber oído hablar de él ¿no?
—Sí. En Moscú se
me dijo que era un bandido y que lo matarían sin el menor aviso.
—Primero tienen
que capturarlo —dijo riendo el Emigrante.
—A ti te trataron
bien ¿verdad? —dijo con tono burlón.
—¿No es verdad lo
de bandidos? —pregunté.
—¡Qué bandidos!
—gritó con furor Leo—. No te creas semejantes pamplinas. ¿Majno un bandido?
Majno y sus hombres formaban parte del Ejército Rojo en aquel momento.
Al ver el asombro
que se reflejaba en mi cara agregó:
—Tienes que
aprender muchas cosas antes de comprender lo que pasa aquí.
—Aprenderá muy
bien, no te preocupes —comentó el Emigrante con ardor—, no hay mejor escuela
que la Revolución.
—En Moscú no lo
aprenderá jamás —insistió Leo—, pero si se queda bastante tiempo y si tú…
Dudó un instante
mientras dirigía una mirada interrogativa a su amigo.
—¿Se lo digo? —le
preguntó.
—Claro que sí,
díselo —respondió el Emigrante.
—Está bien,
Alexandre, él puede decirte cosas que serán grandes revelaciones para ti; ha
trabajado con Majno ¿sabes?
Yo me acordaba
del Emigrante como de un muchacho apacible y serio, interesado por los
problemas sociales; tenía un temperamento más estudioso que militante, y no me
lo podía imaginar en el papel de bandido o de aventurero, bajo cualquier
bandera; por consiguiente me preguntaba «qué clase de trabajo» podía haber
efectuado con Majno.
—Hablando de
revelaciones —dijo el Emigrante con aire tentador— ¿Qué os parece si bebemos
alguna cosa? Hace un calor terrible…
El kvas ruso del
país, destilado a partir de la patata, estaba fresco y refrescante. Era una
noche típica del pleno verano ucranio: ni un soplo de aire, la bóveda celeste
sembrada de estrellas, todo era tranquilidad, salvo el murmullo monótono de un
manantial próximo, y el canto intermitente de un pájaro en el bosque. La
inmensa estepa se extendía a lo lejos, majestuosamente silenciosa e indiferente
al combate humano.
Estuvimos
hablando hasta altas horas de la noche. El Emigrante se reveló ser una
verdadera enciclopedia, con una memoria fenomenal para los nombres, fechas,
acontecimientos… Me diseñó el curso de la historia de la Revolución desde su
comienzo, con una penetración explicativa sobre las causas y los efectos, lo
que indicaba un historiador creativo.
Cada fase del
gran combate parecía serie familiar; puntuaba regularmente sus análisis con
referencias concretas: «es un documento así y asá, de tal o cual fecha, firmado
por fulano». Era un archivista imparcial, y cuando más tarde tuve la ocasión de
examinar sus archivos, descubrí documentos raros y de gran valor: proclamas y
decretos de Lenin y de Trotski, de las fuerzas alemanas de ocupación, de Majno,
y también de Denikin, Wrangel y otros generales blancos.
Fue de boca del
Emigrante que escuché por primera vez la historia de Majno. Con estupefacción
aprendí que en vez de ser un bandido como me habían afirmado los bolcheviques,
era un «político» de antiguo, que había sido condenado en 1908 a la pena
capital por actividad revolucionaria bajo el régimen zarista. Debido a su
juventud (no había cumplido 19 años) la sentencia fue conmutada por la de
cadena perpetua, y Majno pasó largos años en Butirki, la prisión central de
Moscú, donde durante nueve años permaneció atado de pies y manos, hasta que
salió en libertad con la insurrección del proletariado de Moscú el I2 de marzo
de 1917.
En aquella época,
el Emigrante vivía en Ucrania y tropezó con Majno poco después de que este
último hubiera regresado a Gulai-Polé, su pueblo natal, en la provincia de
Ekaterinoslav. Majno tenía entonces treinta años, una estatura inferior a la
media, de fuerte constitución; ojos de un gris acero penetrantes y un rostro
voluntarioso. Hijo de campesino ucraniano, por sus venas corría sangre de
antepasados cosacos, reputados por su espíritu independiente y sus cualidades
combativas. Aunque debilitado por su largo encarcelamiento, durante el cual
enfermó de los pulmones, Majno asombraba a todo el mundo por su vitalidad y su
energía. Muy pronto se habló de él como cabecilla de pequeños grupos de insurrectos,
que combatía contra los invasores austroalemanes de Ucrania, que gobernaban la
región desde la paz de Brest-Litovsk. Aparentemente, era un combate sin
esperanza, contra fuerzas desmesuradamente superiores, el que emprendieron
Majno y su puñado de campesinos sublevados; pero sus fantásticas hazañas, de
una audacia extraordinaria, se ganaron rápidamente el fervor popular y, en poco
tiempo, Majno dispuso de una fuerza considerable, generosamente abastecida en
víveres y caballos por el campesinado agradecido.
Hizo una guerra
de guerrillas encarnizada contra la burguesía campesina y contra el opresor
extranjero, y combatió a todo general contrarrevolucionario que intentó someter
al campesinado en armas para quedarse con la tierra que había sido expropiada a
los grandes terratenientes. Ejércitos enteros fueron enviados para «capturar y
castigar a Majno», según la fórmula consagrada, pero era inasible; atacaba al
enemigo en el momento y el lugar más inesperado y sembraba el terror en las
fuerzas atacadas. Invariablemente, en cabeza de su caballería, parecía tener
una existencia mágica. Tenía la reputación de no haber perdido jamás una
batalla de no haber sido jamás herido, aunque su método favorito fuera el
combate con sable, cuerpo a cuerpo.
Su fama se propagó
por todas partes y en poco tiempo los campesinos llegaron a creer que Majno
estaba inmunizado contra las «balas y los sablazos».
Fue
principalmente con el mando y la estrategia excepcional de Majno que, desde el
final de 1918, Ucrania fue liberada de los invasores extranjeros.
Sin embargo, el
cabecilla rebelde no se contentó con victorias militares. Empezó a poner en
práctica los ideales no realizados de la revolución, tanto política como
militar. Dejó el sable y utilizó la palabra y la pluma, se convirtió en
consejero y educador. Soviets de campesinos y obreros fueron organizados en
toda la Ucrania del sudeste, soviets que se diferenciaban de los bolcheviques
por ser totalmente independientes de los partidos políticos y de toda autoridad
gubernamental.
Moscú vio con
desconfianza la nueva experimentación social intentada por Majno. La prensa
bolchevique lanzó ataques contra él y muy pronto fue tratado de enemigo del
Partido comunista. El movimiento campesino dirigido por Majno y conocido con el
nombre de majnavchina, fue calificado de bandidaje y de
contrarrevolución.
Sin embargo,
Majno prosiguió su obra a pesar del Kremlin, y siempre que la revolución estuvo
en peligro, Majno se precipitó en ayuda de los bolcheviques. Así, pues, cuando
en el otoño de 1919 Denikin consiguió llegar al Orel, amenazar Moscú y la
propia existencia del gobierno soviético, fue Majno y su ejército quien atacó
al general zarista, derrotándolo en varias batallas decisivas, cortando el
ejército de los flancos de sus bases de aprovisionamiento y obligando a Denikin
a batirse precipitadamente en retirada.
No obstante, a
pesar de los grandes servicios que Majno hizo a la Revolución, los bolcheviques
siguieron denunciándolo y finalmente Trotski lo declaró fuera de la ley.
Lo que me
contaron el Emigrante y Leo me desconcertó mucho. Yo sabía que mis amigos eran
profundamente sinceros y adictos a la Revolución —ambos habían sufrido y
combatido por ella— pero no lograba creer lo que me habían dicho. Me parecía
demasiado monstruoso. Decidí saber toda la verdad. Quizá todo se debía a un
malentendido derivado del trastorno y de la agitación del momento —pensaba yo—
y quizá estuviera en mis manos la posibilidad de aclarar la situación de alguna
manera.
Mi trabajo me
llevó de Jarkov hacia otras regiones de Ucrania. Cuanto más penetraba en el
Sur, más contradictorias y fantásticas eran las historias sobre Majno y sus
acciones. Visité lugares que unidades majnovistas habían ocupado en determinado
momento y encontré gentes de diversas posiciones sociales —soldados, obreros,
campesinos— de los cuales algunos habían luchado con Majno o contra él. Cosa
extraña: hasta sus más implacables enemigos, aún denunciándolo como
contrarrevolucionario y perseguidor de judíos, no podían disimular su secreta
admiración por el hombre que sólo con un puñado de adictos, había afrontado ejércitos
enteros y siempre había salido vencedor de los combates. Sus hazañas eran tan
excepcionales que incluso los comunistas ucranios se inclinaban ante su
extraordinario coraje y su genio militar.
Fue un
bolchevique el que me contó cómo Majno, que proyectaba atacar un pueblo ocupado
por Denikin, se las arregló para hacer celebrar una boda campesina en la plaza
principal del lugar. Haciéndose pasar por alegres juerguistas, los majnovistas
distribuyeron generosas raciones de vodka a los soldados de la guarnición. En
lo más fuerte de la borrachera, apareció repentinamente Majno a la cabeza de un
pequeño grupo de jinetes. Desbordados por este ataque salvaje e inesperado, los
mil hombres de la guarnición capitularon sin combate.
Majno tenía fama
de recurrir con frecuencia a tales estratagemas, como cuando conquistó la
ciudad de Ekaterinoslav donde Petlura había concentrado un importante
contingente de su ejército. Protegidos por el Dniéper con todos los alrededores
fuertemente guarnecidos, los petluristas parecían al amparo de cualquier
sorpresa. Pero nada hubiese podido disuadir al temerario cabecilla de
campesinos insurrectos de su intención de conquistar la ciudad. Solos o por
parejas, campesinos de aspecto inofensivo comenzaron a concentrarse en Nijne-Dnieprovsk,
un pueblo situado en la orilla opuesta a Ekaterinoslav.
Al día siguiente,
al despuntar el alba, los hombres llenaron el tren que establecía comunicación
entre el pueblo y la ciudad. El tren entró en la estación y, bruscamente,
salieron de él mil hombres armados con ametralladoras. Un combate sangriento se
desarrolló en el centro de la ciudad, y, al atardecer, Ekaterinoslav estaba en
manos de los majnovistas.
Cuanto más me
acercaba a la región de Majno, más sorprendido quedaba de ver el respeto que los
campesinos tenían por él. Una vez, cuando estaba hablando con un viejo mujik,
un verdadero patriarca con una luenga barba blanca, quedé sorprendido al ver
que se descubría cuando se pronunciaba el nombre de Majno.
—Es un gran
hombre lleno de bondad —dijo—, que Dios lo proteja. Pasó por aquí hace dos años
y todavía me acuerdo como si fuera hoy: sobre el banco de la plaza, con el
cuerpo erguido, dirigiéndonos la palabra. Nosotros somos pobre gente y nunca
hemos podido comprender los discursos de los bolcheviques cuando nos hablaban.
Pero Majno, él, hablaba nuestra lengua, sencilla y directa: «Hermanos —decía—
hemos venido para ayudaros. Hemos expulsado a los terratenientes y a sus
mercenarios, y ahora somos libres. Distribuid la tierra entre vosotros con justicia
y equidad, y trabajad como compañeros para el bien de todos». Un santo
—concluyó con ardor.
Se dirigió hacia
el icono suspendido en un rincón de la cabaña, se inclinó y se persignó; luego
volvió a mí, con toda la majestad de una piadosa convicción.
—La profecía de
Pugachev se ha realizado, ¡alabado sea dios! —exclamó el anciano—. Hace
cincuenta años, cuando el gran rebelde estaba a punto de ser ejecutado, dijo a
la zarina Catalina II: «Solamente os asusté, pero dentro de poco llegará una
escoba de hierro que os barrerá a todos vosotros, los tiranos de nuestra santa
tierra de Rusia. ¡Esta escoba está aquí, es batko Majno!
Hizo una pausa;
luego dijo con solemnidad:
—Hijo mío, fue un
milagro. Los campesinos de toda la región se reunieron por la mañana en la
plaza. El viejo Vassili, mi vecino, era su portavoz.
—Padrecito —dijo
a Majno— eres nuestro liberador. A partir de ahora serás nuestro batko y
juramos seguirte hasta la muerte.
La voz del
anciano temblaba:
—Aquella noche
perdí a mi otro hijo —dijo con voz entrecortada pero es así como Majno se
convirtió en nuestro batko.
—¿Batko?
—dije sorprendido.
—Sí, batko Majno.
No es nuestro comandante, ni nuestro general. Es nuestro amigo, nuestro
«padrecito», nuestro batko bien amado, el título más honorable
que podemos darle. He pagado caro para ello, pero se lo merece.
Lo interrogué con
la mirada.
—El año pasado,
Chkuro, el general sanguinario de Denikin, vino aquí —prosiguió el viejo—.
Devolvió nuestra tierra a sus antiguos dueños, nos lo quitó todo y obligó a los
jóvenes a enrolarse en su ejército. Nos resistimos a ello. Iván, mi hijo mayor,
fue detenido y asesinado, otros muchos también. Previnimos a Majno. Llegó
acompañado de unos cien jinetes solamente y Chkuro tenía tres mil hombres en
nuestro pueblo. Creímos que estábamos perdidos. Pero aquella misma noche Majno
se abrió paso a través de las avanzadillas enemigas, atacó a los Blancos y
consiguió llegar al mismo centro de nuestro pueblo. Nosotros acudimos todos en
su ayuda, con horcas y hachas, y al amanecer habíamos echado a Chkuro y sus
asesinos del pueblo. Majno los persiguió hasta el otro lado del río.
Algo más tarde
visité Kiev. Una noche, cuando ya iba a acostarme, golpearon a mi puerta. Me
pregunté quién podía ser a una hora tan tardía. El río no estaba lejos y la
ciudad estaba bajo la ley marcial. Andar por la calle durante el toque de queda
estaba prohibido bajo pena de muerte, y sólo se podía circular con un permiso
especial de las autoridades militares. Pensé que podía ser la Cheka, la temible
policía secreta. Siempre operaban de noche y, en aquel tiempo, su visita no
presagiaba nada bueno. Pero mis relaciones con los bolcheviques eran siempre de
lo más amistosas. Una detención era poco probable.
Abrí
prudentemente la puerta. El pasillo estaba sombrío y desierto, pero bruscamente
una persona surgió de una especie de nicho de la pared. Era una mujer,
campesina, con un capazo en el brazo, un mantón le cubría la cabeza y escondía
casi totalmente sus rasgos.
—Quiero verte
—dijo.
Hablaba ruso con
ligero acento ucraniano. Le invité a sentarse. Se quitó el mantón y con
sorpresa vi que era una joven de una belleza extraordinaria.
Soy Galina, la
mujer de Majno —dijo con voz baja y dulce—, traigo un mensaje de su parte.
El solo hecho de
pronunciar ese nombre, en tales circunstancias, ya era un gran riesgo. Se me
ocurrió bruscamente la idea de que era Majno quien en aquel preciso momento,
combatía contra los bolcheviques. Se oía a lo lejos el tronar de la artillería.
—¿Majno, aquí?
—exclamé.
Puso un dedo
sobre sus labios como una advertencia.
—No está muy
lejos.
—Pero… ¿Cómo has
podido correr tan gran peligro? —pregunté alarmado. ¿Sabes lo que esto
significa?
—Lo sé —respondió
tranquilamente— pero Néstor te ha esperado. Pensaba que encontrarías el medio
de venir. Deseaba mucho que supieras lo que pasa.
—¿Y tú has
arriesgado tu vida por eso?
—Quizás; tú no te
das cuenta de la importancia que tiene. Néstor quiere que sepas que es tu
compañero, tu verdadero compañero —subrayó.
—No estoy de
acuerdo con que luche contra los bolcheviques —dije.
—¿Sigues creyendo
en ellos? —preguntó con cierta amargura en la voz.
—En muchas cosas
no estoy de acuerdo con ellos —respondí—, pero están cercados de enemigos y
considero que todo el que sienta de corazón la Revolución debe ayudarlos a
defenderse.
—Es Majno quien
defiende la Revolución —interrumpió ella con arrebato.
—¿Luchando contra
los bolcheviques?
—Mientras los
bolcheviques han luchado por la Revolución, Majno ha estado con ellos —dijo gravemente—.
El y los insurrectos han formado parte del Ejército Rojo. Hemos combatido
contra el atamán Skoropadski, Petlura, Grigoriev, Denikin y todos los demás
enemigos Blancos. Cuando los bolcheviques se encontraban en dificultad, siempre
llamaban a Majno en su ayuda, y él siempre acudió. Pero en cuanto el peligro
había desaparecido, Moscú se volvía contra nosotros. Nos ha tratado de bandidos
y de contrarrevolucionarios, ha puesto precio a la cabeza de Majno, e incluso
ha intentado asesinarlo.
—¡Es increíble!
—exclamé—, ¿cómo creer que Lenin o Trotski…?
—Néstor sabía que
te sería difícil creer en su traición. He traído documentos para convencerte.
—Pero… ¿Qué es lo
que tienen contra Majno? —pregunté—. Bien debe existir alguna buena razón.
—¡Excelentes razones!
—contestó ella—. Es lo que Néstor quiere que te explique, y por eso estoy aquí.
Con rasgos netos
y decididos Galina me relató la historia de Majno y del movimiento a cuya
cabeza se encontraba. Había organizado comunas en la región de Gulai-Polé y en
una gran parte de Ucrania que abarcaba centenas de kilómetros, donde millones
de hombres vivían libremente y se negaba a someterse a la dominación de
cualquier partido.
Los bolcheviques
intentaron imponer su autoridad al campesinado, pero éste no la acató.
Finalmente, Moscú decidió liquidar a Majno, y Trotski dio la orden de suprimir
el soviet militar revolucionario de la región de Majno y de proscribir a todos
sus miembros.
—Toma —dijo ella
tendiéndome un documento—, puedes leerlo tú mismo.
Era una orden del
soviet militar revolucionario de la República, fechado el 4 de junio de 1919 y
con la referencia nº 1824. Se podía leer en él, particularmente:
La sesión del
Soviet convocada por el comité ejecutivo de Gulai-Polé y por el estado mayor de
la brigada de Majno para el 15 de junio, queda prohibida por la presente orden
y no será autorizada a celebrarse en ninguna circunstancia. Cualquier
participación en esa sesión, será considerada como una traición a la República
soviética y será tratada en consecuencia… La presente orden entra en vigor
inmediatamente y por telégrafo.
Trotski,
Presidente del Soviet revolucionario militar de la República (SRMR)
—Era una
declaración de guerra contra nosotros —prosiguió Galina—. Al mismo tiempo,
Trotski dio órdenes secretas para la captura de Néstor, de todo su estado
mayor, y de todos los hombres de nuestro servicio cultural.
—¿Servicio
cultural?
—Sí,
naturalmente. Tenemos una comisión especial en nuestro ejército que publica
diarios, folletos y panfletos para explicar nuestras ideas y nuestros objetivos
a los trabajadores. ¿Conoces al Emigrante? Trabaja conmigo, y es un hombre de
gran valor. —Sonrió alegremente—. Hemos capturado a la mayor parte del ejército
de Grigoriev mediante nuestra propaganda. Néstor está deseoso de que veas lo
que hacemos. Pero… te hablaba de la orden de Trotski. Bien; tú conoces a
Trotski, habla seriamente. Cinco días más tarde las fuerzas rojas atacaron
Gulai-Polé, nuestro cuartel general. Varios miembros de nuestro soviet y el
estado mayor militar fueron capturados mediante engaño y ejecutados. Trotski
sabía que en aquel momento Néstor afrontaba una nueva ofensiva de Denikin, pero
se negó a abastecernos en municiones. Declaró que Majno era un peligro mayor
que Denikin. Y tenía razón —comentó ella amargamente— nuestras ideas libres son
más peligrosas para Moscú que los Blancos.
—Pero tú me has
dicho que Majno pertenecía al Ejército Rojo…
—¡Sí!
—Entonces… ¿Cómo
podía negarse Trotski a facilitarle municiones?
—No es lo peor
que ha hecho. Ha retirado varias unidades del Ejército Rojo de nuestro frente
al Noroeste. Con lo cual ha permitido que la caballería de Denikin atacara el flanco
izquierdo de Majno. Sin municiones, nuestros hombres por primera vez han tenido
que batirse en retirada. ¿Y qué piensas que hizo Trotski entonces?
—¿Qué? —pregunté
sin respirar.
—Nos acusó
deliberadamente de haber abierto el frente a Denikin. —Se detuvo un momento
para controlar su emoción—. Néstor se encontraba en una situación terrible. Se
dio cuenta de la siniestra conspiración tramada contra él, pero se negó a
volver sus armas contra los bolcheviques. Amaba demasiado la causa de la
Revolución. Decidió rescindir su mando en el Ejército Rojo y así lo comunicó a
Moscú. Hizo un llamamiento a los insurrectos, pidiéndoles que siguieran
combatiendo a los Blancos, y luego se retiró.
—¿Completamente?
—Has debido oír
hablar de lo que pasó. El Ejército Rojo siguió retrocediendo ante Denikin. Este
llegó al Orel y amenazó Moscú. El pánico se apoderó de los bolcheviques. Ello
significaba la derrota de la Revolución y el retorno al zarismo. Entonces
Néstor volvió a la brecha. Reunió sus fuerzas y presentó batalla a Denikin. Lo
atacó de flanco, aislándolo de su base de artillería. Denikin se vio obligado a
dar media vuelta y Néstor lo hizo retroceder hasta el Don. Fue el fin de
Denikin.
—Los bolcheviques
apreciaron sin duda la ayuda de Majno…
—¡Tú no los
conoces todavía! —exclamó ella con impaciencia—. Cuando ya no lo necesitaron,
lo proscribieron de nuevo, exactamente como habían hecho cuando los salvó del
atamán.
—¿Qué atamán?
—El atamán
Grigoriev, un oficial zarista que se había sumado a los bolcheviques. —Galina
cogió el legajo de documentos y me tendió un papel.
Era un telegrama
bolchevique, fechado el 12 de mayo de 1919, enviado a Gulai-Polé para batko Majno,
donde quiera que se encuentre. Estaba firmado por el comandante en jefe del
Ejército Rojo del Sur en el cual se informaba a Majno que el atamán Grigoriev
había traicionado en el frente y volvía sus armas contra los Soviets. El
telegrama urgía al jefe de los insurrectos para que lanzara inmediatamente
proclamas contra el traidor y sofocara el motín.
—No necesitó
mucho tiempo Néstor para liquidar al atamán —prosiguió Galina—. Grigoriev
disponía de un ejército potente, pero compuesto especialmente de campesinos
enrolados a la fuerza. Néstor quiso evitar el derramamiento de sangre. Encargó
a nuestro servicio cultural la publicación de una proclama acusando al atamán
de contrarrevolucionario. Luego convocó una asamblea de varios destacamentos
guerrilleros. El atamán fue invitado a defenderse de las acusaciones dirigidas
contra él, y llegó acompañado de todo su estado mayor. Néstor lo acusó
públicamente de traidor a la Revolución. Grigoriev se encolerizó y sacó su
revólver. Yo vi cómo apuntaba a Néstor que le daba la espalda, frente al
auditorio. —Se calló, pálida, ante el recuerdo…
—¿Disparó?
—pregunté con ansiedad.
—Es contra él que
dispararon, y más de la mitad de su ejército se pasó al nuestro. Pero no por
ello Moscú abandonó su plan de aniquilamiento de Majno —prosiguió—. Cuando el
país quedó limpio de generales contrarrevolucionarios, Trotski designó a Majno
para que fuera a luchar contra Polonia. Eso era contrario a nuestro acuerdo
militar que estipulaba que el ejército majnovista permanecería en el frente
contra Denikin. Néstor comprendió que se trataba de una maquinación con miras a
eliminarlo de Ucrania y a destruir el movimiento insurreccional; protestó
contra la orden de Trotski y éste le proscribió una vez más. Moscú nos declaró
la guerra y envió todo un ejército a nuestra región. Los comandantes rojos
evitaban la guerra abierta contra nosotros, pero ejercitaban su artillería
contra nuestros poblados, matando a miles de campesinos. Tuvimos que decidirnos
a volver de nuevo a la guerra de guerrillas, como en tiempos de Skoropadski y
del invasor alemán.
Quedé abrumado.
No podía creer que Lenin y Trotski, que desde su juventud habían dedicado su
vida a la causa del pueblo, pudieran ser capaces de traicionar la Revolución,
que es de lo que les acusaba Galina. Y sin embargo los hechos eran ciertos, y
existían los documentos que confirmaban todo lo que Leo y el Emigrante me
habían contado.
—Galina —dije—,
conozco personalmente a Lenin y a Trotski. Quizá se pueda hacer algo para
arreglar las cosas y para inducirles a una mejor comprensión.
Me miró con
escepticismo.
—Tu intención es
buena, compañero Alexandre, pero ni hablar de ello. Es ya demasiado tarde.
—Me gustaría
poder discutir de ello con Majno, pero ya sé que tal cosa es imposible.
—Quizá menos
imposible de lo que tú crees —replicó Galina con ardor—; y es para eso que he
venido. Néstor piensa poder verte.
—Pero nuestro
trabajo es oficial, mis movimientos son vigilados.
—Si la montaña no
puede ir al profeta… ¿comprendes? —dijo con una resplandeciente sonrisa.
El plan de Majno
era muy sencillo —explicó ella—. Él sabía que cualquier tentativa de mi parte
para estar con él tendría las más graves consecuencias e incluso me podría ser
fatal. Así, pues, se proponía capturar el tren en el cual yo viajaría en mi
próximo destino. Me haría «prisionero de guerra» y más tarde me daría un
salvoconducto para el territorio bolchevique. Una maniobra así me dejaría
limpio de toda sospecha de relaciones deliberadas con el «bandido proscrito».
Era un plan muy atrevido, pero bastante había oído hablar de las proezas de
Majno para dudar de su habilidad en realizar el proyecto con éxito.
—Con una
condición —dije, que no se vierta una gota de sangre.
—De acuerdo —se
apresuró a decir.
Esperé entonces
con impaciencia una señal de Majno, pero iban pasando los días y nada. La
ciudad se volvió apacible, con un aspecto menos militar; era evidente que los
combates se desarrollaban más lejos. Poco tiempo después, salí de Kiev; mi
trabajo, ahora me conducía a Odesa. El tren me transportó lejos de la región
majnovista y yo me preguntaba qué es lo que había impedido a Majno
«secuestrarme».
En la estación de
un pueblo en nuestro camino, observé gente reunida alrededor de un gran cartel
pegado en el muro. Los gritos y la excitación eran grandes, y oí a alguien
exclamar: «Otro frente; ¡que Dios nos ampare!». Me acerqué precipitadamente. El
cartel anunciaba con grandes caracteres que el general Wrangel había
desencadenado una ofensiva contra los soviets. Avanzaba por el noroeste de
Crimea y devastaba el país a su paso. Pero las palabras «bandido Majno»
atrajeron mi mirada. Convertido en traidor, decía el cartel, Majno combatía al
lado de Wrangel. Me quedé pasmado: ¿podía ser posible que Majno luchara
realmente aliado de la contrarrevolución? Era increíble.
Rumores de
pogromos perpetrados por Majno comenzaron a circular amplificándose. Nos
encontrábamos en la zona del antiguo límite de residencia de los judíos y podía
ver en todas partes los efectos terribles de las devastaciones y matanzas.
Encontré a sobrevivientes de pogromos, víctimas de monstruosas torturas.
Algunas localidades de mayoría judía, como Fastov, Belotserkov, Lisianka y
otras habían sido objeto de pogromos por cada uno de los ejércitos que las
había cruzado, incluidos Denikin, Petliura y los Verdes. Aquí y allá encontraba
por azar judíos que afirmaban que su poblado había sido atacado por las bandas
de Majno. Más tarde, en Odesa, me entrevisté con los representantes de diversas
organizaciones judías sobre las investigaciones que habían realizado en lo
referente a las exacciones antijudías así como con personas que habían reunido
archivos sobre más de mil pogromos, y ninguno de ellos se había podido
comprobar hubiesen sido obra de majnovistas.
Había judíos que
habían sido hostigados por miembros aislados del ejército insurrecto
majnovista, como también por grupos del Ejército Rojo. Sin embargo, Majno era
tan implacable como los bolcheviques sobre este particular, y reprimía
duramente tales persecuciones raciales y de odio. Su determinación al respecto
era bien conocida en el sudeste de Ucrania y yo pude reunir gran número de
proclamas contra las persecuciones antijudías. y lo que es más, yo sabía que
muchos judíos trabajaban con él y que varios de sus amigos más íntimos, y hasta
alguno de sus consejeros, eran judíos. Varias veces hice la curiosa experiencia
de oír hablar a gente de un pogromo cometido por Majno, relatado con detalle, y
dando una descripción minuciosa del aspecto del batko, y todo ello
para saber después que Majno no había estado nunca a menos de 150 km del lugar
referido. Estaba bien claro que los Verdes y otros merodeadores, que sabían el
terror que inspiraba el nombre de Majno al enemigo, se presentaban como
majnovistas cuando llegaban a un pueblo.
Mi destino
siguiente fue el Cáucaso. Yo esperaba saber alguna cosa sobre las actividades
reales de Majno, y quizá incluso entrar en contacto con su ejército.
Nuestra
expedición estaba a punto de salir de Odesa cuando fuimos informados por las
autoridades bolcheviques de que todas las carreteras hacia el Este estaban
cortadas. Wrangel había derrotado a las fuerzas soviéticas en varias batallas,
y avanzaba hacia Rostov del Don. Nos vimos obligados a modificar nuestro
itinerario prosiguiendo nuestro camino hacia el Norte.
Al llegar a Moscú
quedé sorprendido al encontrar la ciudad vestida de fiesta y la población
regocijada. Las paredes estaban cubiertas de carteles que anunciaban la derrota
total de Wrangel. Todavía fue más grande mi sorpresa cuando eché una ojeada a
los diarios bolcheviques. ¡Estaban llenos de elogios a Majno! Lo llamaban la
Némesis de los Blancos y relataban cómo su caballería perseguía en aquel
momento, a través de la península de Crimea, lo que quedaba del ejército de
Wrangel.
Algo más tarde,
un día que me paseaba por una calle de la capital, atiborrada de gente, un
hombre de barba negra y gafas ahumadas me llamó:
—¿En Moscú no me
reconoces, eh? —dijo con un tono irónico que me recordó inmediatamente al
Emigrante.
—¿Qué ha pasado?
—pregunté desconcertado al darme cuenta de que andaba disfrazado.
—¿No te has
enterado? —preguntó.
Nos retiramos a
un lugar tranquilo. Mi amigo de Detroit, generalmente tranquilo y dueño de sí
mismo, estaba visiblemente muy agitado.
—Acabo de escapar
por un pelo a la muerte —dijo sin preámbulos—. Todo el Congreso ha sido
detenido y varios de nuestros hombres ejecutados.
—¿Ejecutados?
¿Por qué? ¿Qué Congreso? —exclamé horrorizado.
—¿Pero no lo
sabes? ¿Dónde diablos estabas? ¿Por qué no contestaste al mensaje de Majno?
Yo lo miraba,
desconcertado.
—¡Oh! ¡Ya veo!
—exclamó—. No te han transmitido el telegrama. No querían que tú formaras parte
del comité de conciliación. ¡Qué maldita ralea!
Me enteré de que
los bolcheviques habían pedido ayuda a Majno contra Wrangel y concertado un
acuerdo político y militar con él. La caza de Majno y de sus hombres debía
cesar, los miembros de su organización que estaban detenidos serían liberados,
y se dejaría a la región majnovista su total autonomía. Majno me había enviado
un telegrama, a través de Chicherin, ministro de Asuntos Exteriores (donde yo
recibía mi correo, en la época), pidiéndome que desempeñara la función de
representante en el comité de conciliación.
Al regresar
Majno, después de la campaña contra Wrangel, se celebró un congreso anarquista
en Jarkov, al cual acudieron delegados de todos los puntos de la región. En la
primera sesión del congreso (el 26 de noviembre de 1920) todos los delegados
fueron detenidos y algunos ejecutados.
—El mismo día, el
cuartel general de Majno en Gulai-Polé fue atacado por la artillería de los
rojos —prosiguió el Emigrante—. Varios regimientos de su caballería que volvían
de Crimea fueron cercados a traición por el IV Ejército Rojo y aniquilados
hasta el último hombre. Semion Karetnik, el comandante del cuerpo majnovista de
Crimea, fue capturado a traición e inmediatamente ejecutado con varios miembros
de su estado mayor.
—¿Y Majno?
—Herido en la
batalla, debe estar muriéndose en este momento. Galina y algunos campesinos
amigos se cuidan de él.
Su cabeza cayó
sobre el pecho y sollozos reprimidos sacudieron sus hombros. Se recobró
inmediatamente, irguió la cabeza, y me dijo:
—Esta noche salgo
hacia Gulai-Polé. ¡A partir de ahora será una lucha a muerte!
Esta lucha fue
bien real: raramente un genio militar fue sometido a más ruda prueba que lo fue
Majno en aquel fatal año 1921. Con sólo 3.000 jinetes a su disposición, rodeado
por un ejército de 150.000 hombres, su combate era evidentemente sin salida y,
sin embargo, mantuvo ese combate desigual durante más de nueve meses, luchando
día y noche. Pasó a través de las mallas de la muerte varias veces, libró
batallas a derecha e izquierda, y continuó, invencible, en el empeño de llevar
a su puñado de hombres a lugar seguro.
Pero, al quedar
incapacitado por múltiples heridas, Majno decidió abandonar Ucrania.
El 28 de agosto
de 1921, cruzó la frontera rumana. El gobierno leninista reclamó su
extradición, sin disimular su intención de ejecutarlo. Rumania consideró que
era un refugiado político y rechazó la demanda de Moscú. Después de numerosas
peripecias, Majno consiguió llegar a Polonia, donde fue de nuevo detenido y
encarcelado. Luego fue internado en Dantzig, de donde logró escapar en
dirección de Alemania. Es en Berlín donde lo encontré en compañía de su fiel
Galina.
—Es una
entrevista bien diferente de la que yo había proyectado, compañero Alexandre
—me dijo con una triste sonrisa—, pero la noche que yo había previsto estar
contigo, fui llamado a 100 km de Kiev. Es una lástima, las cosas hubieran
podido ser diferentes.
Su aspecto me
conmovió. Los tormentos y pruebas debidos a su terrible combate, así como los
sufrimientos físicos y morales que se sumaron, habían reducido al potente
cabecilla de los insurrectos ucranianos al estado de una sombra. Su rostro y su
cuerpo llevaban las huellas de heridas recibidas; su pie fracturado, lo
convertía en un disminuido para toda la vida. Sin embargo, su espíritu estaba
intacto y tenía siempre la intención de volver a su Ucrania natal para
proseguir la lucha por la libertad y la justicia social. La vida en el exilio
era insoportable para él; se sentía desarraigado y tenía nostalgia por su país
bien amado.
—Alexandre,
volvamos allí —me dijo varias veces—, nos necesitan.
Más tarde
comprendió que el retorno era imposible. Una existencia gris y monótona, la
miseria y las preocupaciones cotidianas, y sobre todo, el ardiente deseo de
ayudar a sus hermanos ucranios, convirtieron su vida en una tortura constante.
Se le veía desmejorar rápidamente y yo presentía que sus días estaban contados.
Quizá un día la
historia narrará en su totalidad la epopeya del indomable rebelde que desempeñó
un papel tan capital en la revolución rusa. De este hombre de una personalidad
tan potente, que sintió un amor tan apasionado por la libertad, sólo queda un
puñado de ceniza dentro de una urna en el cementerio parisiense del
Pere-Lachaise; pero, hasta en la muerte, Néstor Majno permanece cerca de sus
hermanos de espíritu, los hombres de la Comuna de París de 1871.
Publicado
en Polémica, n.º 47-49, enero 1992
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De POLÉMICA, 19/02/2013
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