Este texto narra
el viaje del escritor Rodrigo Rey Rosa a Santa María de Nebaj, al norte de
Guatemala, para entrevistarse con familiares de desaparecidos durante el
conflicto armado que asoló al país en los 70 y 80; la mayoría de ellos por
acciones de soldados del ejército y bajo las bombas aéreas lanzadas desde
aviones militares, avionetas y helicópteros privados. La narración íntegra de
su experiencia está recogida en el libro La cola del dragón, que
publica próximamente la Universidad de Talca en su colección dedicada a los
ganadores del Premio José Donoso.
RODRIGO REY ROSA
Por la tarde el
guía me lleva a una oficina cerca del centro de Santa María, la base de
operaciones del Movimiento de Desarraigados, que está a punto de cumplir los 18
años, donde nos espera su fundador. Acompañado de su esposa, don José Ceto nos
recibe en un pequeño despacho donde hay cajones de archivos y mapas municipales
(los sitios de las exhumaciones aparecen marcados con tinta roja) y, en un
pequeño escritorio, una computadora PC.
Aunque mi guía
había descrito a don José como el más desinteresado de los líderes que
propugnaban las exhumaciones en el territorio ixil, la maledicencia típica de
la vida política en provincias lo alcanzaba también a él; sus ambiciones son
más personales de lo que él puede confesar, objetan. Parecía serio y amable y
al mismo tiempo distante. Su mujer, que no era mucho más joven que él (y quien
había perdido a su primer esposo durante la guerra), estaba sentada en un banco
de madera junto al escritorio, y le dirigía de vez en cuando una mirada que yo
interpreté como de orgullo o admiración.
–Yo en ese
tiempo, finales de los setenta, principios de los ochenta, trabajaba como
contratista para el Ingenio Pantaleón, y mandaba cuadrillas de peones a
trabajar a la costa sur en las fincas de caña de azúcar. Era como parte del
sistema, pues. Pero un día mi familia entera fue secuestrada. Yo no estaba aquí
cuando eso pasó, y al volver me dijeron unos vecinos que para el destacamento
se los habían llevado a mis familiares. No fui a reclamarlos con los soldados
porque yo ya desconfiaba. Ya me habían interrogado antes, por transportar
gente. Mejor me tiré al monte –dijo.
Así, a sus
treinta y dos años, se convirtió en uno de los primeros líderes de lo que más
tarde se conoció como las Comunidades de Población en Resistencia (CPR). A la
cabeza de unas cien familias ixiles, sobrevivió durante meses en la selva
nubosa y fría al norte de Nebaj. Al principio, sin apoyo de nadie, la
subsistencia fue en extremo difícil, y, expuestos a la intemperie, varios niños
y ancianos murieron. Más adelante la guerrilla les dio apoyo y les ayudó a
trasladarse a tierra caliente, a la montaña Chel, donde se establecieron en un
lugar llamado Amajchel. Allí comenzaron a sembrar malanga, guineo, un poco de
milpa y caña en pequeños claros en la selva. En el 83 el ejército los localizó
y se vieron obligados, de nuevo, a desplazarse. En esas condiciones, en una
fuga más o menos constante, resistieron hasta 1994, cuando hubo un alto al
fuego entre la guerrilla y el ejército. En 1996, poco antes de la firma de la
paz, don José fundó en Santa María de Nebaj el Movimiento de Desarraigados, que
sigue liderando en la actualidad.
En 1999, cuando
comenzaron las exhumaciones, muchos se negaban a colaborar –explica– por el
miedo. Pero más tarde, con el ejemplo de los vecinos más valientes, “los otros
agarraron ánimo”. Asesorados por la Fundación de Antropólogos Forenses de
Guatemala y otras organizaciones elaboraron un primer listado de ciento
cincuenta personas desaparecidas, hicieron una denuncia ante el Ministerio
Público, y comenzaron una investigación en San Juan Acul, donde pronto
desenterraron veintinueve osamentas. Con la satisfacción de haber logrado esto
pese a la oposición de los comandantes de turno, y con el apoyo de la Misión de
las Naciones Unidas para Guatemala (Minugua), reforzaron su programa. Más
adelante, en un cantón de Nebaj, por ejemplo –sigue contándome–, hallaron
setenta y ocho esqueletos enterrados en un antiguo destacamento militar. Han
seguido otras exhumaciones, como la de Santa Avelina, una de las más recientes,
que comenzó en agosto de este año y donde hasta la fecha han hallado más de
ciento setenta esqueletos. Luego de las exhumaciones y la identificación de los
restos mortales –para cerrar el círculo– en coordinación con el Programa
Nacional de Resarcimiento (PNR) organizan velatorios para los deudos de los
desenterrados y, dependiendo de la fe de cada grupo, celebran inhumaciones
colectivas de acuerdo con los ritos católico, evangélico o “costumbrista” –es
decir, según la costumbre maya, que casi siempre implica algún grado de
sincretismo.
–Para los
familiares de los desenterrados el PNR destina un fondo de veinticuatro mil
quetzales “de compensación” por cada difunto. Cuando en una familia hay dos
muertos, como ocurre en la mayoría de los casos, la suma sube a cuarenta y
cuatro mil. Si hay tres muertos o más en una sola familia, cosa nada rara, los
cuarenta y cuatro se mantienen, lo sentimos mucho –bromea don José, imitando a cierto
funcionario público.
Las cosas no
siempre salen tan bien como uno quiere, me dice. Hace poco ocurrió que, después
de más de dos años de trabajos y trámites, en Nebaj estaban celebrando una
inhumación colectiva (en esta ocasión el PNR había asignado diecisiete mil
quetzales para cubrir los gastos de un almuerzo para los familiares del
difunto, las cajas fúnebres y los nichos en el cementerio municipal).
Consumados los ritos, antes del almuerzo, cuando los deudos se dispusieron a
poner los féretros en sus nichos, fueron sorprendidos ante la evidencia de que
las cajas no cabían en los huecos hechos para ellas. Fue necesario suspender la
actividad. Había que mandar a hacer cajas nuevas.
–Es triste, es
duro, pero ni la segunda sepultura funcionó para esos pobres.
En la calle, bajo
la ventana del despacho de don José, estalla una bomba celebratoria (es 15 de
septiembre, no hay que olvidarlo).
–El Día de la
Independencia –dice–. ¿Cuál Independencia? El gobierno actual quiere perdernos
en la pobreza. El comandante Tito (como llamaban al actual presidente de la
República de Guatemala, Otto Pérez Molina, cuando era jefe de la base militar
de Nebaj) preferiría olvidarnos, si él estuvo aquí en los peores años de la
guerra, haciendo su trabajo, claro. Antes querían acabarnos con las armas,
ahora quieren acabarnos con pura política. La llamada ley Monsanto, por
ejemplo. Pero ya vio, no la aprobaron.
Le pregunto qué
le condujo a fundar el Movimiento.
–A mí nunca me
había interesado la política. Además de contratista, yo era deportista. Hacía
atletismo y jugaba fútbol. Al salir de la montaña leí un par de cosas, y, entre
ellas, partes de nuestra Constitución, la Constitución de Guatemala. Y allí
decía que nadie tenía derecho de hacer lo que nos habían hecho a nosotros. Entonces
vi que eso no había sido algo comparable a un accidente, como yo pensaba antes.
La gente dice todavía: “Cuando la guerra se dejó venir”, como si hubiera sido
un terremoto o algo así. Yo vi que había leyes que decían que nadie podía
matarnos así nomás. Comprendí que fue un gran crimen. Ahí es donde decidí que
teníamos que buscar justicia.
–¿Qué piensa
sobre la anulación de la condena a Ríos Montt?
–No es tan grave.
Ahora todo el mundo sabe que esas cosas, esas matanzas pasaron de verdad, y eso
importa.
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De SANTIAGO
(UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES), 2017
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