Wednesday, November 1, 2017

50 años de “Cien años de soledad”. El hielo que llegó a Macondo y no se derrite

FÉLIX TERRONES

Muchos nos sabemos de memoria el comienzo de la novela. La hemos leído tantas veces que ya forma parte de nuestros recuerdos más intensos de lectura. Quizá con los años, el entusiasmo ya no sea el mismo para muchos. Puede ser algo parecido a cruzarse con un viejo conocido. Se le ha frecuentado tanto que las sorpresas nos resultan demasiado familiares. También puede ser semejante a recorrer una región ya visitada. El relieve, los minerales y vegetales, junto con el paisaje son los mismos de nuestros recuerdos, solo que regresan más intensos. Sea cual sea la comparación, su vigencia es innegable. No pasa un día sin que leamos un artículo dedicado a Gabriel García Márquez, su autor. Anécdotas, ataques, revelaciones, denuncias y, desde luego, nuevas lecturas, se acumulan con tanta vigorosidad que parece mentira imaginar que Cien años de soledad, la novela que lo catapultó a la fama, los premios, pero por sobre todas las cosas, al mito, ya cumplió cincuenta años.

Desde que fuera publicada la novela más célebre de Gabriel García Márquez, el mundo no fue el mismo, comenzando por la literatura. Quizá ninguna otra novela hizo hablar tanto a los demás escritores latinoamericanos. José Donoso y Carlos Fuentes, quienes estuvieron entre sus primeros lectores, se apresuraron en resaltar su genialidad. “Los viejos ya nos podemos morir, hay capitán para rato”, escribió Julio Cortázar, desde París, en una de sus cartas. No podemos olvidar a Mario Vargas Llosa, quien le dedicó un copioso ensayo al que tituló García Márquez: historia de un deicidio. Poco importa si después ambos autores se distanciaron cuando nos queda dicho ensayo, prueba de complicidad literaria. El mejor amigo de un escritor suele ser él mismo pues es el único susceptible de tolerar su vanidad, engreimiento y necesidad de popularidad. Los demás, lamentablemente, son competidores, muy raras veces se reconoce su ascendiente. Cuando tantos escritores hablan con entusiasmo de otro, es un claro signo de que nos encontramos frente a un caso único.

Las generaciones posteriores necesitaron ser más divergentes, menos unánimes: Mcondo y el Crack, por ejemplo. Desde Chile y México, se planteó la necesidad de terminar no tanto con Cien años de soledad como con su herencia. De ahí a denostar la literatura de García Márquez había un solo paso. Conocemos el retintín: el colombiano había consagrado una imagen exotista de los latinoamericanos. Era su culpa si los lectores esperaban que las mujeres flotaran por los aires, los hombres fueran tan longevos e impredecibles como huraños y caprichosos, y las mariposas amarillas surcaran los cielos por miríadas. Otros autores más interesantes, menos pendientes del éxito literario, también fueron críticos con el colombiano. Roberto Bolaño, el mismo que no dudó un solo instante en atacar a Octavio Paz o Carlos Fuentes, detestaba el lado político de García Márquez, aunque lo reconocía en su calidad de escritor. En ese libelo genial que puede ser Entre paréntesis, el chileno se despacha contra el Boom, sus figuras y desde luego sus ficciones. Sintomáticamente, no menciona a Cien años de soledad, aunque sí “salva” a El coronel no tiene quien le escriba. En definitiva, le disgusta el personaje, con el escritor no se permite ser tan tajante. Y razón no le faltaba.

Quienes no escriben, los lectores de a pie, parecen más unánimes en su diversidad. Citan a Cien años de soledad los dictadores y los demócratas, los jóvenes solitarios y las reinas de belleza, las europeas latinoamericanistas y los estibadores portuarios, los obreros de construcción y los intelectuales de cafetín. Hace unos años Aracataca, el pueblo donde nació Gabriel García Márquez, cambió su nombre por Aracataca-Macondo. En otras palabras, añadió el nombre del pueblo inventado al propio en una amalgama que reúne sin confundir. Cuando la ficción es más verdadera que la realidad misma, esta última se pliega a las evidencias. No sólo las generaciones condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra, también la realidad carente de materia verbal.

No me importa tanto el éxito de Cien años de soledad como entender su vigencia. Me parece que una de las razones es que se trata de una novela antes que nada literaria. En ocasiones, se trata de un homenaje más o menos evidente a ciertas ficciones; otras, son resonancias, ecos que despiertan determinados recuerdos en el lector memorioso. En Cien años de soledad reconocemos la tragedia griega, la Biblia, el Chrétien de Troyes, las novelas de caballería, las Crónicas de Indias y las ficciones de Alexandre Dumas. Pareciera que la novela del colombiano es un agujero negro que metaboliza la literatura de todas partes, la latinoamericana y también la universal. El resultado es una fantasía que ha sabido aprovechar las aventuras verbales de otras latitudes no para ser epígono sino para reivindicar su originalidad. Lo cual es la actitud literaria por excelencia, quiero decir recordar los clásicos para mostrar su permanencia, también para volver a inventarlos.

Por sobre todas las influencias en Cien años de soledad reconozco a William Faulkner, el ermitaño del sur. Del autor norteamericano, García Márquez hereda la necesidad de contar la historia de linajes condenados, junto con la necesidad de inventar un espacio único: si Faulkner formuló Yoknapatawpha, García Márquez hizo lo propio con Macondo. Al hacerlo consagró uno de los poblados más emblemáticos de la literatura latinoamericana. También dio forma a un microcosmo en el que se reproducen, uno por uno, aunque convertidos en metáfora la historia, la política, la sociedad. En resumidas cuentas, todo el malentendido que nos constituye en nuestras fracturas y heridas. No olvidemos, por otro lado, el cuidado en la forma, ese lenguaje tan evocador por prolijo y trabajado; los constantes saltos temporales; los datos escondidos o los eventos dejados en suspenso. Si se puede distinguir el influjo de Faulkner en otros latinoamericanos, quizá en García Márquez es algo más que una evidencia o una deuda: la manera personalísima de hacerlo propio. Y Cien años de soledad es el ejemplo más acabado.

Otro tanto ocurre con la manera en que la novela está escrita. Cuando los autores parecen haber olvidado que lo más importante es contar, en Cien años de soledad tenemos una multitud de historias. Uno abre el libro sin saber que está ingresando en un relato que suspende el tiempo, lo dilata y contrae a voluntad. Todo esto gracias a una necesidad de narrar la vida, pasión y, sobre todo, portentos de sus personajes. A lo largo de las páginas de Cien años de soledad, ellos se aman y odian, intrigan y confiesan, asesinan y se dejan matar mientras esperan el final de su estirpe (y con él el de la lectura). Pareciera que la vida se emancipara gracias al poder de la literatura para recrear sentimientos, pulsiones, temores y pasiones. En la línea de Las mil y una noches, Sófocles y Shakespeare, García Márquez materializa la condición humana, al margen de determinaciones culturales o lingüísticas, en su temor y atracción por la muerte, esa gran desconocida. A mi parecer, esto explica el éxito de la novela en diferentes generaciones y latitudes. Los más jóvenes, quienes empiezan a adquirir el gusto de la lectura, son seducidos por esa profusión de destinos —hiperbólicos, insobornablemente solitarios— de los personajes que se suceden con los nombres repetidos, aunque con trayectorias inalienables. Si la vida es un caos, Cien años de soledad es el torbellino que le da un significado a ese caos, no cualquiera sino el de un apocalipsis.

Cuentan que García Márquez escribió Cien años de soledad en una vieja Olivetti, encerrado en una habitación a la que llamó La cueva de la mafia. Por los parlantes se sucedía la música de Bartok, Debussy y, cómo no, A Hard Day’s Night de los Beatles. Fueron años de exaltación, vividos en el exilio, pero sobre todo en la actividad literaria. Cien años de soledad apareció por primera vez en Buenos Aires, gracias a la editorial Sudamericana. Era el cinco de junio de 1967 cuando los lectores argentinos comenzaron a recorrer las páginas de la novela, cuyo autor había empeñado gran parte de sus pertenencias para poder enviarla a su editor. Cuatro días antes, otro terremoto tuvo su epicentro, esta vez en Londres. El Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band fue puesto a disposición del público, cuarenta minutos de encantamiento que renovarían la música. Como si se hubieran acordado, cuatro músicos de Liverpool y un escritor de Aracataca tomaron por asalto el mundo. De sus notas, de sus letras nos quedan más que testimonios, nos queda la experiencia misma.

La historia posterior de Cien años de soledad es demasiado célebre para ser recordada. Ganó premios; fue traducida a numerosos idiomas, así como reeditada cientos, miles de veces; también, fue objeto de discusión académica. Dicen que sólo la Biblia le gana en número de ejemplares alrededor del mundo, lo cual hace mucho dejó de sorprenderme. De hecho, ya no espero nada de Cien años de soledad, su trayectoria en la memoria colectiva, el destino que el polvoriento Macondo tenga en los siglos venideros. Es tan eterna como la memoria, que evoca y vuelve a inventar sin descanso. En cuanto a su autor, ya resignado a la fama, la historia es otra. Moriría en México, a los 86 años, rodeado de su familia, algunos amigos, y mucho silencio. Poco a poco, pese a la exigencia del público, editores y agentes, García Márquez había dejado de publicar. A diferencia de Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa, el autor colombiano se fue encerrando en un silencio obstinado y muchas veces amargo. Ya había conocido algunos episodios; por ejemplo, el de su famosa seca literaria que le duró diez años. Después, el silencio regresaría bajo diversas formas, cada vez más recalcitrante. Podemos explicarlo de diferentes maneras, pero las explicaciones dirán más de nosotros que del colombiano. En cualquier caso, algo es innegable. Cincuenta años después, su novela más popular sigue cautivando al público, despertando vocaciones y agitando sensibilidades. Y quizá esa sea la mejor recompensa para la palabra.

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De ANOTACIONES AL MARGEN (blog del autor), 31/10/2017

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