FÉLIX TERRONES
Muchos nos
sabemos de memoria el comienzo de la novela. La hemos leído tantas veces que ya
forma parte de nuestros recuerdos más intensos de lectura. Quizá con los años,
el entusiasmo ya no sea el mismo para muchos. Puede ser algo parecido a
cruzarse con un viejo conocido. Se le ha frecuentado tanto que las sorpresas
nos resultan demasiado familiares. También puede ser semejante a recorrer una
región ya visitada. El relieve, los minerales y vegetales, junto con el paisaje
son los mismos de nuestros recuerdos, solo que regresan más intensos. Sea cual
sea la comparación, su vigencia es innegable. No pasa un día sin que leamos un
artículo dedicado a Gabriel García Márquez, su autor. Anécdotas, ataques,
revelaciones, denuncias y, desde luego, nuevas lecturas, se acumulan con tanta
vigorosidad que parece mentira imaginar que Cien años de soledad,
la novela que lo catapultó a la fama, los premios, pero por sobre todas las
cosas, al mito, ya cumplió cincuenta años.
Desde que fuera
publicada la novela más célebre de Gabriel García Márquez, el mundo no fue el
mismo, comenzando por la literatura. Quizá ninguna otra novela hizo hablar
tanto a los demás escritores latinoamericanos. José Donoso y Carlos Fuentes,
quienes estuvieron entre sus primeros lectores, se apresuraron en resaltar su
genialidad. “Los viejos ya nos podemos morir, hay capitán para rato”, escribió
Julio Cortázar, desde París, en una de sus cartas. No podemos olvidar a Mario
Vargas Llosa, quien le dedicó un copioso ensayo al que tituló García
Márquez: historia de un deicidio. Poco importa si después ambos autores se
distanciaron cuando nos queda dicho ensayo, prueba de complicidad literaria. El
mejor amigo de un escritor suele ser él mismo pues es el único susceptible de
tolerar su vanidad, engreimiento y necesidad de popularidad. Los demás,
lamentablemente, son competidores, muy raras veces se reconoce su ascendiente.
Cuando tantos escritores hablan con entusiasmo de otro, es un claro signo de
que nos encontramos frente a un caso único.
Las generaciones
posteriores necesitaron ser más divergentes, menos unánimes: Mcondo y el Crack,
por ejemplo. Desde Chile y México, se planteó la necesidad de terminar no tanto
con Cien años de soledad como con su herencia. De ahí a
denostar la literatura de García Márquez había un solo paso. Conocemos el
retintín: el colombiano había consagrado una imagen exotista de los
latinoamericanos. Era su culpa si los lectores esperaban que las mujeres
flotaran por los aires, los hombres fueran tan longevos e impredecibles como
huraños y caprichosos, y las mariposas amarillas surcaran los cielos por
miríadas. Otros autores más interesantes, menos pendientes del éxito literario,
también fueron críticos con el colombiano. Roberto Bolaño, el mismo que no dudó
un solo instante en atacar a Octavio Paz o Carlos Fuentes, detestaba el lado
político de García Márquez, aunque lo reconocía en su calidad de escritor. En
ese libelo genial que puede ser Entre paréntesis, el chileno se
despacha contra el Boom, sus figuras y desde luego sus ficciones.
Sintomáticamente, no menciona a Cien años de soledad, aunque sí
“salva” a El coronel no tiene quien le escriba. En definitiva, le
disgusta el personaje, con el escritor no se permite ser tan tajante. Y
razón no le faltaba.
Quienes no
escriben, los lectores de a pie, parecen más unánimes en su diversidad. Citan
a Cien años de soledad los dictadores y los demócratas, los
jóvenes solitarios y las reinas de belleza, las europeas latinoamericanistas y
los estibadores portuarios, los obreros de construcción y los intelectuales de
cafetín. Hace unos años Aracataca, el pueblo donde nació Gabriel García
Márquez, cambió su nombre por Aracataca-Macondo. En otras palabras, añadió el
nombre del pueblo inventado al propio en una amalgama que reúne sin confundir.
Cuando la ficción es más verdadera que la realidad misma, esta última se pliega
a las evidencias. No sólo las generaciones condenadas a cien años de soledad no
tenían una segunda oportunidad sobre la tierra, también la realidad carente de
materia verbal.
No me importa
tanto el éxito de Cien años de soledad como entender su
vigencia. Me parece que una de las razones es que se trata de una novela antes
que nada literaria. En ocasiones, se trata de un homenaje más o menos evidente
a ciertas ficciones; otras, son resonancias, ecos que despiertan determinados
recuerdos en el lector memorioso. En Cien años de soledad reconocemos
la tragedia griega, la Biblia, el Chrétien de Troyes, las novelas de
caballería, las Crónicas de Indias y las ficciones de Alexandre Dumas.
Pareciera que la novela del colombiano es un agujero negro que metaboliza la
literatura de todas partes, la latinoamericana y también la universal. El
resultado es una fantasía que ha sabido aprovechar las aventuras verbales de
otras latitudes no para ser epígono sino para reivindicar su originalidad. Lo
cual es la actitud literaria por excelencia, quiero decir recordar los clásicos
para mostrar su permanencia, también para volver a inventarlos.
Por sobre todas las
influencias en Cien años de soledad reconozco a William
Faulkner, el ermitaño del sur. Del autor norteamericano, García Márquez hereda
la necesidad de contar la historia de linajes condenados, junto con la
necesidad de inventar un espacio único: si Faulkner formuló Yoknapatawpha,
García Márquez hizo lo propio con Macondo. Al hacerlo consagró uno de los
poblados más emblemáticos de la literatura latinoamericana. También dio forma a
un microcosmo en el que se reproducen, uno por uno, aunque convertidos en metáfora
la historia, la política, la sociedad. En resumidas cuentas, todo el
malentendido que nos constituye en nuestras fracturas y heridas. No olvidemos,
por otro lado, el cuidado en la forma, ese lenguaje tan evocador por prolijo y
trabajado; los constantes saltos temporales; los datos escondidos o los eventos
dejados en suspenso. Si se puede distinguir el influjo de Faulkner en otros
latinoamericanos, quizá en García Márquez es algo más que una evidencia o una
deuda: la manera personalísima de hacerlo propio. Y Cien años de
soledad es el ejemplo más acabado.
Otro tanto ocurre
con la manera en que la novela está escrita. Cuando los autores parecen haber
olvidado que lo más importante es contar, en Cien años de soledad tenemos
una multitud de historias. Uno abre el libro sin saber que está ingresando en
un relato que suspende el tiempo, lo dilata y contrae a voluntad. Todo esto
gracias a una necesidad de narrar la vida, pasión y, sobre todo, portentos de
sus personajes. A lo largo de las páginas de Cien años de soledad, ellos
se aman y odian, intrigan y confiesan, asesinan y se dejan matar mientras
esperan el final de su estirpe (y con él el de la lectura). Pareciera que la
vida se emancipara gracias al poder de la literatura para recrear sentimientos,
pulsiones, temores y pasiones. En la línea de Las mil y una noches,
Sófocles y Shakespeare, García Márquez materializa la condición humana, al
margen de determinaciones culturales o lingüísticas, en su temor y atracción
por la muerte, esa gran desconocida. A mi parecer, esto explica el éxito de la
novela en diferentes generaciones y latitudes. Los más jóvenes, quienes
empiezan a adquirir el gusto de la lectura, son seducidos por esa profusión de
destinos —hiperbólicos, insobornablemente solitarios— de los personajes que se
suceden con los nombres repetidos, aunque con trayectorias inalienables. Si la
vida es un caos, Cien años de soledad es el torbellino que le
da un significado a ese caos, no cualquiera sino el de un apocalipsis.
Cuentan que
García Márquez escribió Cien años de soledad en una vieja
Olivetti, encerrado en una habitación a la que llamó La cueva de la
mafia. Por los parlantes se sucedía la música de Bartok, Debussy y, cómo
no, A Hard Day’s Night de los Beatles. Fueron años de
exaltación, vividos en el exilio, pero sobre todo en la actividad
literaria. Cien años de soledad apareció por primera vez en
Buenos Aires, gracias a la editorial Sudamericana. Era el cinco de
junio de 1967 cuando los lectores argentinos comenzaron a recorrer las páginas
de la novela, cuyo autor había empeñado gran parte de sus pertenencias para
poder enviarla a su editor. Cuatro días antes, otro terremoto tuvo su
epicentro, esta vez en Londres. El Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club
Band fue puesto a disposición del público, cuarenta minutos de
encantamiento que renovarían la música. Como si se hubieran acordado, cuatro
músicos de Liverpool y un escritor de Aracataca tomaron por asalto el mundo. De
sus notas, de sus letras nos quedan más que testimonios, nos queda la
experiencia misma.
La historia
posterior de Cien años de soledad es demasiado célebre para
ser recordada. Ganó premios; fue traducida a numerosos idiomas, así como
reeditada cientos, miles de veces; también, fue objeto de discusión académica.
Dicen que sólo la Biblia le gana en número de ejemplares alrededor del mundo,
lo cual hace mucho dejó de sorprenderme. De hecho, ya no espero nada de Cien
años de soledad, su trayectoria en la memoria colectiva, el destino que el
polvoriento Macondo tenga en los siglos venideros. Es tan eterna como la
memoria, que evoca y vuelve a inventar sin descanso. En cuanto a su autor, ya
resignado a la fama, la historia es otra. Moriría en México, a los 86 años,
rodeado de su familia, algunos amigos, y mucho silencio. Poco a poco, pese a la
exigencia del público, editores y agentes, García Márquez había dejado de
publicar. A diferencia de Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa, el autor
colombiano se fue encerrando en un silencio obstinado y muchas veces amargo. Ya
había conocido algunos episodios; por ejemplo, el de su famosa seca literaria
que le duró diez años. Después, el silencio regresaría bajo diversas formas,
cada vez más recalcitrante. Podemos explicarlo de diferentes maneras, pero las
explicaciones dirán más de nosotros que del colombiano. En cualquier caso, algo
es innegable. Cincuenta años después, su novela más popular sigue cautivando al
público, despertando vocaciones y agitando sensibilidades. Y quizá esa sea la
mejor recompensa para la palabra.
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De ANOTACIONES AL
MARGEN (blog del autor), 31/10/2017
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