En Galicia todos
los días deberían ser misteriosos y frágiles, sobre todo en los rincones del
interior de Orense o Lugo. Misteriosos por la curiosa simbiosis entre la
lentitud de las horas, el carisma de la monotonía y el aparente semblante serio
del campesino. Una cosmogonía que por otra parte se me antoja frágil, pues se
rompe a cada paso.
Pocos días tan
especiales para referirme a ello como el presente, 1 de noviembre de cada año,
cuando en otras partes la moda ha terminado por añadir las caras de presentes y
ausentes, con maquillaje mortuorio, trucos y tratos y otras zarandajas más, que
hacen de la fiesta de los muertos lo más parecido a la fiesta de salón en un
trasatlántico.
Pero los muertos
siguen estando, aunque nos pese más el disfraz o el apabullante influjo de
ciertas modernidades, en las que no me voy haciendo viejo sino compañero
disidente. Y en Galicia los muertos además pesan, y todavía es frecuente que se
entierre a los seres queridos finados al pie de las viejas iglesias de planta
románica y campanario barroco, en nichos cuidadosamente alineados pero de
apariencia húmeda y grisácea, otorgando la sensación de un ambiente sombrío y
silencioso.
En el mes de
julio volví, como casi siempre que tengo alguna oportunidad. Lo cual no es
fácil. De los trescientos sesenta y cinco días del año, únicamente treinta se
prestan a superar las ansiedades de los aeropuertos, cruzar el océano Atlántico
desde Quito hasta Bilbao, y presentarme con lo puesto. Siempre es un trasiego
con la lengua fuera, sin excusas para pararme quieto o debitarlo a lo que no
sea estrictamente el bienestar de las nostalgias propias, mi familia o los
libros de la atestada biblioteca.
No volví a
cualquier parte de Galicia. Sino a la de siempre. A una de las pocas comarcas
que conservan el aire limpio del interior, los robledales y castañares, las
tierras de labor, y las empinadas laderas por las que el río Sil desciende
callado hacia Portugal. Un verdadero remanso de paredes escarpadas y cortadas a
pico, en las que la vegetación espesa comparte esfuerzo con las terrazas donde
madura la uva mencia, para futuro deleite de los paladares.
El río Sil al
mismo tiempo divide las provincias de Orense y Lugo en sus respectivas orillas,
sin que deba olvidarse aquellos tiempos en los que el oficio de barquero aún
tenía vigencia. Y es a que nos lleva la breve historia de mi crónica.
Donde yo dormía y
contaba los despiadados aires del invierno, a través de una ventana en la que
hoy me pega más el reflejo de los platos y cubiertos puestos a secar, no sé desde
hace cuantos meses o años, pero inmóviles en su pedestal de plástico, allá
dentro de la estancia en la que solo asoman las humildes sombras de las
telarañas.
No saben qué
tristeza esto último al respecto, pues la abuela y madre de la casa ya se fueron,
en silencio, a descansar en nichos contiguos, habiéndonos dejado con toda esta
caterva de miserias y gentes de mal perdón que nos incendian bosques y
senderos, o de inútiles cigarras que en otras partes de la geografía nos cantan
la independencia como si fuera cuento de marras.
De todo aquello
queda el paisaje. Qué paradoja. El paisaje y todo lo que conlleva asociado. Y
los que hace casi dos décadas eran fieles trabajadores en el
"concello" y labradores en su tiempo libre, ahora recién se han
jubilado y parte de sus hijos se han ido a los centros más poblados, como
Monforte de Lemos, Sarria, Vigo o Santiago de Compostela. Los mismos que, en
muchos casos, conservan las llaves de la casa o pazo del vecino que solo asoma
en verano, o de la iglesia que todavía conserva trazos de pinturas medievales
en sus muros.
Uno de tantos
personajes, que no de ficción, es mi tía Pura. Que no es tía pero parece tomada
de una de esas estampas narrativas de Jorge Delibes. Una mujer pequeña pero
airosa. Una sobreviviente en estos tiempos en los que hasta la lluvia arde, sin
mayor compañía que una vieja casa llena de estancias, desvanes, cuadras, aperos
y soledades. A la que recuerdo en aquellos años en los que un sendero
descuidado comunicaba su casa con aquella en la que yo residía, pero que ya ha
desaparecido porque nadie se ha molestado en segar aquella breve línea de
caminantes que incluso transcurría junto a las paredes de un viejo molino de
agua que aún se sostenía sobre sus piernas graníticas.
Si del sendero ya
no queda nada, Pura todavía conserva la sonrisa como si nos importara un comino
las vicisitudes ajenas al lugar donde vive. Agua, "patacas" y salud.
Poco más necesita. Todavía conserva una lareira con un par de siglos de edad
como mínimo y cuando las señores de mi casa aún vivían, era nuestro cartera,
convecina, hermana, solidaridad encarnada en la buena gallega para quien vivir
con poco es mejor que mucho.
De tanto vivir
aquello, claro que mis padres no podían ser ajenos a aquel compromiso
compartido. Por fin pudieron conocer a mi tía Pura, aunque no coincidiera la
consanguinidad con ninguno de ellos. Mi madre Rosalía es la que mejor
transfiguró todo aquello, porque le puede su naturaleza parlanchina y grácil,
mientras que mi padre es más amigo de observar en silencio las magulladuras de
la madera en todo aquello que tuviera visos de haber pasado por las manos de un
carpintero.
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