ÁLVARO VÁSQUEZ
A los veintiún
años de su primera edición, empecé a leer “Santa Evita”, de Tomás Eloy
Martínez. Gran novela.
Seducen sus
múltiples referencias históricas y literarias, sobre todo porque no están
puestas al azar o como simple floritura, sino que enriquecen el argumento y
complementan la narración.
Al leer un libro,
suelo subrayar palabras, líneas o párrafos enteros; pero esta vez fue necesario
hacer algo más, y al fin encontré un buen uso para esas antipáticas y coloridas
flechitas autoadhesivas que la burocracia reserva para marcar las páginas y el
lugar exacto en que el reyezuelo de turno se dignará estampar su firma. Ahora
marcan de verde los hechos históricos que merecen alguna lectura
complementaria, o acaso piden intentar estas líneas para decir algo que no se
sabe de qué otra forma expresar; con azul las referencias literarias y con
naranja las frases (esas que van al face) que parecen dirigidas a quien escribe
estas líneas, las mismas que nacen por un sentimiento de urgencia, pese a no
haber concluido aún la lectura de la novela.
Y es que los
primeros párrafos marcados con verde dicen que ciertas homonimias parecen
exceder la semejanza nominal y llegan a justificar comparaciones históricas,
cuando refiriéndose al matrimonio de Perón y Evita dicen:
El casamiento
no es falso pero casi todo lo que dice el acta sí lo es, de principio a fin… A
ninguno se le ocurrió, sin embargo, preguntarse por qué Perón y Evita mentían.
No necesitaban hacerlo. ¿Evita se añadió tres años para que el novio no le
doblara la edad? ¿Perón se fingió soltero por pudor de ser viudo? ¿Evita
imaginó que había nacido en Junín porque era hija ilegítima en Los Toldos? Esos
detalles nimios ya no les inquietaban. Mintieron porque habían dejado de
discernir entre mentira y verdad, y porque ambos, actores consumados, empezaban
a representarse a sí mismos en otros papeles. Mintieron porque habían decidido
que la realidad sería, desde entonces, lo que ellos quisieran.
¿Es acaso la
mitomanía una consecuencia del poder cuando el poderoso carece de ética o
principios que actúen como barrera ante la validación patológica de la mentira?
O acaso el poder solamente agigante la audiencia ante la cual el mentiroso
actúa para gozar mientras pueda del aplauso interesado y del beneficio
circunstancial… poniendo su falsedad de manifiesto, sin apenas darse cuenta.
¿Quedarían los
mentirosos de hoy tan al descubierto, si el azar y la estupidez de algunos no
los hubieran sacado de su gris existencia, otorgándoles el poder del que
obscenamente ahora abusan?
¿Existe alguna
relación entre esa mitomanía y el rechazo al que piensa diferente, al deseo de
su aniquilación? ¿O se trata simplemente de otra muestra de homonimia
histórica, por llamarla de algún modo? La novela pone en boca de Evita y un
casi anónimo ciudadano el siguiente diálogo:
–¿Sos
peronista vos? No te veo el escudo de Perón en la solapa –le dijo–. A lo mejor
no sos peronista.
–Qué otra cosa
puedo ser yo, señora –contestó el Chino, turbado–. Siempre llevo el escudo.
Siempre lo llevo.
–Mejor así.
Hay que acabar con todos los que no son peronistas.
Años después de
ese diálogo imaginario (o no), el dictador boliviano de los 70 del siglo pasado
decía orgulloso: “A los amigos, todo; a los indiferentes, nada; a los enemigos,
palo”. Esa forma de pensar, lejos de ser superada, adquirió renovados bríos en
este siglo XXI, extendiéndose allende nuestras fronteras y fuera de nuestro
subcontinente. Los que tengan el escudo, el símbolo o la multicolor bandera del
partido, recibirán trabajo, préstamos (o mejor aún, donaciones), preferencias
de todo tipo (incluso judiciales); los que no, los que piensen diferente… serán
acabados.
Y esa preferencia
enfermiza se revela falsa, se desenmascara por simple repetición, cuando apenas
días después del diálogo citado, la novela relata:
–Astorga. José
Nemesio Astorga. Veo que sos peronista y llevás el escudo en la solapa. Así me
gusta, Astorga. No tenés que preocuparte. El general y Evita te van a pagar los
estudios de tu nena. El general y Evita te van a regalar una casa. Cuando hayas
pasado este mal trago, date una vuelta por la Fundación. Explicá lo que te ha
ocurrido y decí que Evita te ha mandado llamar.
Fue en ese
momento cuando el Chino sintió, en lo más secreto de las entrañas, la vibración
de la que hablaban los frailes de su colegio: la epifanía, el pliegue que
separaba la vida en un después y un antes. Sintió que las cosas empezaban a ser
lo que serían ya para siempre, pero nada de eso rehacía el pasado. Nada llevaba
el pasado al punto donde la historia podía volver a empezar.
Y si la historia
no puede volver a empezar, ¿eso impide acaso que tan solo se repita? En la
novela, Astorga nunca recibe nada de Evita, y ante el tono maternal y
complaciente de la dueña del nombre promigenio se da cuenta de que él es
importante solo como parte de la masa, no como persona; que es olvidado de un
día para otro, pues su rostro, su nombre y su vida nada significan; que existe
ante el poder solo en la medida en que avale sus mentiras, y que si alcanza a
recibir algo, no será regalo, ni siquiera caridad; será su precio.
Y si la historia
pudiese repetirse de la mano de un nombre, ¿qué dice Eloy Martínez sobre el
final de ese pedazo de historia argentina que muestra su novela?
Desde hacía
una semana, el gobierno de la llamada revolución libertadora había resuelto
aniquilar toda memoria del peronismo. Estaba prohibido elogiar en público a
Perón y a Evita, exhibir sus retratos y hasta recordar que habían existido. Uno
de los bandos decía: «Se reprimirá con pena de seis meses a tres años a todo el
que deje en lugar visible imágenes o esculturas del depuesto dictador y su
consorte, use palabras como peronismo o tercera posición, abreviaturas como PP
(Partido Peronista) o PV (Perón vuelve), o propale la marcha de esa dictadura
excluida»
Y es que parece
que todo ese discurso mitómano y autocomplaciente, mientras más hipócritas
aplausos recibe, más se vuelve solamente Pupé, una figura hermosa
pero muerta, un cuerpo bello por fuera que paga el deseo de perpetuar esa
belleza con una podredumbre interna imposible de detener. Una figura siempre
ajena que tiene vida solo porque encarna los deseos de los infelices, de los
utilizados, de los engañados, que en el fondo saben que su Pupé se
irá, solamente desean disfrutarla (y aprovecharla) mientras puedan… hasta que
la rueda de la historia inicie otra vez su maldito ciclo, pretendiendo inventar
un país de la nada, con otros hombres y otros nombres (y a veces con el mismo,
como una broma de mal gusto).
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De MEDIUM, 25/01/2017
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