PAZ MARTÍNEZ
A ver, que hace
mucho que no pongo nada. Esto era para aquí, pero me pierdo por el camino. Ahí
os queda tal cual lo dejé en otra casa.
Mi abuela, que
era una mujer de orina tendente al naranja, nos saludaba con un "rao
parvos do carallo ¿xa estades eiquí outra vez? Anda, ídevos pacasa e deixarme
en paz", cada vez que íbamos a verla. Visitarla no era sencillo.
Carecíamos de vehículo y vivía a 60 km de casa (la nuestra, no la suya, aunque
el asilvestramiento de la güela fuese conocido en toda la provincia), pero como
era la madre de la madre... el día del mes estaba marcado a fuego en el
calendario. Recuerdo aquellos besos rasposos y babosos, mi mano frotando la
mejilla del limón agrio en que me convertía sin querer, el olor a urinario
turco dos segundos antes de un zafarrancho de desinfección urgente y es que, la
anciana, fue una de las precursoras del ecologismo tal y como lo conocemos hoy en
día: ahorraba energía y agua como nadie. A pesar de todo, su casa tenía el olor
picante y tusivo del exceso de lejía. Lo que recuerdo con más cariño, era su
habitación. El suelo era de madera carcomida y brillante, tapada con una
alfombra deshilachada cuyos colores vivieron la misma suerte que ella, lo mismo
que la silla bajo la ventana y aquel cojín rojosado o rosajo zurcido con,
imagino, el hilo que tenía a mano en cada ocasión. La cama era altísima,
chirriante, crujiente, helada y olorosa con una colcha en las mismas
condiciones del cojín. El cabezal estaba coronado por la imagen de un cristo
doliente, imagino que por la tortura a la que cada noche se le exponía y, bajo
el colchón, el orinal. Frente a la cama, un armario de dos puertas, oscuro,
casi negro, escondía sus petulancias: Cuatro vestidos moteados de blanco, sin
mangas y botones delanteros, de arriba a abajo; tres faldas, una nueva (negra)
y dos grises más ajadas; dos camisas blancas; un abrigo negro; tres chaquetas
negras de punto y una pañoleta de un esplendoroso y brillante rojo. Pero, a mí,
lo que me llamaba la atención e iba a ver siempre, era la colección de
zapatillas. Eran muchas, 12 concretamente, y envidia del pantone de grises a
negro. En el único cajón de aquel ataúd, había una cajita dorada, una especie
de caja de galletas danesas en miniatura. Allí guardaba el rosario y una barra
de labios. Aquella barra sólo trabajaba cuando venía a Vigo, al médico de lo
suyo (nunca supe qué enfermedad padecía. Escuché a mi padre, en alguna ocasión,
nombrar la Maldad y la dificultad de una medicación paliativa).
La cosa es que,
cuando venía, se quedaba en mi habitación. Odiaba aquello, pero no por
compartir cama, cosa que hacía con mi hermano menor en las noches de bronca,
sino por el inacabable bisbiseo y los suspiros acompañados de aquellas
pestilentes tormentas interiores. "La comida de este sitio me sienta
fatal" decía, la jodia, en voz alta. Lo mejor, verla frente al espejo a la
mañana siguiente. El grifo, todo lo abierto que se podía. El peine bajo el agua
una, dos, cien veces, para atusar aquellas púas blancas, más rebeldes que ella
y, sobre todo, el pintado de labios.Tres pasadas a cada uno y luego, con los
dedos, toquecitos a la frente, al mentón, a las mejillas. Lo justo para
colorear sin destacar, una iluminación que aumentaba con el atusamiento del
pañuelo al cuello. Vistazo a la derecha, a la izquierda y sonrisa. Era el único
momento en el que te dabas cuenta que, además de todo, también tenía dientes.
¿Por qué te escribo todo esto? Porque iba a ponerlo en mi muro pero leí tu post
y me dije: "me quedo aquí, que no me apetece dar vueltas con el coche para
buscar aparcamiento". Sólo espero que, a poder ser, si ves que el
pastillamen hace que tu orina tienda al naranja, compres ropa de colores y
olvides el ecologismo. Besos.
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Imagen: Gerrit Van Honthorst
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