Me estaba
acordando de una página para mí memorable de Thomas de Quincey en sus Confesiones
de un inglés comedor de opio y de ahí me he ido a dar una vuelta por
el cementerio de St Cuthberts, en Edimburgo, donde hay una lápida que le
recuerda y muchos panteones tapizados de musgo con bajorrelieves muy bellos y
otros destrozados o nido pavoroso de yonkis arracimados en sus penumbras,
y las jaulas contra los ladrones de cadáveres arrancadas aquí y allá. Se veía
que el lugar tenía una intensa vida nocturna, muy de muertos vivos. Jarreaba
aquel día. Pero mejor que esos tenebros, esa página de De Quincey donde habla
del invierno y de cómo pide a un imaginario pintor que le pinte una conversation
piece sobre su biblioteca, y mientras afuera sopla el ventarrón
del invierno y la lluvia azota los vidrios de la ventana, en la chimenea arde
un buen fuego; hay varios miles de libros en las paredes... y «un litro de
laúdano rojo como el rubí; eso y un libro de metafísica alemana, darán
testimonio de que me encuentro en las inmediaciones». La realidad, como
siempre, muy otra: las deudas, el huir de los acreedores, la pobreza, la husma
de boticarios a la caza de su opio, la escritura alimenticia sobre todo y sobre
nada, las rebuscadas extravagancias para protegerse del prójimo... Esa edición,
de Barral Editores y 1975, tiene un prólogo excepcional del traductor, el
peruano Luis Loayza que, cuando analiza la vida y obra de De Quincey, dice algo
tremendo: «Todo quedó en colaboraciones para revistas y periódicos, es decir
(pensaba De Quincey) en nada, y durante años le entristeció "el dolor de
no ser lo que yo hubiera sido", que tantos hombres conocen» y algo más que
invita a la reflexión en los malos tiempos: «... la delicadeza, la cortesía y
el buen humor fueron en él virtudes heroicas y no simples modales de un
mundo satisfecho y protegido».
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De
VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 14/11/2017
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