MAURIZIO BAGATIN
“El agua es un veneno terrible… Una sola gota
puede enturbiar un licor tan luminoso como el ajenjo” - Alfred
Jarry -
Las leyendas,
decía Jean Cocteau, son aquellas mentiras que el tiempo logra transformar en
historia… el poeta se abandonaba a su droga preferida, en la sala al fondo del Café Procope en París, en una soledad de
sátiro moribundo, como un objeto obsoleto, los ojos orientales fijos en la nada
- como los dos parroquianos de Degas, en un imaginario parentesco entre ausencia y ajenjo -, ante el eterno vaso
de absenta. El final del siglo XIX y el inicio del siglo XX fueron su mítica
residencia, fue el esprit de la París
de La Belle Époque, estamos hablando
de la Fée verte, el ajenjo,
l’absinthe, el veneno ultra poderoso
según Flaubert, del mayor azote social
según Zola… este legendario - entre
demonio y santidad - destilado de 68º es parte ineludible de todos los
movimientos artísticos y de la bohemia de fin
de siècle.
Silverio
Corvisieri en su Badernão, narra la
historia de Maria Baderna, estrella del Teatro alla Scala de Milán, muerta
joven - como siempre han deseado los dioses - probablemente por el excesivo
consumo de ajenjo… restada a un público
de las pietas de algún admirador adinerado para ocultar los efectos nocivos de
esa droga.
Tuvo mucha
historia, aun antes de la leyenda, la tujona - la sustancia química que es el
agente clave del licor - acompaña a Sócrates, en la fatal mezcla que lo llevará
a la muerte: de ajenjo, datura, beleño, acónito, eléboro y cicuta está
compuesta la decocción que le sirven ceremoniosamente sus acusadores; hasta
nuestras abuelas sabían preparar, como curanderas a veces y como envenenadoras
otras, mejunjes - paradisiacos o infernales - similares. Como un efecto placebo
o un remedio homeopático, el Mitridatismo - del nombre de Mitrídates VI, rey de
Ponto - es la tentación del poeta, la fuga del pintor, el escape del obrero, la
efímera euforia del bohemio… un Shakespeare erótico y un Montale deprimido la
toman y sobresalen, en la cama y con la pluma.
Llegó a ser una
droga fabulosa, ligando su propio destino a uno de los momentos más
sobresaliente de la cultura del ‘800, de manera muy particular cuando en plena
época victoriana, su historia se entrelaza con el nacimiento de una de las
primeras culturas críticas de la ética
capitalista entonces dominadora.
Encantadora y
fatal, maravillosa y devastadora, pasaron a través de ella un grupo
absolutamente bien escogido de artistas: el dandy
Oscar Wilde y el maudit Arthur
Rimbaud, el suicidado por la sociedad
Van Gogh y el perdido Hemingway;
sedujo y fulguró a Baudelaire, Poe, Strindberg, Toulouse-Latrec (que la
introduce en su bastón y la toma antes de entrar en un cabaret…), London,
Picasso, Artaud, Degas, Daudet, de Musset, Modigliani, Verlaine que la bautizó
en sus Confessions de atroz bruja… y hasta el canalla de Al
Capone; el doctor Ordinaire vende la receta a Dubied (juego bizarro de la
onomástica…) y el yerno de este último inaugura la primera destilería:
añadiéndole anís, hinojo, una moderada cantidad de angélica, ginebra y nuez
moscada industrializa el destilado de Artemisia
absinthium, y en el 1805 instala la Pernod-Fils Absinthe en Pontarlier. La
filoxera, que devastó los viñedos franceses en aquellos años, ayudó su
presurosa difusión.
La bautizaron
como pudieron y sobre todo, como quisieron: Nuestra
Señora del olvido, wormwood en
inglés, Fée verte (amablemente) y Péril vert (sospechosamente) entre los
artistas, wermuth en alemán, hierba santa entre románticos
decadentes, en Italia simplemente vermuth,
en ruso - perfidia filológica - chernobyl… el verde transparente se vuelve
turbio cuando se le añade agua. Este efecto, llamado el louche, es el distintivo del ajenjo genuino.
En la Rue du Mont
Thabor, casi un pasaje parisino olvidado entre modernité baudelariana y petit
bourgeois d’autre fois, había un Pub irlandés, a principios de los noventa
(del siglo pasado), adonde me iba a tomar unas Guinness y desde sus ventanas
mirar el andar inquieto de chicas neuróticas y de familias burguesas que
volvían de un cine, de un restaurant o de teatro, todas con el mismísimo
enmascarable desasosiego del presente y el ya escrito aburrimiento del mañana… cuando
mis endorfinas estaban muy por el suelo me hacía servir un vaso de ajenjo… su
ritual más mágico que la hostia al altar, y sus alucinantes efectos me
devolvían la imagen de la femme fatale
parisina, la de la jungle, que vivía
al frente, su madre al teléfono me sugería siempre dejarla, no seguirla, con
ella no hubiera logrado nunca nada, ella no me habría hecho nunca feliz… luego
me encaminaba, como un antropólogo en el asfalto, feliz hasta la Rue de
l'Ancienne-Comédie, en una trasversal del Boulevard Saint-Germain, ahí desde el
Café Procope los fantasmas de
Voltaire y de Rousseau siguen sus habituales contertulias… la actriz Ellen
André y el pintor Marcellin Desboutin siguen sentados y ausentes en el mismo
lugar adonde Degas los dejó… mi única coherencia era con mi inquietud.
Ciudadano de
Mitridates, sorbamos un vaso de ajenjo.
Febrero 2018
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Imagen: Pablo Picasso/Retrato de Ángel Fernández de Soto (El bebedor de absenta)
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