Las botas de
Robert Louis Stevenson están en una vitrina del museo de los escritores
escoceses, que abre su puerta en un callejón de Hampton Court, en Edimburgo. En
ese museo se custodian recuerdos de tres escritores escoceses mayores: Robert
Burns, Walter Scott y Robert Louis Stevenson.
De los dos
primeros no hay gran cosa –toda la cacharrería que reunió Walter Scott, que fue
mucha, está en otra parte–, pero de R. L. Stevenson sí que hay reliquias
literarias de interés, las que pudo reunir su admirador Charles John Guthrie,
lord Guthrie, que fundó el Robert Louis Stevenson Club, y casi el culto
literario y algo más que literario del escritor.
El sótano del
edificio está dedicado a Stevenson: un corto pasillo rojo fuego con su firma
rotunda en negro. Son dos habitaciones con vitrinas llenas de objetos,
fotografías, cuadros, el precioso teatrillo con el que jugaba Stevenson y
algunos muebles, entre ellos el armario que perteneció a Deacon William Brodie,
el criminal que le sirvió para construir a su doctor Jekyll. Está prohibido
sacar fotografías, pero unos sacan y a otros no les dejan. Lástima, porque
tampoco las vendían. Ni fotografías ni guías, nada, pacotillas, marca páginas,
lápices, malas postales, cuadernos, jarras...
Es en una de esas vitrinas, casi debajo de una copia fragmentaria del retrato que le hizo Girolamo Peri Neri, donde se exhiben las botas del escritor, muy lustrosas, a fuerza de cepillo y betún. Me gustaría saber en qué piensa quien las lustra mientras les pasa el cepillo. Creí que eran de caminar o de las clásicas de montar a caballo, pero son unas botas de media caña, negras, de puntera chata y suela herrada. No son las botas de sus juveniles caminatas escocesas, sino de sus últimos días en Vailima. Con ellas calzado aparece en la última fotografía que de él se conserva, tanto en solitario como junto a su familia o dictándole a su esposa en su estudio de su casa; como aparece tocado con la gorra blanca, tipo quepis de verano, y las espuelas y la fusta elegantes que están en la misma vitrina.
Se ve que poco
después de la muerte de Stevenson hubo un trasiego de reliquias y de
pertenencias que fueron a parar a sus admiradores. El anillo de carey con la
palabra Tusitala incrustada en plata también que tenía Stevesnon en la mano
cuando murió, también está ahí: se lo regaló Fanny al poeta sir Edmund Gosse,
amigo de juventud de R.L...
Las botas se las
regaló la madre de Stevenson al escultor D. W. Stevenson que a su vez se las
regaló al también escultor H. S. Gamley y este a lord Gutrie. Es decir, que la
reliquia pasó por varias manos de devotos stevensonianos, en un culto que la
viveza y en el entusiasmo vital de su obra alienta.
Unas botas
sugieren caminatas, espacios abiertos, cumbres, bosques, caminos que se
entrecruzan, que van a donde la ventura nos guía o de ningún sitio a ninguna
parte, o de regreso a la puerta de nuestra casa. En su caso las botas evocan
los caminos soñados de Escocia desde la lejanía de los Mares del Sur, o de
estos desde la Escocia de las Highlands. Stevenson caminó mucho, de joven y de
menos joven, por los caminos de Cevennes, por los Alpes o por los alrededores
de Edimburgo y por sus callejuelas, y lo hizo en las islas de los mares del
Sur. Pasos empujados por una intensa pasión de vivir y un sentido animoso de la
épica y de la ética cifrado en el valor y empeño personales, y no solo en la
Escocia de las rebeliones, los motines, las disidencias y los perdedores que no
se merecían la suerte de la traición y la derrota: dejar el lugar por el que
había pasado mejor de como lo había encontrado, o cuando menos intentarlo.
Desde que fueron publicadas, sus lectores buscaron y encontraron en sus páginas
algo más que historias. Él pudo decirle a Conan Doyle que sus aventuras de
Sherlock Holmes le curaban hasta un dolor de muelas y que cuando sufría en el
alma, las historias (propias y ajenas) eran su refugio, pero hay muchas páginas
de las que él escribió que son nuestro opio y no resulta fácil mandar al diablo
su filosofía. [2008]
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 29/01/2016
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