Las madeleines de la metropolitana de París
son como el Chanel nº 5, el olor a lluvia sobre el asfalto, el perfume de una
mujer parisina que vive ya en las afueras, y te atrapan, te envuelven como una
droga romántica, te seducen como una Juliette Binoche, como una Fanny Ardant o
una Catherine Deneuve… me bajo en Oberkampf,
a la Brasserie Au Métro pido una
Salade Niçoise, una media baguette y ¼ de Beaujolais, es lo más barato y lo que
no te traiciona, casi nunca, el mesero es un portugués, trata de hablar
conmigo, lo escucho, me dice que esta noche el Paris Saint Germain jugará
contra el Olympique de Marsella, allí juegan dos portugueses amigos de infancia
de él y por eso apoyará al equipo del sur; los ricachones parisinos ya se
pasaron de antipáticos y en Paris Match nunca han publicado un artículo sobre
Pessoa, nunca hablan del encanto del fado. Decido ir al alojamiento, Republique es la siguiente parada;
siempre encuentro un clochard, es siempre el mismo, sentado con su botella bien
envuelta en un periódico, a veces en una bolsa de plástico, me sonríe y me
invita un sorbo, raras veces rechazo, se trata de empatía, de compartir un
momento para él seguramente significativo: no le fue bien - o tal vez todo lo
contrario - trabajaba como jardinero en Tuileries y lo despidieron con las
purgas post Mitterand (las de Chirac para ser más claro), nunca más consiguió
trabajo, y así todos lo abandonaron, su esposa, sus hijos (al varón, me cuenta,
lo ha visto alguna vez en Porte de Clichy
mientras ofrecía algunas monedas a un clochard, a primera vista mucho más mal
puesto que él…) y hasta su padre no quiso saber más nada de él: Rea, este es su
nombre, se había introducido en los subterráneos de París y de allí salía una o
dos veces la semana para tomar el sol, ir a La
Défense y mirar más allá, hacia Poissy
e imaginar la París del futuro, la Paris que ya Gilliam había imaginado. A
veces comparto con él un sándwich de huevos y verduras. Mis encuentros con
clochardes diversos me hacían sentir más libre; siempre me indicaba una vía de
salida, un escape: su tranquilidad, casi taoísta, me decía que en el fondo la
vida depende de veras de como uno la toma.
En Les Halles, abandonado el charme que hasta los años sesenta
envolvía el famoso mercado, cuando la soupe
à l’oignon era una tapa para empleados de la bolsa igual que para
vagabundos de todas las nacionalidades, me bajo solo para dirigirme hacia Porte de Clignancourt, es domingo y mis
amigos van a vender al Marché aux puces,
sus cachivaches, sus discos rayados - las tapas originales de un LP de los
sesenta y de los setenta vale más que 10 CD originales - y lo que encuentran en
las buhardillas de los abuelos: una pala con la que su bisabuelo excavó la
Línea Maginot, unas copias de Le Figaro del día de la liberación, una serie de
sellos conmemorativos de varios colores, imágenes y personajes, en su mayoría a
mí desconocidos: valor inestimable para amateur, imprescindibles para
coleccionistas hasta las últimas piezas…
yo logro truequear mi diccionario de italiano por Easter, un vinil en excelente estado, de Patti Smith.
El metro de París
no puede ser, y nunca será un no lugar,
podrá ser la metáfora de todo lo que a un etnólogo le parezca, pero no puede
ser un no lugar… esta víbora
incansable absorbe, atrae y atrapa una variedad caleidoscópica de vidas, todo
el abigarramiento humano en síntesis: el senegalés que hasta una semana antes
cosechaba cacahuates para una transnacional con sede en Montpellier, el
futbolista albanés que pidió asilo político después de un partido en el Parc des Princes y el ruso que sigue
intentando vender cámaras fotográficas Leica y Zorki de dudosa autenticidad:
una fauna extravagante e inquieta, entre una parada y otra, viveur y desesperados se mezclan con
oficinistas apresurados, con galeristas aburridos y con futuros
clochardes.
Subo en Saint Denis y hasta Gare d’Austerlitz no dejo de mirar quién sube y quién baja, me
columpio fijándome en sus vestimentas, en sus rasgos, en sus rostros: el fuego
del cual hablaba Paul Valéry, que por cierto no es lo mismo, nunca será lo
mismo, pero en el Métro hay vida - y hay alegría - que no veo al salir, París no se acaba nunca escribió
Vila-Matas, y el Métro es un irrefrenable contorsionista, la serpiente urbana
siempre hambrienta y siempre pronta en ofrecer una cara feliz en Pont Neuf y una insatisfecha en Porte de Versailles, una fisionomía
abrumadora en Arts et Metiers y otra
más gratificadora en la Cité
Universitaire; veo gestos desesperados en Porte Dauphine y melancólicos en Châtelet , todos sumergidos en su afanes, en sus amores y en sus
búsquedas, estados de ánimos para Augé, radiografías para Houellebecq, análisis
para Lacan.
A Gare d’Austerlitz llego que es tarde, el
domingo parisino deja aún aires suspendidos en los que mañana irán a su trabajo,
en los que un trabajo no tienen, en todos los que adentro de este interminable
reptil se han desplegado. El Sena está a pocos pasos, en él sigue
navegando la fábula de Atalante, el Sena de Miller y Céline
desliza en su curso inmutable… y que no se hablara más de nada.
Enero 2018
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Fotografía: Janol Apin
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Fotografía: Janol Apin
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