¿Qué pasa si
leo El Quijote y no me gusta, eh? ¿Qué sucede si después de leer
obras de Shakespeare como Julio César o Romeo y
Julieta me quedo igual que antes? ¿Si resoplo leyendo La Ilíada,
tengo un problema?
Los palos
(buscados o no) que el reciente artículo de Kiko
Amat en Babelia ¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como
‘Moby Dick’? recibió por parte de algunos sectores literarios así como de
centenares de usuarios rasos, me ha recordado una vez más lo virulento que
puede resultar criticar la valía de un clásico: es decir aquellas obras (a
falta de paradigma aprobado) a las que se sigue elogiando después de mucho
tiempo.
En efecto,
piénselo bien antes de lanzarle un dardo a un clásico porque estos muertos
están muy vivos.
Si usted le tose
a Cervantes, Shakespeare o Víctor Hugo correrá el
riesgo de ser acusado inmediatamente de envidioso, frustrado, rencoroso cuando
no de ignorante. Dicho ataque pasional no solo buscará castigar la osadía del
hereje, sino lo que es más grave, de manera directa o indirecta orillará el
verdadero debate: ¿se merecen algunos clásicos dicho honor eterno?
Yo mismo (no es
el caso que mejor conozco) sufrí uno de estos ataques no hace mucho cuando en
un foro literario de estos, comenté lo sobrevalorada que estaba “Historia
de dos Ciudades”, un clásico de un autor no menos clásico: Charles
Dickens. Aciertan ustedes: a los pocos minutos ya había saltado una especie de
hooligan hater diciéndome de todo. Da igual que el propio ‘líder’ del foro me
diese la razón, lo interesante aquí (o preocupante) es el hecho de constatar
que el pensamiento único no solo azota al ámbito de las opiniones
políticas sino que también se columpia sobre otros terrenos como el
literario. Si en política democracia, libertad o igualdad son conceptos
incuestionables (y pobre de aquel que arremeta contra ellos aunque pretenda
mejorarlos) en literatura ocurre algo parecido con los clásicos. Una crítica
negativa a Proust o Goethe se castiga en el código
inquisidor literario, con insultos y marginación.
Si bien estoy
totalmente en contra de pretender hacerse “famosete por un día o dos” a costa
de atacar a una figura pública o un clásico, sí defiendo la imperiosa necesidad
de acercarnos a ellos sin ningún tipo de prejuicios o miedos (a ser llamados
como mínimo incultos) sino todo lo contrario: abrazando una opción que
enaltezca el criterio propio. Entonces, si Proust nos parece un
rollo ¿por qué no decirlo? Sin ir más lejos, el pasado fin de semana
cuando comía con una pareja de franceses, los dos se llevaron las manos a la
cabeza cuando les comenté que me había embarcado en la relectura de En
busca del tiempo perdido.
Si alguien me
quiere preguntar, le podré decir que hay clásicos que me han gustado y otros
que me han dicho más bien poco. A los hooligans cervantinos les aclararé
que El Quijote me sorprendió porque me gustó más de lo que creía: lo
que pensaba iba a ser un soberano coñazo acabó convirtiéndose en una dinámica y
entrañable narración plagada de conocimiento. El Ruido y la
Furia de Faulkner en inglés (si se lee en español la obra se
echa a perder) me proporcionó un sufrimiento totalmente compensado por una obra
a la que solo puedo calificar de
sublime. Dublineses de Joyce es sencillamente
magistral. La Odisea de Homero posee una sabiduría, un
ritmo y una estructura que más quisieran millones de libros actuales. Y
así podría continuar y continuar.
En realidad, el
asunto de los clásicos se enmarca en ese tipo de debates interminables. Como
decía Calvino en su clásico libro Por qué leer los
clásicos, “si no salta la chispa, no hay nada que hacer”, por lo que uno
debe construirse su propia biblioteca de clásicos, lo que el autor italiano
denominó “mis clásicos”. Por eso, cuando pienso en libros que me han marcado
siempre salta en frente de mi frente El pequeño
vampiro de Angela Sommer-Bodenburg, libro casi ignoto y por supuesto
nunca considerado clásico por la atalaya literaria.
Misteriosamente,
hay otros muchos clásicos que me hacen dudar: aun habiéndome proporcionado
admiración y disfrute en su momento, me producen una cierta pereza al
recordarlos en el presente.
Me ocurre por
ejemplo (perdón, perdón, lo sé…) con Rayuela del gran Julio Cortázar.
Da la impresión de que el tiempo y los estados de ánimo determinan la
calificación de un libro en concreto, un dictamen que nunca es estático sino
todo lo contrario: muta, vuela. Me pasó por ejemplo con Crimen y
Castigo de Fiódor Dostoievski: la primera lectura en pleno periplo
universitario me encandiló, la relectura unos años después me desesperó por
momentos. Es difícil discernir las propiedades subjetivas que el tiempo y las
sensaciones producen sobre los hechos, con la lectura de los libros ocurre lo
mismo, las arenas son movedizas, somos un tanto raritos (no te saludo cuando te
veo por la calle).
¿Qué hacemos
con los clásicos entonces?
A pesar de todo
lo dicho, creo que si uno quiere ser escritor de verdad debe leerlos, pero
siempre sin olvidar la perspectiva. De este modo nos podrá parecer pesada
La Ilíada, pero no se debe olvidar que Homero la escribió en el 762 a.C. ¿Qué
libros había por aquel entonces? ¿Cuáles eran las referencias de Homero, su
intertextualidad? Las respuestas ya nos dan una composición de lugar que
otorgan a la obra una calificación notable. Por tanto, no parece descabellado
aconsejar el leer a los clásicos con una intención pedagógica, más que con unos
fines lúdicos que sí les dará una revista del corazón o un diario deportivo.
Mientras tanto
sí, lea, lea a los clásicos pero no se olvide que usted nació con un cerebro
propio.
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De INMEDIACIONES,
09/02/2018
Imagen: Esquilo
Imagen: Esquilo
Excelente texto.
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