Saturday, February 17, 2018

Iluminación


RODRIGO VILLEGAS

La violencia parece ser, de una forma u otra, justificada. Cada acción conlleva a una consecuencia, la consecuencia a otra acción, y así, quizá, sin premeditarlo, te topas con lo inminente, y reaccionas, emerges, o te quedas de pie, inmovilizado, pero la función ya está activada: la violencia se ha desencadenado.

Debes cazar un ciervo o a tu padre o a tu hijo; debes golpear a un niño por la espalda en medio de la calle para liberarte de la tensión de sentirte burlado, humillado; debes resignarte al olvido y provocación del ser que amas; debes lamer las heridas abiertas de tus parejas ocasionales para mitigar el dolor que te carcome el alma; debes continuar con tu revolución y enfrentar a la madre cada vez que, con la puerta entreabierta, se retuerza en su cama recordando al padre; debes transformarte en los animales que criaste, alimentaste y quisiste, para verte desde la sumisión, desde el parentesco, desde lo heredado y adoptado.

Explorar la violencia así como se explora una caverna oscura, dentro donde desfallece tu ser más preciado, escuchar sus gritos, tener apenas unos segundos para darle alcance y salvarlo, o formar parte de las sombras. Debes enfrentar la violencia aún al costo de ser absorbida por ella.

La violencia, aquella que nos delata cada vez que el momento propicio aparece, se encuentra, en sus diversas formas, en Iluminación, de Sebastián Antezana, libro de cuentos poderosos que nos demuestran que la violencia no es una simiente, sino un caos, un permanente tiempo de transformación, de elevación; elegir para sobrevivir.

Se publicó el año pasado por la editorial El Cuervo – que ya publicó hace unos años su novela El amor según (2011) –. Antezana, hasta el momento el autor boliviano más joven en ganar el Premio Nacional de Novela con La Toma del Manuscrito (2008, Alfaguara; 2016, Plural), conmueve por la capacidad de detalle impuesta en sus textos. La precisión de cada palabra, frase o párrafo, lo consolidan como uno de los autores más importantes de la generación de narradores que ha ido engendrando nuestra tierra en los cuarenta años.
 Recuerdo que hace ya dos años, en la Feria del Libro de La Paz, Antezana, que había sido invitado a esta feria junto a otros escritores que viven desde hace algunos años fuera de Bolivia (Sebastián en Estados Unidos), en el Ciclo Migrantes – así le llamaron –, dio una charla acerca de su obra y de la reedición de su primera novela, La toma del manuscrito. En la charla, dijo algo que hacía pensar acerca del trabajo de perfección de un gran narrador: a pesar de haber obtenido el primer y único premio, y haber logrado crear una de las obras más admiradas de aquellos años – leí por algún lado que en primera instancia los jurados no creían que un autor tan joven haya creado aquel artefacto narrativo; incluso pensaron que era plagio, lo cual fue refutado prontamente –, Antezana “renegaba” de aquel texto. Declaró que, después de haber releído el libro para aquella nueva edición, se percató de muchas “fallas”, y que se había dado el trabajo de modificar aquellas cosas que no le gustaban. Es decir que perfeccionó más aún una obra que estaba considerada por la mayoría de los críticos como un gran texto.

Iluminación comprueba el trabajo narrativo de Antezana. Un libro de pequeños relojitos bien planeados, bien configurados para provocar al lector. Para impactar nuestras sensaciones. Y lo logra, bien que lo logra.

Proteo, cazador, el primer cuento, trata acerca de un día de caza entre un padre (borracho, abandonado por su esposa, la madre de su hijo) y su muchacho (tímido, triste). La caza de un venado funde el tiempo y las personalidades de estos dos seres que han recibido la huida y posterior muerte de la madre como una estocada intensa, desoladora. El hombre, como se le ha impuesto, no debe llorar, al menos no sin alcohol. El elixir eterno es el detonante de las emociones y de las cuales todo parece ser perdonado. “Cuando estaba borracho insultaba a mi madre. ‘¡Puta! ¡Vieja de mierda! ¡Vieja pelotuda!’ Pero era obvio que la quería y que su abandono y su muerte lo habían arruinado”.

La distancia que crece entre dos personas de la misma sangre, entre el creador y el creado, como forma de verse entre sí: “Esa cosa, ese cuerpo era mi padre, carne que respiraba, que traspiraba. Lo miraba con curiosidad, con temor. Tal Vez incluso con amor”, se dice el hijo, percibe a su creador.

La precisión de un lenguaje devorador. La solidez de un narrador que presiona al detalle hasta encontrar la imagen perfecta, la película adecuada.

¿Se puede amar con la intensidad de la juventud en la ancianidad? Es una pregunta que parece hacernos Antezana con Viejos que miran porno, el segundo cuento, quizá el mejor de la colección. Dos hombres con vidas solitarias se unen en una relación de intimidad que no habían consumado, al parecer, con sus anteriores parejas, mujeres u hombres. ¿Dónde encuentran la estabilidad, el mecanismo para no perder de sí ese horizonte del cual no queremos desviar la mirada cuando estamos enamorados? Ellos lo hacen con las cintas porno, videos que ven con las manos entrelazadas, quizá imaginando por aquellos instantes que son los protagonistas, que ocupan esos cuerpos atléticos, resabios de un ayer perdido, simulacros de retomar el pasado y modificarlo.

“La intimidad es desayunar, almorzar y cenar juntos, es hacerse compañía, crear ritmos compartidos, hablar de planes, detalles, de dolencias y recuerdos, mientras la vida se enquista en un núcleo a veces opaco, a veces translúcido”. Esa intimidad que se ve alterada por la aparición del sucedáneo y complemento de todo amor furibundo: los celos. El miedo a perder al ser amado, al trofeo de vida, nos convierte en hombres débiles, nos lleva a considerar nuestros defectos y acrecentarlos, a sentirnos parias, humanos afortunados y maldecidos por amparar el cariño de un ser superior a nosotros.

“Sin incorporarse, se queda unos minutos contemplándose las piernas, fofas y lampiñas, abultadas aquí y allá por pequeños nódulos en los que el sistema nervioso ha colapsado. Baja la mirada. En los pies, los dedos son expresiones exageradas de la carne, formas hechas por el impulso descendiente de la piel coronadas por uñas amarillentas y duras como la madera. Sube la mirada. El pene no es más que un accidente, un nudo blanquecino y blando, de la mitad del tamaño de un dedo, rodeado por brotes melancólicos de pelo gris. Se incorpora, siente que es un hombre feo y deja escapar un suspiro de resignación”.

El envejecimiento del cuerpo, la decadencia, la sangre que amenaza en coagularse. Pero los sentimientos que pueden no irse, no aceptar el traspaso a otra estación, sino aferrarse a ella como se pueda, incuso si tiene que cimentarse con su dosis de sufrimiento.

En el cuento Mi very own página en blanco un hombre de sesenta y tantos años, divorciado, comienza una relación inesperada con una viuda que tiene un extraño fetiche: lamer, chupar, absorber las heridas físicas de todos sus amantes. En ello parece reencontrar a su marido, muerto en un accidente de donde ella ha sobrevivido.

Un nuevo llamado al dolor por la compañía, el pago que hacemos por sentirnos vivos, por acariciar la vida. Un hombre que ampara en sus libros de ciencia ficción el único resabio que le queda de felicidad, dispuesto a intentar de nuevo, de palpar la convicción de pertenecer a una mujer, a un ser que respira.

“Hay algo morboso e hipnótico en el asunto, algo violento y por eso seductor: ver desde la seguridad de cierta distancia, desde esos bares, hoteles y estaciones en órbita, cómo gran parte de la Tierra es devastada por la llegada del asteroide, contra una manzana contra la que se dispara una pistola de alto calibre”. La posible destrucción del mundo como la de uno mismo, esa espera certera del fin, ese no dejar de terminarse hasta que todo esté finalmente acabado, por si hay un resabio de algo, o por divisar y sentir la pérdida como parte de la experiencia de transitar.

De esta mujer que lleva un bicho en su interior que no permite entregarlo todo a nadie, a pesar de quererlo con todas las fuerzas. En Si contarlo está en tu poder, Antezana maneja dos referentes simbólicos, dos historias alternas pero complementadas con aquellas decisiones que están más allá de nosotros pero que nos invaden y se apoderan de nuestros espíritus una vez hemos sido parte de ellas.

“A veces lo veía desesperado, frotándose contra los muebles y me parecía que necesitaba una hembra, y entonces me daba pena por él y también por mí porque me traía recuerdos”.

La mujer frente al sexo. El hombre frente al sexo. La humanidad en busca de la trascendencia a través de la descendencia.

“La tragedia nos siempre tiene una dimensión heroica pero hace coro de la desgracia humana”.

La mujer del jinete es también otra revelación acerca del daño de la soledad, que proviene del amor perdido o transfigurado. En el primero una mujer es testigo de cómo su esposo va perdiendo la condición de sí mismo tras perder el control de su caballo e impactar contra la tierra, mutando a El Oscuro, ser que no recuerda nada, menos a ella. Un accidente propicia la desavenencia, y solo queda reivindicar la derrota.


“Actuaba como el tipo de mujer que quería ser, más una idea que una persona”. Esa espera a que la otra persona retorne, incluso si nosotros tenemos que cambiar junto con ella.

Ante la Ley es un “homenaje” a Kafka (Cuento publicado con anterioridad en Kafkaville, El Cuervo). A través de un resquicio que queda siempre abierto intencionalmente o no (¿?), un hijo, “que hace cada día la revolución”, ve a su madre “extrañando al padre”, recordando el cuerpo del muerto a través de sus dedos en su interior, contorsionándose como una gata, como alguien que espera que el padre regrese en otro, quizá en el que la mira.

“La revolución no es un espíritu uniforme, intocado por la razón y puro como la fe. La revolución; cuando es manipulada y gestada por una fuerza invisible, e incluso cuando ella se enciende espontáneamente como una cerilla en mitad de la noche, es siempre sexualidad, la imperfección de la forma. Este es el día a día, esta es la normalidad. Este es el destino, el sino perverso que los espera a todos”.

El último cuento, Animales de escritores norteamericanos, es una especie de narrativa extraña, un tanto disímil de los anteriores, pero común en la tentativa: la animalidad, la bestialidad como aliada y sucedánea a las costumbres, a la cotidianidad.

Las mascotas de Neil Gaiman, Flannery O’ Connor, Ernest Hemingway, relatan el tiempo compartido con sus amos, sus esquizofrenias, actitudes, desatinos y debilidades. Una especie de fragmentos biográficos de escritores polémicos pero reverenciados en la mayor parte del mundo.

Animales que se parecen mucho a sus dueños, y dueños que se parecen mucho a ellos. No sabemos quiénes aprendieron de quienes. La simbiosis debió darse en el transcurso de los pasos, de los años y de las notas. La animalidad como representación de nuestras frustraciones y certezas.

En el último lustro, en nuestro país se han publicado pocos libros ficcionales con una perfección de lenguaje y construcción argumental, además de simbólica, como el que ha visto la luz en nuestro país el año pasado. Pocos en el que el aliento se disipa en la lectura y se estremece con las palabras que llegan hacia nuestro consciente con la fuerza de un destello. Una, como es el título del libro, Iluminación.

Pero todas parecen ser excusas para contar algo más profundo, no detenernos solamente en lo que acontece, en lo lineal, sino en el fondo, en lo que nos quiere revelar.



Rodrigo Villegas Rodríguez es admirador de la sobrenaturalidad de los felinos y paciente observador de anaqueles de libros usados.

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De INMEDIACIONES, 16/02/2018

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