Hace unos quince
años, acompañé a Michaux con cierta regularidad al Grand Palais, donde
asistíamos a toda clase de filmes de carácter científico, algunos curiosos,
otros técnicos, impenetrables. A decir verdad, lo que me intrigaba eran menos
las proyecciones que el interés que suscitaban en él. No comprendía las razones
de una atención tan obstinada. ¿Cómo, me preguntaba sin cesar, un espíritu tan
vehemente, vuelto hacia sí mismo con perpetuo fervor o frenesí, puede
apasionarse por demostraciones tan minuciosas, tan impersonales? Más tarde,
reflexionando sobre sus exploraciones sobre la droga, comprendí a qué excesos
de objetividad y de rigor podía llegar. Sus escrúpulos iban a conducirle al
fetichismo de lo ínfimo, del matiz imperceptible, tanto psicológico como
verbal, repetido indefinidamente con una insistencia jadeante. Llegar al
vértigo a través de la profundización parece ser el secreto de su intento.
Léase, en El infinito turbulento, la página donde dice de sí mismo
que se halla «atravesado por lo blanco», donde todo es blanco, donde «incluso
la duda es blanca», y no menos la «horripilación». Tras lo cual el blanco ya no
existe, él lo ha azotado, lo ha aniquilado. Su obsesión por el fondo le hace
feroz: liquida apariencia tras apariencia sin perdonar una sola, las extermina
abismándose en ellas, persiguiendo su fondo precisamente, su fondo...
inexistente, su insignificancia radical. A un crítico inglés esos sondeos le
han parecido «terroríficos». Yo los encuentro, por el contrario, positivos y
exaltantes, por su impaciencia de triunfar y de pulverizar, es decir de
descubrir y de conocer, dado que la verdad, en todo, no es más que la
culminación de un trabajo de zapa.
A pesar de que
Michaux considera que forma parte de los seres «fatigados de nacimiento», desde
siempre no ha hecho más que huir del engaño, ahondar, buscar. Es
cierto que nada fatiga tanto como el esfuerzo hacia la lucidez, hacia la visión
despiadada. A propósito de un célebre contemporáneo fascinado por
la Historia esa gangrena universal , utilizó un día la
expresión «ceguera espiritual». El es, por el contrario, alguien
que ha abusado de la obligación de ver dentro y alrededor de sí mismo, de ir al
fondo no solamente de una idea (lo cual es más fácil de lo que se piensa) sino
de la menor experiencia o impresión: ¿acaso no ha sometido a cada una de sus
sensaciones a un examen en el que entra de todo: tortura, júbilo, voluntad de
conquista? Esa pasión por aprehenderse, esa toma de conciencia exhaustiva, se
reduce a un ultimátum que no cesa de darse a sí mismo, a una incursión
devastadora en las zonas más oscuras del ser.
Su insurrección
contra los sueños debe considerarse a partir de esta constatación, como también
la necesidad que sintió, pese a la hegemonía del psicoanálisis, de
minimizarlos, de denunciarlos, de ridiculizarlos. Decepcionado por ellos,
decidió condenarlos, proclamar su vacío. Pero quizá la verdadera razón de su
furor era menos su nulidad que la total independencia de él en que se producen,
ese privilegio que tienen de eludir su censura, de ocultarse de él, burlándose
y humillándolo con su mediocridad. Mediocres, sí, pero autónomos, soberanos. Si
los incriminó y calumnió, si dirigió contra ellos una acusación en regla,
verdadero deseo a los entusiasmos de la época, fue en nombre de la conciencia,
de la toma de conciencia como exigencia y como deber, y también por orgullo
herido. Desacreditando las hazañas del inconsciente, se deshacía una ilusión,
la más preciosa, que lleva de moda más de medio siglo.
Toda violencia
interior es contagiosa; la suya más que cualquier otra. Nunca se acaba
desmoralizando tras una conversación con él. E importa poco que se le vea con
frecuencia o sólo de vez en cuando, desde el momento en que, en toda
circunstancia esencial, podemos imaginar su reacción o sus palabras: solitario
omnipresente, está siempre ahí..., definitivamente inseparable de todo lo que
en una existencia es importante. Esa intimidad a distancia no es posible más
que con un obseso capaz de imparcialidad, con un introvertido abierto a todo y
dispuesto a hablar de todo (hasta de la actualidad). Sus opiniones sobre la
situación internacional, sus diagnósticos en materia política, su apreciación
del grado de fatalidad que existe en las relaciones de fuerza, son sumamente
justos y en ocasiones proféticos. Poseer una percepción tan exacta del mundo
exterior y a la vez haber llegado a aprehender el delirio desde dentro, haber
logrado recorrer sus formas múltiples, habérselas apropiado por así decirlo, es
una anomalía tan cautivadora, tan envidiable, que puede aceptarse como tal sin
intentar comprenderla. Sin embargo, voy a sugerir una explicación, forzosamente
aproximativa. Nada es más agradable, al menos para mí, que una
conversación con Michaux sobre enfermedades. Se diría que las ha presentido
y temido todas, que las ha esperado y huido: todos sus libros son un desfile de
síntomas, de amenazas vislumbradas y en parte actualizadas, de dolencias
pensadas y repensadas. Su sensibilidad para las diversas modalidades de
desequilibrio es prodigiosa. La política, baja tentación prometeica,
¿qué es sino un desequilibrio permanente, exasperado, la maldición por
excelencia de un simio megalómano? El espíritu menos neutro, el menos pasivo
que conozco, no podría no interesarse por ella, aunque sólo fuese para ejercer
su sagacidad o asco. Los escritores, cuando se ponen a comentar los
acontecimientos, muestran en general una ingenuidad risible. Era
importante, creo yo, citar una excepción. Sólo una vez me pareció sorprender a
Michaux en flagrante delito no de ingenuidad (es fisiológicamente impropio a
ella) sino de «buenos sentimientos», de confianza, de abandono, de algo que
entonces traduje en términos que creo útil reproducir aquí:
«Le admiraba por
su clarividencia agresiva, por sus rechazos y sus fobias, por la suma de sus
aversiones. Aquella noche, en la callejuela donde charlábamos desde hacía dos
horas, me dijo, con una ligera emoción totalmente inesperada, que la idea de la
desaparición del hombre le conmovía...
»En ese momento
me despedí de él, persuadido de que nunca le perdonaría semejante
conmiseración, semejante debilidad».
Si extraigo
de un cuaderno sin fecha esta nota, es para hacer ver que en aquella época
apreciaba en él por encima de todo su lado incisivo, crispado, «inhumano», sus
explosiones y sus sarcasmos, su humor de desollado vivo, su vocación de
convulsionario y de gentleman. En realidad, me parecía secundario
que fuese poeta. Recuerdo que un día me confesó que se preguntaba si lo era. Lo
es, evidentemente, pero se puede concebir que hubiera podido no serlo.
Lo que
Michaux es, aún más evidentemente que poeta, eso lo comprendí cuando supe que
de joven, pensando ingresar en las órdenes, leía con pasión a los místicos. De
hecho, presumo que, si no hubiera sido un místico, nunca se habría lanzado con
tanto encarnizamiento y método a la búsqueda de estados extremos. Extremos más
acá de lo absoluto. Sus obras sobre la droga proceden del diálogo con el
místico que fue originariamente, místico inhibido y saboteado que esperaba su
venganza. Si se reuniesen todos los pasajes de sus libros donde trata del
éxtasis, y se suprimiesen en ellos las referencias a la mescalina o a cualquier
otro alucinógeno, tendríamos la impresión de hallarnos ante experiencias
propiamente religiosas, inspiradas y no provocadas, que merecerían figurar
en un breviario de momentos únicos y de herejías fulgurantes. Los
místicos no aspiran a abandonarse en Dios sino a superarlo, movidos por no se
sabe qué lejano, por una voluptuosidad de lo último que se encuentra en todos
aquellos a quienes el trance ha visitado y arrebatado. Michaux nos recuerda a
los místicos por sus «ráfagas interiores», por su voluntad de acometer lo inconcebible,
de forzarlo, de hacerlo estallar, de ir más allá sin detenerse nunca, sin
recular ante ningún peligro. No teniendo ni la suerte ni la desgracia de
anclarse en lo absoluto, se crea abismos, produce siempre abismos nuevos, se
hunde en ellos y los describe. Esos abismos, se dirá, no son más que estados.
Sin duda. Pero todo es estado, y sólo estado, para nosotros que nos hallamos
condenados a la psicología desde que ya no nos está permitido extraviarnos en
lo supremo.
Místico
verdadero, y sin embargo místico irrealizado. Comprendemos a Michaux en la
medida en que ha hecho todo lo posible para no desembocar en nada, para
conservar su ironía en los extremos mismos a los que sus investigaciones le han
llevado. Cuando ha alcanzado alguna experiencia límite, algún «absoluto impuro»
en el que, perplejo, vacila, nunca deja de recurrir a una expresión familiar o
divertida para mostrar que aún es él mismo, que recuerda que
está experimentando algo, que nunca se identificará completamente con ninguno
de los instantes de su búsqueda. En tantos excesos simultáneos cohabitan los
desbordamientos extáticos de una Angela de Foligno y los sarcasmos de un
Swift.
Resulta admirable
que un hombre tan frágil y vulnerable haya acumulado los años sin perder la
vivacidad. «Paseo al viejo..., a su maldito cuerpo, que flaquea, que tanto
interesa a nuestro cuerpo único para los dos», escribe en 1962 en Vientos y
polvos. Siempre en él ese intervalo entre la sensación y la conciencia, esa
superioridad sobre lo que es y lo que sabe. De esa manera ha logrado en sus
desasosiegos metafísicos, en sus desasosiegos sin más, permanecer, gracias a su
obsesión por el conocimiento, exterior a sí mismo. Mientras que a
nosotros nuestras contradicciones e incompatibilidades nos dominan y paralizan
a la larga, él ha logrado dominar las suyas sin caer en la sabiduría, sin
hundirse en ella. Toda su vida le ha tentado la India, pero
afortunadamente sólo tentado, pues si por una metamorfosis fatal hubiera
acabado hechizado, obnubilado por aquel país, habría sin duda abdicado de esa
prerrogativa tan suya de poseer más de una de las taras que conducen a la
sabiduría y ser a la vez profundamente refractario a ella. Si le hubiera cogido
gusto al vedanta o al budismo, ¡habría sido una catástrofe para él! Hubiera
perdido sus dones, su facultad de desmesura. La liberación le
hubiese aniquilado como escritor: se le habrían acabado las «ráfagas», los
tormentos, las hazañas. Si su trato resulta tan estimulante es justamente
porque no se ha rebajado a ninguna fórmula de salvación, a ningún simulacro de
iluminación. Michaux no propone nada, es como es, no posee ninguna receta de
serenidad, continúa su camino, tantea como si estuviese comenzando. Y nos
acepta, a condición de que nosotros tampoco le propongamos nada. Es lo
contrario de un sabio, pero un contrario aparte. Me sorprende que no
haya sucumbido a tanta intensidad. Su intensidad, es cierto, no se parece a
esas otras accidentales, fluctuantes, que se manifiestan por sacudidas:
constante, sin fallas, reside en sí misma, y se apoya en sí misma, es
precariedad inagotable, «intensidad de ser», expresión que tomo prestada al
lenguaje de los teólogos, el único que se ajusta para designar un éxito.
Emile
Cioran, Ejercicios de admiración, 1973
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De DISONANCIAS
Fotografía: Henri
Michaux
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