GUILLAUME APOLLINAIRE
Jarry murió el 1º
de Noviembre, y el 3 nos reunimos unas cincuenta personas para acompañar su
entierro. Los rostros no estaban muy tristes y solamente Fagus, Thadée Natanson
y Octave Mirbeau tenían un muy ligero aire fúnebre. Sin embargo, todo el mundo
sentía vivamente la desaparición del gran escritor y del muchacho encantador
que fue Jarry. Pero hay muertos que se lamentan de otro modo que por las
lágrimas. No se vieron muchas plañideras en el entierro de Folengo, ni en el de
Rabelais, ni en el de Swift. Tampoco eran necesarias en el de Jarry. Semejantes
muertos no han tenido nunca nada de común con el dolor. Sus sufrimientos jamás
han estado mezclados de tristeza. Para tales funerales es necesario que cada
uno dé muestras de un feliz orgullo por haber conocido a un hombre que no ha
sentido nunca la necesidad de preocuparse de las miserias que le abruman a él
como a los demás.
No, nadie lloraba
tras el coche fúnebre del Père Ubú. Y como era domingo, el día siguiente
de los Muertos, todos aquellos que habían estado en el cementerio de Bagneux,
al llegar la tarde habían entrado en los ventorrillos de los alrededores. Estos
rebosaban de gente. Se cantaba, se bebía, se comían fiambres: cuadro truculento
como una descripción imaginada por aquel a quien habíamos dado tierra.
Recuerdos de Alfred Jarry
Noviembre de 1909
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De CALLE DEL ORCO, 10/02/2018
Imagen: Père Ubú
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