PATXI IRURZUN
Hace unos días se
murió mi tío Fructuoso. El que quemaba libros. Era un tío de mi madre, al que
yo solo recuerdo haberlo visto dos o tres veces, cuando era niño. Y sin
embargo, fui a su funeral, en misión diplomática: mi madre estaba de vacaciones
y a mí me tocó ejercer de vicepresidente checo, ese que se dejó el micro
abierto y, enterado de que tendría que viajar a las exequias de Mandela, saltó:
“Joder, macho, no me apetece nada ir. Si eso está en el quinto pino”, y
todos lo escuchamos con condescendencia porque hemos pensado o dicho lo mismo
alguna vez en la intimidad de nuestras casas, donde, de momento, no hay micros.
Mi tío, además,
Mandela no era. Una vez me quemó un libro, que yo leí en casa de mis abuelos,
donde empezó a ahogárseme Robinson Crusoe y le puse pantalón largo al Pequeño
Nicolás con otras lecturas menos apropiadas para mi edad como la del libro en
cuestión, que se titulaba ‘Los helechos arborescentes’. No recuerdo, sin
embargo, nada de la novela, a excepción de que su autor, Francisco Umbral,
movía el famoso sonajero de su prosa y tintineaban algunas palabras como lefa o
Durruti. El caso es que, enterado mi tío, decidió hacer un auto de fe en la
huerta y quemar aquellos helechos arborescentes, los cuales se elevaron hasta
el cielo en volutas de humo que escribían en el cielo el “Yo, pecador”; o
al menos eso era lo que leía (aparte de los libros que quemaba para que no
leyeran los demás) el meapilas de mi tío Fructuoso.
Como represalia
diferida el día de su funeral llovía —un mal día para quemar libros— y yo en
lugar de entrar a la iglesia me quedé en un bar que había frente a ella
tomándome una caña con mi amigo Juantxo el jipi. Mejor para todos, porque a
nosotros a veces en los funerales nos da por reírnos. “Ah,
¿pero encima hay que pagar?”, me dijo Juantxo en una ocasión, cuando un
monaguillo salió a pasar la cesta. Y a mí me entró ese tipo de risa, la peor
risa del mundo, esa risa floja, incontrolable, que te convierte en una olla a
presión, con el pitorro haciendo fiufiú, hasta que no puedes más y revientas y
todo se llena de una metralla insolente, aunque también a veces la onda
expansiva lo que hace es contagiar las carcajadas y una vez hasta el cura (que
en los funerales es como el intérprete de signos en el funeral de Mandela, pues
dice cosas sobre el difunto que nadie entiende) comenzó a reírse y después sus
feligreses y las risas llegaron fuera de la iglesia y se rió una señora con
patillas que pasaba por allí y la suya era una risa como un virus, se iba
transmitiendo a todos con quienes se cruzaba y estos la contagiaban a otros y
en poco tiempo el mundo fue un lugar mejor, en el que nadie sufría ni pasaba
hambre ni quemaba libros…
Vale, además de
la caña Juantxo el jipi y yo nos fumamos también un porro.
Después, como se
hacía tarde y nadie salía de la iglesia y llovía cada vez más fuerte, decidimos
entrar a hacer de vicepresidentes checos. Fue, una vez en el templo, cuando me
eché la mano al bolsillo de la chupa, en la que siempre llevo algún libro cargado
por si acaso, cuando vi que el de esta vez se titulaba “Alpinismo bisexual”. Y
me pareció muy apropiado para la ocasión, y creí que, muchos años después, se
ejecutaba algún tipo de justicia poética contra mi tío Fructuoso. Amén.
_____
De INMEDIACIONES, 22/02/2018
No comments:
Post a Comment