A Burt Lancaster
lo teníamos oculto en la memoria de las tardes de sábado indolente, en las
horas de digestión tardía del sofá familiar, entre papá y mamá, a la espera de
dar comienzo a esa otra ingesta más opípara que era la calle. Terminar de comer
y sentarse frente al televisor, a ver la película que despertaría los ronquidos
de padre y el bostezo de madre. Después, decir me bajo a la calle. De aquellas
tardes de cine familiar queda en la memoria, firme y juguetona, la figura del
actor estadounidense. El temible burlón (The Crimson Pirate, Robert
Siodmark, 1952), aquel pirata pícaro de pose atractiva, aquel embrión del
canalla simpático que tanto admiraría yo, años después.
Mi infancia no me
había preparado, por tanto, para el shock emocional que supuso, años después,
ver El nadador, dirigida por Frank Perry en 1968, con un
inconmensurable Burt Lancaster como protagonista total y absoluto, casi médium
transmisor de un torrente de sensaciones más cercanas a lo paranormal que a lo
cierto.
Recuerdo que fue
en la adolescencia tardía cuando este film llegó a mi cuarto de estar como
préstamo, por corto período, de un gran amigo, cinéfilo de vocación, carácter y
ocupación. Los únicos datos de que disponía, antes de su visionado, eran que el
director no finalizó su labor debido a discrepancias artísticas, que el testigo
lo recogió Sidney Pollack, y que el guión estaba basado en un relato corto de
John Cheever que yo no había tenido aún el gusto de leer.
Con tan escueta
información me acomodé en el sofá -copa y cigarro a mano, fin de semana en que
mis padres habían marchado al pueblo de unos amigos-, apreté el botón de play,
y pasé los siguientes 94 minutos sin apenas poder parpadear.
La película nos
narra un día en la vida de Ned Merrill. Quizás la más extraña y conmovedora de
las jornadas que haya vivido este hombre de complexión prodigiosamente atlética
a pesar de su edad -52 años contaba Burt Lancaster cuando rodó la cinta-.
Merrill irrumpe en escena explicando su propósito de atravesar el condado en
que habita cruzando, a nado, las piscinas de los acomodados conocidos y amigos
que se interponen entre el lugar de partida y el de llegada: su propio
domicilio. Atravesar a nado una geografía de valles y bosques.
Desconocemos de
dónde viene Ned Merrill. Ignoramos por qué aparece, ya en bañador, braceando
las aguas de la piscina de unos amigos que, a la vista de la primera
conversación que con ellos mantiene, no lo parecen tanto. Y es ya, a partir de
esa primera conversación, que se instaura en nuestro entendimiento una
sensación de desasosiego y melancolía que no nos abandonará hasta el final del
metraje. Ni siquiera después, ¡advierto!
Un portentoso
guión hace fluir la historia con la misma facilidad que fluye el cuerpo fornido
del protagonista a través de las aguas de las distintas piscinas en que se
sumerge. Piscinas calmas, piscinas sin agua, piscinas impecables de redondeados
perímetros. Piscinas. Circundadas todas ellas por ostentosas mansiones en cada
una de las cuales habita al menos una persona que dialogará con él
desvelándonos así, lentamente, un misterio que no acaba de aflorar, explicarse
o tomar forma reconocible. Pero… miento: una de las piscinas no pertenece a
ningún acaudalado propietario. Es la piscina municipal. Un húmedo perímetro de
bullicioso y mareante recreo en que la presencia de Merrill se nos antoja
intrusa, fuera de lugar, solitaria entre la muchedumbre, y que nos proporciona,
quizás, una de las claves del misterio del que, con tan fascinante parsimonia,
pretende hacernos cómplices la película.
Porque sí, nos
hallamos, visionando esta pequeña joya, ante un misterio mayor que los de los
códigos davincis, harrypotters, imposible missions y demás pasatiempos. El
misterio de la decadencia de un ser humano, del declive psíquico y moral de un
antihéroe como pocos nos ha regalado el séptimo arte. Y se trata de un atípico
y memorable antihéroe porque la película no lo muestra con claridad, más bien
traza apuntes y bosquejos sobre el drama de un hombre derrotado y al límite de
la cordura.
Y es que,
en El nadador, asistimos a un proceso de derrumbe psicológico
maravillosamente orquestado por un guión memorable y un acompañamiento visual
digno de estudio. Si bien no explica el pasado de este bracista del desasosiego
en que se erige Ned Merrill, el largometraje va dándonos pistas mediante las
conversaciones que este mantiene con cada uno de los propietarios de las
piscinas que atraviesa. Unas pistas que no engañan al espectador dirigiéndole
hacia un final previsible pero emocionante, como es habitual en el cine actual.
Unas pistas sostenidas por una puesta en escena antológica y una ambientación
exterior que va pasando, sin solución de continuidad, de la fotografía casi
naif de la naturaleza circundante a inquietantes oscuridades y huidas de foco
propias del más monstruoso de los escenarios oníricos.
Finalizada la
película no acertamos a concluir si Ned Merrill es un ser deleznable o un buen
hombre caído en desgracia. Incluso dudamos si el onirismo de su viaje no será
producto del exceso de alcohol trasegado entre brazada y brazada.
Si el espectador
pretende ahondar en el misterio que esconde Ned Merrill no le recomiendo que
acuda al relato de John Cheever (al fin lo leí). Esto no hará más que acentuar
sus razonables dudas. Pero si pretende seguir chapoteando, como el nadador, en
las turbias aguas de los sentimientos encontrados, le sugiero que inicie de
inmediato la lectura de tan inquietante narración.
Así que aquel
atractivo pirata burlón y saltimbanqui había trocado, con el paso de los años,
en acuático velocista del desasosiego. Acorde con mi paso de la infancia a la
adolescencia, cuando decidí cambiar las sucias páginas de gamberrada de las
calles, por las páginas en blanco del escribir solitario. También, el cine, a
veces, ofrece páginas en blanco, y El nadador es una de las
que pone a disposición del espectador, para que este la cumplimente con sus
propias sensaciones y miedos.
_____
De LA GALLA
CIENCIA, 18/02/2018
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