JOSÉ LUIS VIDAL COY
Se puede ser
heterodoxo y, al mismo tiempo, no querer serlo? ¿Se pueden transgredir
—voluntaria o involuntariamente— los límites de unas creencias como la religión
y, sin embargo, declararse ferviente seguidor de ella, reconociendo sus ritos y
sometiéndose a la autoridad establecida? Esto es, grosso modo, lo
que ocurre en México con el culto a la Santa Muerte, una devoción radicalmente
heterodoxa. El Santoral cristiano no incluye Santa Muerte alguna, lo que no
obsta para que los seguidores esta santidad se declaren inequívocamente
católicos, apostólicos y romanos, respetuosos del Papa, así como de la
jerarquía católica; una que no solo los rechaza frontalmente sino que los acusa
de prácticas satánicas, misas negras y canibalismo infantil.
Resulta
complicado hablar de «un» solo culto a la Santa Muerte, pues diversas variantes
han ganado adeptos de manera notoria en los últimos lustros entre las
clases populares mexicanas en general y, más específicamente, en los barrios
obreros de la capital de la nación. Siempre relacionado con las
expresiones más populares de la cultura y la sociedad mexicana, el culto a la
Santa Muerte es doblemente divergente. Lo es en su aspecto religioso, pero
también en términos sociales. Poco o nada tienen que ver los devotos de la
Santa Muerte con los bienpensantes mexicanos.
Este culto se
puede encontrar en las colonias populares, esos barrios donde la presencia del
orden establecido es colateral, nunca primordial, y esas zonas en las que la
ley y la norma de comportamiento son distintas de aquellas que dictan los
textos oficiales, la autoridad y quienes gobiernan los estados mexicanos.
Aunque la
devoción a la Santa Muerte discurre por caminos que los bienpensantes llamarían
marginales, ¿cómo calificar de marginal un culto hondamente enraizado en
amplias extensiones de la megalópolis de México, habitada por millones de
personas?
Es difícil
encontrar un altarsito a la Santa Muerte en cualquier vivienda
burguesa o altamente burguesa de distritos de la Ciudad de México como Lomas de
Chapultepec, Polanco, Condesa o la Roma. Pero también a buen seguro es muy
probable que el portero, portera o vigilantes de cualquier finca de vecinos
pudientes tenga en la planta baja un pequeño rincón en el que la Niña Blanca
siempre tendrá velas, algunas flores y luz permanente.
Esa pertenencia
inequívoca a un entorno social y religioso concreto, es la otra forma de
heterodoxia de los devotos de la Santa Muerte. Su culto se mezcla con el de San
Judas Tadeo, patrón extraoficial de los delincuentes de poca monta, de los
malandros de medio pelo, y patrón oficial de ¡la policía! Tampoco es raro
encontrar en los altares dedicados a la Santa, sean públicos o privados,
imágenes de Jesús Malverde, advocación preferida de los narcos mexicanos. Así,
por los altares y entre los devotos circulan estampas con las imágenes de los
tres, descritos como La Santa Trinca.
El origen de la
devoción varía según quien lo cuente. Hay quien la vincula con creencias de los
aztecas de hace tres mil años basándose en antiguas tradiciones de los pueblos
primigenios habitantes de lo que hoy son los Estados Unidos mexicanos. Y hacen
partícipes de ese credo a zapotecos, mixtecos, totonacas y mayas. Esas
versiones resaltan que la conquista española intentó eliminar la devoción a los
muertos. Esta versión resalta que el culto disminuyó sobremanera durante siglos
hasta que renació en el Estado de Hidalgo en 1965. Esta versión choca, con
otras de las que circulan entre los seguidores del culto.
Rosario G., una
devota treintañera del barrio defeño de Tepito cree a pies juntillas que el
origen de la devoción está bien lejos de Hidalgo. El lugar, según ella, es una
aldea perdida en el Estado de Oaxaca hasta la que hay que hacer múltiples
combinaciones de autobuses para llegar. Allí, en el corazón oaxaqueño, un sitio
remoto llamado Yanhuitlán, entre Nochitlán y Tamazulapán, alberga una imagen en
madera de la Santa Muerte que data de antes de la llegada de Cortés y que ha
sido estudiada por el Instituto Nacional de Antropología para intentar datar su
origen. Esa es la auténtica, la original Santa Muerte según algunos devotos.
Otros se refieren a diferentes orígenes verdaderos igualmente alejados en el
espacio y el tiempo de Ciudad de México.
Doña Queta
Sobre lo que sí
hay consenso es con la ubicación de los principales lugares de culto. Lo que
los devotos denominan santuarios, aunque algunos de sus regentes se limitan
modestamente a designarlos como «altares». La ancestral tradición del
culto a los muertos se convirtió en el México moderno en pequeños altares u
hornacinas que algunos devotos comenzaron a tener en privado, en sus casas,
dedicados a la Niña Blanca o Santa Muerte, al igual que tenían otros del
santoral católico. Hasta que un buen día, en el umbral de este siglo, el culto
saltó a la calle cuando Enriqueta Romero Romero colocó en un altar de la
fachada de su casa la figura de metro y medio de alto que guardaba en la
intimidad; Doña Queta, —apelativo con que se la conoce— es
considerada la primera que osó sacar el culto al espacio público, colocando la
imagen a la vista de todos en la calle Alfarería número 12, corazón de Tepito.
Esto ocurrió en el año 2000, con el advenimiento de la nueva centuria.
Desde entonces, para muchos mexicanos devotos, la relevancia alcanzada por el
altar de Doña Queta ha asociado indisolublemente la Santa Muerte a
Tepito.
Pero el 7 de
junio de 2016 dos jóvenes llegaron en moto hasta el altar apenas amaneció, y
con ellos una muerte menos mística. Justo cuando Rey, el marido de
Queta, y su hermano Rafael estaban colocando una vela a la Niña Blanca,
uno de los motoristas les descerrajó unos cuantos tiros y ambos huyeron. Los
otros dos quedaron malheridos. Rey murió esa misma tarde en el hospital. Rafael
sobrevivió.
Desde entonces la
Doña se puso de luto y, así, suspendió inmediatamente los rosarios que
convocaba cada sábado frente al altar de la calle Alfarería. Lo que no pudo
evitar fue la afluencia masiva de devotos en días señalados, como el 1 y 2 de
noviembre, ni el goteo continuo de seguidores del culto a todas horas del día
acompañados de la demanda persistente a la Doña de bendiciones y la entrega
discreta de pequeñas cantidades de pesos para contribuir a los gastos del
altar.
La Doña se
consuela con su numerosa familia de siete hijos (cuatro varones y tres
hembras), 57 nietos y 50 biznietos mientras ella prefiere correr un tupido velo
sobre el asunto del asesinato, aunque no rechace la conversación: «Le tocaba
que lo asaltaran. Dios lo quiso. No culpo a nadie», contestó. Y desvió
inmediatamente la conversación: «Yo tengo un cáncer porque a mí también ya me
tocaba. Hace cuatro años que me quitaron un pulmón, pero Dios dirá cuándo me
toca de verdad. No culpo nadie», repite. Pero no olvida: «A mi viejo le pongo
su cafesito y su agüita todos los días», zanja, junto a la
pequeña foto que preside una mesa cercana al altar, repleta de exvotos,
amuletos, pequeñas figuras y velas como la tiendesita colindante
donde se venden. «Y guardaré el luto silencioso hasta que yo lo acepte y vuelva
a empezar», sin evitar que la gente siga acudiendo masivamente a Alfarería
12.
Lo que no
puede impedir Doña Queta es que la gente hable sobre el asesinato
de Rey, a todas luces premeditado. La versión más extendida cuenta que el
motivo encubierto fue la negativa de la Doña y su numerosa familia a pagar el
«derecho de piso», una extorsión consistente en un pago esporádico o periódico
a cambio de la «protección» del grupo delincuencial que domina una zona.
Esta es la
explicación del asesinato de Rey Romero que dan las malas lenguas.
Las mismas que cuentan que Doña Queta y su familia obtienen beneficios por el
mantenimiento del altar. Cada día se ve a devotos que se acercan al altar,
saludan a la Doña y deslizan discretamente unas monedas de cinco o diez pesos,
un billetito de veinte en su mano. O compran algunos de los objetos bendecidos
por Doña Queta con la imagen de la Niña Blanca en el mostrador anexo a la
vitrina acristalada que alberga la imagen.
Pero Doña Queta,
sometida a juicios como está desde el asesinato de su esposo, ha de soportar
estoicamente las críticas sotto voce, y niega el interés
pecuniario: «¿Cómo voy a cobrar porque vengan a ver a mi reina?», dice mientras
guarda disimuladamente las monedas y billetes que los fieles le deslizan en la
mano.
Cuando se produjo
la muerte del marido, Doña Queta cosechó la solidaridad de sus fieles y la de
los responsables de los otros dos altares más notorios de Ciudad de México,
quienes también han pasado por trances similares.
22 metros de
Santa Muerte
Casi la primera
en ir a ver a Doña Queta tras la muerte de su marido fue su homónima Enriqueta
Vargas Ortiz, que regenta el Santuario Internacional de la Santa Muerte en
Tultitlán, una localidad satélite de la capital mexicana a poco más de 30
kilómetros desde su centro histórico. Esta otra Doña Queta, como la llaman
igualmente sus devotos, es ahora la cabeza visible del culto que se desarrolla
en un recinto vallado y descubierto de unos 1.500 metros cuadrados presidido
por la que se presume que es la imagen más grande que hay en el mudo de la
Santa Muerte: tiene 22 metros de altura.
La imponente
túnica negra que solo deja al descubierto la calavera y las manos descarnadas
de esta estatua de casi seis pisos de altura no fue suficiente para proteger al
fundador del Santuario Internacional, el hijo de Doña Queta
Vargas. Jonathan Legaria Vargas era conocido como Comandante Pantera o
como Padrino Endoque y murió violentamente en la madrugada del 28 de julio de
2008 cuando salía de la emisora Radio Cristal en Ecatepec. Allí tenía un
programa religioso sobre el culto a la Niña Blanca. Dieciocho días antes, había
celebrado su vigésimo sexto cumpleaños. Los asaltantes dispararon sobre el
vehículo en que viajaba el Pantera 250 tiros con dos rifles de asalto: uno, un
AK-47, el famoso Kaláshnikof conocido en México como «cuerno de chivo»; el
otro, un AR-15 fabricado por la compañía COLT, que es el más vendido
actualmente en Estados Unidos. Treinta y dos disparos alcanzaron el cuerpo de
Jonathan Legaria, incluyendo tres de gracia en su sien derecha.
El Comandante
Pantera, sobrenombre que debía al grado alcanzado entre los Ángeles Moteros de
la Santa Muerte, había erigido la gran estatua que preside el Santuario
Nacional. Apenas seis meses después llegó su final. A su madre y
«heredera» tampoco le gusta hablar del asunto. Se remite a un opúsculo de 147
páginas que editó ella misma en octubre de 2012, bajo el título ¿Quién
mató al Comandante Pantera?
La madre del
Pantera superó el dolor y devino devota de la Santa Muerte. «Yo era una
católica cerrada; me eduqué en colegio de monjas», relata a la sombra que
proyectan los 22 metros de la tremenda estatua. Lo de su hijo lo contemplaba
desde tal perspectiva: «llena de mitos, de miedos; estaba equivocada».
Entonces, Doña Queta Vargas tuvo su particular caída del caballo y se convirtió
en líder del Santuario Internacional de la Santa Muerte pocas semanas después
de la desaparición del Comandante Pantera. Sin renunciar en absoluto a su fe
católica, apostólica y romana.
Desde aquel día
de 2007, los seguidores de Doña Enriqueta Vargas, y ella misma, están
convencidos de que los poderes del Estado mexicano nunca intentaron buscar y
encontrar a los responsables del asesinato y, además, trataron de desprestigiar
el Pantera vinculándolo post mortem con el narcotráfico y la
delincuencia organizada.
En tanto se
diluyen las esperanzas de que alguna vez se sepa realmente quienes fueron y por
qué tirotearon al Pantera, la madre continúa dirigiendo la actividad del
Santuario Internacional de la Santa Muerte —con una sucursal en el neoyorquino
Queens, por ejemplo—, con unos ritos algo más atrevidos que los de la Doña
Queta de Tepito. El domingo que visité el lugar de Tultitlán, la señora Vargas
ofició a mediodía una especie de sermón en el que, ante no menos de dos
centenares de fieles, hizo una encendida y teatral defensa del derecho de los
homosexuales a ser tan hijos de Dios como los demás, y la necesidad de la
sociedad mexicana de respetarlos y apreciarlos. «Solo trato de apoyarlos a
todos para que la gente entienda que todos somos hermanos ante Dios sin
distinción de preferencias sexuales». Un pronunciamiento disidente con la
postura de la muy conservadora jerarquía de la Iglesia Católica, cuyas críticas
resultan extrañas tanto para Doña Queta Vargas como para Doña Queta Romero,
pues ambas se declaran fervientes católicas e intentan mantenerse dentro de los
límites reivindicando su devoción a Dios Nuestro Señor y a la Virgen de
Guadalupe, por este orden, para colocar a la Niña Blanca inmediatamente después
en su orden de preferencias.
Doña Queta la de
Tepito no habla mal de la Iglesia Católica. Se declara ferviente seguidora.
«Primero Dios, luego la Virgen de Guadalupe. Y luego la Niña Blanca», dice,
para añadir a continuación a «San Juditas y a toda la corte celestial». Pero
Doña Queta Vargas, la del Santuario Internacional, ha dejado claras sus
diferencias con el obispo que fue de Ecatepec Onésimo Cepeda, que ironizó sobre
el asesinato del Pantera. Lo que no quita para que la madre del también llamado
Padrino Endoque asegure tajantemente que ella sigue fielmente la doctrina
católica.
El Único
Santuario Nacional
El fundador y
principal dirigente del Santuario Nacional de la Santa Muerte es un
autonombrado obispo llamado David Romo que está en la cárcel desde enero de
2011, acusado y condenado como principal responsable de un grupo que
extorsionaba y secuestraba en el Distrito Federal haciéndose pasar por narcos
del cartel de los zetas. Romo acumuló un año después de su detención condenas
firmes por un total de 78 años por la comisión de delitos electorales, robo
simple, secuestro y extorsión agravada cometida en pandilla, según reportó la
prensa mexicana de entonces.
Este también llamado
Único Santuario Nacional de la Santa Muerte, que Romo fundó junto al barrio de
Tepito, pero no dentro de él, está a cargo del párroco Juan Carlos Ávila
desde la detención de su «obispo». El ahora responsable del lugar cuenta que,
en el año 2000, «la Santa Muerte se manifestó plasmando su imagen en el altar»
de lo que hasta entonces era la Parroquia de la Misericordia de los Misioneros
de San Felipe de Jesús y del Sagrado Corazón.
A raíz de esa
revelación, el cura David Romo cambió el culto, instauró a la Santa Muerte en
la parroquia y, tiempo después se proclamó obispo, con gran disgusto y crítica
de la jerarquía católica oficial. Como es habitual entre los distintos
responsables de los altares de la Santa Muerte, el párroco Juan Carlos Ávila
también intenta correr una espesa cortina de humo al respecto. Para él, «no es
fiable» la información que se publicó sobre el encarcelamiento del obispo Romo.
«Sólo Dios y Ella (la Niña Blanca) saben la verdad de lo que hizo», dice,
solemne.
Y ahí se queda.
Tampoco quiere avanzar en los problemas y las críticas de la jerarquía católica
al culto a la Santa Muerte. A pesar del rechazo oficial, Ávila, un hombre
fornido con una falange menos en el dedo índice de la mano derecha, asegura que
tanto él como los otros sacerdotes seguidores de Romo siguen siendo católicos.
El puesto de Romo es esporádicamente ocupado, según Ávila, por un obispo
guatemalteco que viaja al Santuario de vez en cuando.
Pero la verdadera
dirección del asunto la sigue llevando Romo desde la cárcel. «Me habla por
teléfono y deja indicaciones sobre cómo llevar la pastoral». La actividad está
muy bien programada en el Único Santuario. Solo cierra los lunes. De lunes a
viernes hay dos misas diarias, matutina y vespertina. Las de los jueves se
llaman «De Exorcismo y Liberación» y «De Curación Mayor», respectivamente. La
vespertina de los viernes es la «Misa por los Presos» y se recomienda a los
fieles que acudan con una foto de su familiar o conocido preso por cuya
liberación pretenden que la Santa interceda. Los sábados toda la actividad se
limita a la enseñanza del Catecismo, de tres a cinco de la tarde y a diversas
ceremonias, si las hay, de bodas o bautizos. Por fin, el domingo se
celebran otras tres misas.
Junto a toda esa
actividad litúrgica, los días primeros de cada mes se celebran un total de seis
misas, desde las 10 de la mañana, la primera, hasta las ocho de la tarde, la
última. En ellas, el Carlos Ávila es ayudado por otros ocho sacerdotes.
El «cura» Juan
Carlos Ávila, quien, por cierto, se declara contrario al celibato sacerdotal,
no para de realizar desplazamientos para bendecir altares, privados o públicos,
en toda la Ciudad de México y en el colindante Estado de México. Otro tanto
ocurre a las doñas Quetas. La Romero sale poco, por no decir nada de Tepito,
pero recibe fieles de todo el territorio mexicano que le llevan imágenes de la
Niña Blanca para que se las bendiga y llevarlas de vuelta a sus lugares de
origen. Por contra, la Vargas, más joven y dinámica, se desplaza, como el cura
Ávila, para extender su culto y su doctrina allá donde es requerida su
presencia evangelizadora. En México y allende sus fronteras.
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De ALTAÏR MAGAZINE
Fotografía/EFE
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