ALAIN-PAUL
MALLARD
Nos queda más que
claro: el hosco carpintero que construyó los severos camastros del refugio de
cazadores de Gruzki no los pensó para que uno se pasara el día tumbado.
De pie a las
brumosas cinco de la mañana en vano afán de sorprender, bajo un cielo violeta y
en un claro de hierba perlada de rocío, el desayuno de los jabalíes, habíamos
luego pedaleado a Guszczewina y de allí a Narewka y a Janowo. Un amplio rodeo
verificado de trecho en trecho, las sienes pulsando, por un indeciso dedo
índice sobre las líneas de un mapa (escala 1:50,000) del Puszcza Białowieża.
El rodeo nos
permitía burlar –sacarle la vuelta– al intratable reglamento de la Dirección de
Bosques y entrar libremente, sin guía, a la “Reserva estricta”, mundo
primordial de verdes silencios, bosque lleno de sombrío y húmedo misterio, como
los que de niños recorrimos, temerosos, de mano de los hermanos Grimm.
Acaso no esté de
más precisar, breve y esquemáticamente, que el área natural protegida de
Białowieża, a caballo entre Polonia y Bielorrusia, es el único y último trozo
restante de bosque primigenio europeo. Oscuras, venturosas razones de
geopolítica medieval le permitieron atravesar los siglos intocada por el hacha
y la sierra. El proteccionismo zarista haría de ella, harto más tarde, un coto
de caza real: incluso en épocas de hambruna abatir furtivamente un ciervo se
pagaba con la vida. Sufrió, sí, en las grandes, trágicas guerras del
siglo XX. Y ya luego, concluidos los tomas y dacas tras la cortina de
hierro, fungió como zona amortiguadora. Hoy el celo ecologista la mantiene a
salvo de la depredación humana –encarnada también mínimamente (no está de más
dejar las cosas claras) en turistas ofuscados, como nosotros, por un exceso de
entusiasmo.
Abandonamos entre
abetos, apoyadas en un tronco a veinte pasos del camino, las sólidas bicicletas
polacas. Visibles, para hallarlas al volver. La reserva estricta de Białowieża
es hoy un bosque sagrado. Un bosque en el que no penetran los hombres. Solo los
iniciados; es decir, los investigadores acreditados. Carecemos de cartas
cabales, por lo cual, antes de entrar, juntamos en el suelo una gran flor
radial de piñas escamosas, ramitas de abedul y ciruelas salvajes: nuestra
ofrenda a los dioses del bosque.
Y entramos a pie.
Tomados, como Hansel y Gretel, de la mano.
El olor. El
fresco olor a humus. La quietud. ¡Y los verdes! ¡Las vivificantes gamas de los
verdes!
Avanzamos
adivinando una senda de lo más perdidiza. El terreno, extensión septentrional
de la llanura polaca, siempre a nivel. De apartarse Matiana a la rápida
exploración al pie de un roble de alguna madriguera, la aguardo yo en un
sendero apenas distinguible. ¿Los animales? Salvo la babosa y su lenta estela
de plata, se esconden todos. Nos adentramos, sin cruzar presencia humana, en el
umbrío corazón del bosque.
Un bosque
explotado –y en Europa siempre lo son– es como un jardín de infantes: los
árboles de cada sector tienen la misma edad y, por ende, el mismo diámetro, la
misma altura, un espaciamiento regular. Uno cree ver natura donde todo es
cultura. No así en el Puszcza Białowieża. El bosque primordial no se parece a
un bosque: remite a la imagen mítica del bosque. Diríase, de primera impresión,
un paisaje recién castigado por la tempestad: árboles desgajados, ramas por
tierra, troncos inclinados cuya caída se ha visto postergada por objeción de
los ramajes vecinos. La lógica pone orden entre los sentidos y la mente se
desengaña: los troncos en todos los ángulos posibles, y los yacientes que hay
que saltar de trecho en trecho, se descomponen bajo una mullida alfombra de
musgo. Llevan seis, siete décadas en el pausado y arduo trance de pudrirse.
Rechina en algún
punto una puerta embrujada. Difícil estimar la dirección del crujido, su
distancia. Uno se detiene y constata, al barrer con la vista el enmarañado
mundo inmóvil, que el silencio se ha tornado más denso. Aquí y allá el polen
ejecuta su danza, suspendido en una áurea columna de luz.
Aquí y allá un
sabio y paciente titán, de torturada corteza y vigorosas ramas, alza regio su
copa, casi que solo. Las cervicales se comprimen en la nuca; ni así divisamos
dónde culmina, en alturas sucesivas de hojas a trasluz, el olmo tres veces
centenario. Contemporáneo de Pedro el Grande, pero también de El
capital y del Apolo 8, un arbolón así es todo un ecosistema.
Cuando han
cumplido su ciclo vital, los árboles de Białowieża gozan de un raro privilegio.
Morirse de viejos. No soy el más riguroso con las cifras. Me sirvo ahora de una
no por cuantificar nada sino para suscitar una imagen mental: si un bosque
explotado alberga dos metros cúbicos de madera muerta por hectárea, en el
bosque intocado de Białowieża el volumen cúbico de metros escala a cien.
Aunque pronunciar
muerta a la madera es, en Białowieża, una falta de tacto... Cada árbol caído
alberga o alimenta a fascinantes seres que nos confrontan desde la más radical
alteridad. Deslumbrados por los mundos yuxtapuestos de los hongos, los
líquenes, los musgos, avanzamos de un tocón hueco a un tronco yaciente y
esponjoso, maravillados por las orejas en repisa de los poliporáceos, por el
amorfo mixomiceto, por un siniestro manojo de deditos de viuda. Nuestra marcha
en la húmeda hojarasca desperdiga un brincar de ranitas que solo se revelan en
el súbito arco de su salto.
Dos categorías,
leí en algún lado, bastan para clasificar a todos y cada uno de los hombres: se
es o bien platónico o bien aristotélico. Otra
radical alternativa de clasificación binaria se me ocurre: o se es micófilo o micófobo.
El mundo de los hongos no admite medias tintas. Fascina o repele.
Como aristotélicos y micófilos
que somos, Matiana y yo buscamos el saber contemplativo (episteme theoretiké)
en la experiencia sensible: sentados sobre un tronco tapizado de verde musgo
compartimos, a tímidos mordiscos, una seta de tallo y laminillas
inmaculadamente blancos. Es una seta joven y esbelta, de palidez fin de
siècle; su elegante sombrero perfectamente horizontal ornado con tres
límpidas gotas.
Carne terrosa y
húmeda. Carne de esponjosos dioses.
Masticar setas
crudas en el bosque siempre altera un poco el pulso, sobre todo sin el manual
en el bolsillo...
La intención tras
nuestra afanosa marcha es observar al bisonte en libertad.
Miope y
majestuoso, el bisonte europeo –Bison bonasus (Linnæus, 1758)–
alcanza la misma altura a la cruz que su primo el Bison bison o
bisonte americano: un metro noventa. Fue reintroducido a la vida silvestre en
1929 a partir de ejemplares en cautiverio provenientes de diversos zoológicos
del continente, pues los soldados, famélicos, de la Primera Guerra cazaron y
devoraron al último bisonte salvaje. A diferencia de su pariente del Nuevo
Mundo, animal de las grandes praderas, el bisonte europeo vive en bosques
espesos. Espesos, lo que se dice espesos, no le quedan ya muchos y es entre los
robles centenarios de Białowieża donde prefiere guarecerse.
El mapa no
mentía. Al emerger del bosque hacia la luz y el calor divisamos nuestro punto
de destino: Kosy Most, una espartana plataforma de observación a un metro
treinta sobre el nivel del suelo, de planta cuadrada y techo en cuatro pendientes.
El quiosco da, por dos lados, hacia el bosque bajo y, por los dos restantes,
hacia una marisma con pastos altos y una tupida cortina de juncos. Tras ellos,
escondido, el desganado río Narew. Los animales del bosque acuden a beber en
sus aguas dos veces al día, lo cual justifica la presencia de la rústica
estructura: un balcon en forêt.
La lengua inglesa
distingue con mayor convicción que el castellano, al diferenciar los peldaños
de una escalera, entre steps y rungs. Subimos
cuatro, cinco empinados rungs, que solo a un bípedo facilitan
trepar. Bancas en tres flancos del quiosco, chaparros antepechos de tablas. Los
maderos, resecos, se han tornado ya grises. Nadie parece haber venido de visita
en un largo tiempo, aunque es verdad que las arañas tienden con insospechada
rapidez sus hilos impalpables.
Escrutamos el
paisaje, enmarcado como en cinemascope. Una vez más, los huraños
bisontes refulgen por su ausencia...
Sobre los bastos
tablones del piso hay tres estrellas irregulares y varios pequeños amasijos de
oscuro fieltro: un Tàpies, en blanco sobre gris.
Un vistazo al
techo esclarece las cosas de inmediato: cada salpicadura estrellada queda, en
hilo de plomada, justo bajo un travesaño. Los blancuzcos astros de ácido úrico,
deyecciones de un ave de presa; las grisáceas madejas ovales –me perdonarán que
pavonee una palabra dominguera–, sus egagrópilas.
Sesenta millones
de años atrás, una secuencia de genes se desactiva de pronto y las aves pierden
los dientes que les legaran sus ancestros los saurios. No pueden, los pájaros,
moler sus alimentos antes de tragarlos. Las aves rapaces desgarran apenas a sus
presas con el pico para tragárselas enteras. Tras cada alimento, sus musculosas
mollejas regurgitan en una pelote de réjection las materias no
digestibles: pelos, huesos, dientes.
Del griego
antiguo por vía del latín científico, la dominguera egagrópila se
desmenuza en aigos (cabra) + agros (campo)
–cabra salvaje– y pilos (lana, fieltro –en latín pilus,
pelo). Y desmenuzar una egagrópila permite identificar, a partir de la dieta, a
la rapaz en cuestión.
Matiana se sienta
en una de las bancas. Se saca la mochila. Bebe un trago de agua.
Yo me acuclillo a
escrutar los trazos de Tàpies en el ácido úrico.
–Mira, ten –me
dice Matiana mientras hace girar a contraluz, entre pulgar e índice, una pluma
jaspeada–. Estaba aquí. Colgada en la telaraña...
Me la tiende.
Me acerco y
atrapo la pluma por el cálamo.
Una pluma
pequeña, de perfil asimétrico. De ala, deduzco. Su estandarte, beige,
va entreveteado en diagonal de negro. Algo de blanco raya las barbas
inferiores.
La pruebo con una
caricia en la mejilla de mi amada. Matiana sonríe. La pluma le desciende por el
cuello. Cuando le ataca la clavícula, repele el dulce cosquilleo.
¿Una pluma de
búho?
El plumaje de un
búho es reputado por su suavidad. No es, su dulzura, sin porqué: suavidad rima
con silencio. Ave de presa, el búho caza de noche y su vuelo debe pasar
inadvertido. Cae del negro cielo, súbito y certero, un letal mazazo de silenciosas
plumas concentrado en ocho garras de acero.
Fatigada tras
seis o siete horas de trajín silvestre, Matiana se tiende de costado en la
banca, a cortejar la siesta.
¿Asio otus (Linnæus,
1758)? Me acuclillo nuevamente ante la tríada de estrellas en el suelo y me
pongo a deshacer egagrópilas. Son secas, sanas, inodoras. Procuran a la palma
de la mano una agradable sensación de ingravidez. En la ganga opaca se
adivinan, atrapadas, las órbitas gemelas de un cráneo de roedor.
Las egagrópilas
de un ave nocturna arrojan esqueletos completamente desarticulados, pero casi
completos. Dada la simetría bilateral que nos caracteriza a los vertebrados,
los huesecillos van por pares, y de ahí deriva, en gran parte, el encanto del
juego: ir ganando a lo amorfo invertidas parejas de femurcillos, de húmeros, la
otra media quijada.
A un costado me
arrulla el tenue compás de quien respira y duerme. Lo demás es silencio.
El trabajo
–extraer huesos diminutos de un compacto amasijo de pelusa– exige una
minuciosidad de miope y la paciente y precisa concentración del relojero: un
incisivo de musaraña es casi tan grande como una cabeza de alfiler.
Silencio, denso
silencio. Sol casi a plomo. Quieto el tupido juncal.
Cada pequeño
hallazgo lo hala a uno hacia adelante. Se pierde noción del tiempo, consciencia
del entorno. Solo una punzada de tortícolis, un entumecimiento en las corvas,
me recuerdan que estoy ahí y entonces, acuclillado en un quiosco en
las lindes del bosque primordial en el voivodato de Podlaquia. En los confines
de Europa.
Súbito susurro de
plantas.
Levanto la vista.
Algunos pastos
altos se agitan furiosamente sin que sople la brisa. Ni una hoja se mueve en
árboles y arbustos. Algo, y grande, hay entre los matorrales. A siete, ocho
metros.
–¡Psssst,
Matiana...! ¡Matiana! ¡Despierta! –digo por lo bajo, agazapado.
–¿Mmmmmh?
–¡Shhhhh...! Ahí
hay algo. No nos ha visto...
–Mmmmhm –replica
amodorrada, sin abrir los ojos.
Entre los pastos
se asoma un par de orejas. Grises, ovales y erectas, de lo más expresivas. Y
enseguida un largo hocico afilado. Dos orejas más, un segundo hocico
olisqueando el mediodía. Dos lomos grises. Son dos... como perros inmensos,
pero mucho más fuertes e imponentes que un simple perro, más robustos, como más
salvaj...
–Matiana, ¡son
lobos!
Matiana se pone
en pie como un resorte.
El primer lobo
detecta su brinco y tensa bajo el pelaje todos sus músculos. Nos mira erguido,
alerta, con una intensa mirada toda en ámbar del Báltico. En décimas de
segundo, tan fugaces como eternas, realiza su cálculo instintivo: Homo
lupo lupus est. Con la más tersa fluidez se da la media vuelta y, sereno,
de dos saltos se aleja. Su hembra lo sigue, dejando atrás como único rastro un
doblarse de pastos, un ligero temblor en las blancas umbelas de cicuta.
Y un par de
corazones palpitando encabritados.
Matiana y yo nos
volvemos a mirarnos, incrédulos y febriles, primero atónitos y de inmediato
buscando, abrazados, una recíproca validación verbal:
–¿Los viste?
¿¿¿Los viste???
Tras la maleza
inmóvil, el sombrío rostro del bosque.
Olvidados quedan
los lanudos bisontes, los impuntuales, tozudos jabalíes. ¡Lobos en libertad!
¡Lobos!
Perros
primordiales que jamás venderían su inclemente dignidad salvaje por un poco de
calor, un tazón de croquetas, el chillón muñeco de hule. Algo en mí habría
querido seguirlos (de tener cuarenta años menos, me iría a vivir con ellos como
esos niños salvajes de quienes tanto he leído). O, al menos, bajar a indagar en
la maleza, a diez pasos, en busca de huellas en el lodo.
Teníamos la
certeza de que se habían marchado. No obstante, una cautela atávica nos retuvo:
el lobo tiene su reputación feral que mantener.
Volvimos por el
bosque armando alharaca, mirando a menudo por encima del hombro, Matiana
cantando a tope: “Promenons-nous dans les bois / pendant que le loup n’y est
pas. / Si le loup y était / il nous mangerait, / mais comme il n’y est pas / il
nous mangera pas...” Obviaba empero –no fuera a ser– la escalofriante parte en
que la cantilena interpela directamente al lobo.
¿Que qué pruebas
puedo presentar de haberme topado al lobo feroz?
Ninguna, no,
pruebas no tengo: nos vimos frente a frente apenas un instante, el tiempo de
leer en sus ojos la ambarina pureza de lo indomable. No sé qué verdad triste
leyera él en los míos.
Solo puedo
ofrecer evidencias circunstanciales: el dócil jaspeado de una pluma de búho, un
montoncito frágil de diminutos fémures, fíbulas y escápulas, y, para la cóncava
lupa del perito, cinco molares de musaraña, lirón o ratón del campo. Creer al
escritorzuelo mentiroso que ahora escribe ¡lobo! exige, me
temo, un acto de fe. ~
_____
De LETRAS LIBRES, 18/06/2014
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