PABLO MENDIETA PAZ
Se ha vuelto como
un hábito leer cada domingo un correo que me escribió hace un tiempo un amigo
psiquiatra sobre la experiencia que tuvo en el aeropuerto de Londres, ya de
regreso a Bolivia, luego de un foro internacional al que asistió en la capital
inglesa. Presumo que mi invariable lectura dominguera se debe a que menciona a
Melina Mercouri... Dice en una parte: "Ya en el aeropuerto, que era casi
lo mismo que andar y andar por Londres, entré a un café. Pedí el capuchino de
rigor, y abrí Sonatas, de Ramón María del Valle-Inclán. Minuciosamente revisé
el formato, y luego fui directo a la primera página. Pero francamente dudé en
poder concentrarme, pues los decibeles se multiplicaban por los materiales
favorables a una buena acústica. Eso podía evidenciarse particularmente en un
grupo de gente, al parecer turistas, que hablaban y reían a unas tres mesas de
donde yo estaba; y que no dejaban escuchar la deliciosa música ambiental del
controvertido compositor y saxofonista John Zorn: una obra sinuosamente bella,
escrita para voces femeninas, con textos místicos y ecos de la polifonía del
siglo XIV.
Por el acento
eran griegos. Había visto tantos filmes griegos, que mi oído se había habituado
a la fonética. Vi cuatro veces La eternidad y un día, de Theo Angelopoulos,
Palma de Oro en el Festival de Cannes en 1998, otras tantas Glykeia patrida
(Dulce Patria), de Michael Cacoyannis, y cierta vez, de pura casualidad, me
anoticié de que una sala del centro de La Paz exhibía una extraordinaria
película en formato antiguo, Dafnis y Cloe, de Orestis Laskos. Aunque ninguna
como Nunca en domingo, inigualable, con una Melina Mercouri que erizaba los
pelos por su timbre de voz ronco y un porte seductor que hacía temblar a
cualquiera, más aún cuando daba profundas bocanadas al cigarrillo. Aunque algunos
de estos filmes no fueron producidos en lengua griega, se repetían a cada
momento frases o palabras que quedaron grabadas en el oído por la exquisita
musicalidad del idioma. Pasé y repasé mi vista en ellos, y me fijé en uno que
manifestaba una personalidad distinta a la de los otros, como suele ocurrir en
todo grupo de amigos. No pude con mi carácter, con mi oficio. Tenía la tez
fresca, la cara plena y las mejillas flácidas, los ojos fijos y penetrantes,
hombros amplios, la postura del cuerpo deliberadamente firme. Hablaba con
confianza. Pedía que le repitieran aquello que lo entretenía y no reía más que
lo estrictamente necesario. Un momento de esos extrajo del bolsillo izquierdo
trasero del pantalón un amplio pañuelo antiguo, blanco, y se sonó
estruendosamente la nariz; luego escupió sin que sus amigos se inmutaran, pero
sí la dependienta del local que, en mitad inglés, mitad cockney, protestó
airadamente. Me dio la impresión, por un momento, que se trataba del típico
personaje que dormía en el día, dormía en la noche, profundamente, y matizado
el sueño por sonoros ronquidos. Con su físico ocupaba el espacio de la mesa más
que los otros. Sin duda que cuando caminaba junto a ellos él iba al centro de
todos (esperaba ver eso en algún momento, cuando se fueran). Ya me había hecho
una idea del sujeto. Era seguro, para mí, que cuando se le ocurría dejar de
andar los otros hacían lo mismo. Seguía caminando, y los otros igual. En fin,
en lugar de leer a Valle-Inclán, estaba retratando a un desconocido a través de
la práctica de un análisis psicológico a distancia. Todos estaban pendientes de
él. Interrumpía la conversación para hablar; nadie lo interrumpía a él.
Escuchaban atentamente todo lo largo que quería hablar, y nadie discutía su
opinión. Creían todo lo que decía. De pronto se ponía de pie, por un momento
veía algo que le había llamado la atención, y como muestra de recia
personalidad narcisista, o tal vez psicótica o maquiavélica, o de inseguridad
subyacente, se tomaba una selfi y se sentaba cruzando las piernas, el ceño
fruncido y calando su sombrero de paja sobre sus ojos para no ver a nadie.
Repentinamente lo levantaba para tener una visión amplia de todos. De rato en
rato hacía bromas, reía con ganas, se impacientaba, al parecer presumía de sí
mismo, demostraba cólera por algún comentario que se hacía. Definitivamente, él
era el hombre de los talentos y de espíritu mayor. Sacó la billetera del
bolsillo derecho trasero del pantalón. Hinchada no por el dinero contante y
sonante, sino por el dinero plástico de toda marca y color que exhibió en gran
cantidad, pagó el consumo de todos. Millonario. Salieron del café. Él, al
centro de todos, apuró el paso...".
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Imagen: Melina Mercouri in "Nunca en domingo" (Ποτέ την Κυριακή) 1960
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