CARLOS BATTAGLINI
Escucha tú: es
imposible leerlo todo. Eso para empezar. Aunque visto lo visto, escuchado
lo escuchado, parece que da un poco igual si uno quiere dedicarse a esto de
escribir. En efecto, si un sujeto se dedica al arte de juntar letras (aunque
obsérvese que si se escribe a ordenador las letras nunca llegarán a juntarse, a
tocarse, a magrearse) debe dar la impresión de que sabe mucho, muchísimo. Es
lógico, somos débiles, inseguros y a nadie le agrada levantar la sospecha y
mucho menos confirmarla, de que no hace bien su trabajo. Por eso, ante la
incapacidad humana de abordar al coloso literario, se miente. Se miente mucho.
Además de mentir,
también se acota, es decir se dirige el debate hacia aquellos terrenos en los
que el bípedo parlanchín en cuestión se siente seguro. De Perogrullo:
la mayoría de los escritores se centran en aquellos a los que han leído. Ergo,
si alguien se ha enfocado pongamos en el siglo de oro, procurará hablar
principalmente de Lope de Vega o de Quevedo, imponiendo (como lo
hacen los medios de comunicación) una “realidad” que gira obligatoriamente
alrededor de dichos escritores. Todo lo que acontezca lejos de esa “realidad”
se ignora, sencillamente no existe.
Es muy difícil
sí, encontrarse con escritores que reconozcan que no han leído a tal o cual
escritor.
La desvergüenza
sería además mayúscula si el omitido fuese un clásico (¿verdad que tú
tampoco te has mamado todo Proust?) Entonces si por alguna circunstancia
surge el nombre de un ser o una nada que no han leído o desconocen, tratarán de
reaccionar de la forma más convincente posible: esto es afirmarán con la cabeza
lentamente a la vez que adoptarán una expresión que pretenda demostrar que se
domina lo mentado. Y claro, desde que puedan tratarán por todos los medios de
regresar a sus terrenos conocidos. Unos toda la vida
con Shakespeare y Faulkner, otros con Carver y Salinger.
Etcétera.
En realidad, no
hay que culpar a nadie (o a casi nadie). Es sabido (que no reconocido) que
no solo es imposible leerlo todo, sino que igual de quimérico es pretender
estar al día de una actualidad literaria sumida en un descomunal y caótico
ritmo de producción que encima se ha abierto a todo el mundo, para bien y para
mal (seguro que tu tío también ha escrito un libro “soberbio”).
Coleguita, es
imposible. Y no pasa nada.
A ver, ni
siquiera esos lectores fervientes, esos fanáticos críticos literarios, esos
ratones de biblioteca, esos solitarios, esas jubiladas, esos divorciados, esas
paradas, esos bohemios pueden seguir el ritmo del monstruo literario, no ya
solo el mundial sino el que solo se expresa en castellano. Que te quede claro:
si alguien osa “estar al día” a base de lecturas y más lecturas, muy
probablemente acabe igual o peor que Alonso Quijano. Hablarás con las
paredes. Te arrancarás las cutículas. Creerás que te persiguen.
Asimismo (otro
suspiro por aquí) no vale con leer un libro y saltar a otro (deporte que muchos
dopados de utopía practican) sino que es preceptivo saber y entender lo que se
ha leído, pensar sobre ello, reflexionar, meditar, so pena de convertir la
actividad lectora en una operación estéril. Buf, buf.
Se suman además
(¡más madera!) los deberes y los imprevistos que la vida (muchos reduccionistas
lo llamarán capitalismo) impone sobre todo ser viviente apartándole de la
actividad lectora a diario al menos por unas horas. En efecto, la gente
trabaja, tiene hijos, duerme, se enamora, ha de ir al banco, te
resbalas, quieren ir al cine de vez en cuando, se desenamoran, otra ducha,
te operas, se quieren comprar un piso, se te ha roto el pantalón, te vuelves a
enamorar, a veces te gustan los carnavales… Todo eso es tiempo, tiempo que no
se dedica a leer (ni a escribir) Más desesperación.
De ahí a lo
que el vulgo llama postureo. Yo lo llamaré postureo. Hablamos sí, del arte
de la interpretación, el teatro, pretender se diría en inglés.
Dicho de la misma
manera: hay que intentar poner esa carita que dé a entender que se han leído
bibliotecas enteras, hay que hacerse esa fotita rodeado de estanterías
atestadas de libros que reflejen bien las decenas de miles de novelas que
hemos leído, hay que retratarse sosteniendo un tochazo en el aire con cara de
lector voraz.
Mire, no. Es que
no. Y no pasa nada.
Otra de las
estrategias de muchos “escritores”, de muchos “intelectuales” consiste en
auditar la literatura. Me explico, usted solo tendrá que leer un libro
de Faulkner (El Ruido y la Furia, claro) un cuento
de Carver (¿Quieres hacer el favor de callarte?, claro) un poema
de Machado (Caminante no hay…) para considerarse un experto de los
mismos. Mejor, el auditor al menos necesita comprobar un 60% de lo
investigado…. Usted no. Usted no tendrá que
leerse Sartoris o Una fábula o El Villorrio para
hablar sobre Faulknersino bastará con que se lea una novela para posar una
pierna sobre otra, llevarse la mano al mentón y decir algo así como, “claro,
eso ya lo dijo Faulkner”. También puede declararse “lector voraz” aunque
se lea dos libros al año o bien recomendar a un poeta norcoreano, y quedarte
tan villa.
Pero esto es
más diver aun: a veces ni siquiera tendrá usted que embarcarse en la
engorrosa tarea de leer a Joyce o a Cervantes. Le bastará
lo que ha oído por ahí, o ha leído en alguna revistilla por allá para
considerarse autorizado a opinar sobre tal o cual escritor ¡es así de sencillo
pringado!
Por eso no
desespere usted, escritora honesta, de los de verdad, cuando lea entrevistas a
algunos escritores que desglosan toda una retahíla de libros y escritores que
supuestamente han leído hasta la saciedad. No se diga usted, “joder, todo lo
que me falta por leer”, porque muchas veces todo será producto de una
exageración, de una mentira. Y porque, lo más importante, basta con ser sincero
con uno mismo y llegar a la lógica conclusión de que la vida no basta, hay que
priorizar. Y aun así, se puede.
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De INMEDIACIONES, 21/02/2018
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